miércoles, 12 de agosto de 2009

Nostalgia Laurentina

Este domingo fue un día difícil. No sólo por el incremento de trabajo propio de las fechas estivales y mi sensación de hastío que se acrecienta por momentos. El día 9 de agosto marca el comienzo de las fiestas de Huesca consagradas a San Lorenzo. No voy a aprovechar estas líneas para defender a capa y espada que las fiestas de mi ciudad son las mejores del Mundo. Para gustos, los colores. De hecho,algunos años he planeado mis viajes veraniegos en aras a evitar estar en Huesca los 6 días laurentinos. Pero para mí hay un momento mágico, que es la mañana del Chupinazo (que se suele hacer extensible a la tarde). Una persona como yo, que ya peina canas y que intenta hacer gala de un cierto aseo intelectual, no debería, en teoría, verse atraído por formar parte de unas hordas alcoholizadas y empapadas en vino barato, que esperan amontonadas el pistoletazo de salida para hacer un poco el animal. Eso es lo que se ve desde fuera. Pero yo, desde que lo probé hace unos años, cual si fuera una adicción mayor que la nicotina, no he podido dejarlo. Un sesudo análisis psicológico puede llegar a la conclusión de que ese día, mis instintos reprimidos, amparados en la masa, afloran a la superficie. Puede ser eso, pero para mí es otra cosa. Es el día en que una ciudad rutinaria y previsible como Huesca, se convierte en un lugar en el que cualquier cosa puede suceder. Las caras de estaca se convierten en sonrisas, y los gestos de desprecio en muestras de aprobación. No hay clases sociales ni diferencias de edad. Y la veda que, habitualmente sufre el pototeo en Huesca, se levanta por un día. Y esa sensación tan extraña de beber calimocho con el sol del mediodía pegando en mi cara...
Cambiar todo eso, por un día lluvioso encerrado en una cocina de un hotel de un pueblo en el que el sábado cierra el pub pronto por no colisionar con ciertos intereses religiosos, que no divinos, es algo muy, pero que muy difícil de sobrellevar.