domingo, 29 de diciembre de 2013

Destination Gotland

 Una de las cosas que más me gustan cuando planeo mis viajes es buscar "el culo del mundo". Es decir, lugares que parezcan muy apartados y difíciles de acceder. Claro que esta sensación es subjetiva. Porque lo que para mí es el "culo del mundo", para la gente que viva por esa zona, será de lo más común. El caso es que mientras preparaba mi viaje, vi una isla en medio del Báltico llamada Gotland, y no paré hasta averiguar si podía encajar en mi itinerario. Además de comprobar que era posible, leí comentarios muy favorables sobre la misma, así que no dudé en incluir la isla de Gotland como una escala más en mi viaje.
 Que fuese posible no significaba que fuera cómodo ni barato, pero ya que salía de casa, no me iba a parar en esas minucias.
Así, sí
 Para llegar a Gotland debía coger un autobús que salía desde la estación central de Estocolmo y que en poco más de una hora me dejó en la localidad costera de Nynäshamn.
De allí partía un gigantesco ferry hacía Gotland. En la sala de espera del puerto se veía algún turista despistado como yo, pero la mayoría eran locales. Aunque el barco llevaba unos cuantos automóviles, una gran parte del pasaje iba a pie, a diferencia de lo que me había encontrado en el trayecto de Rostock a Trelleborg. Y el ferry estaba más que preparado para ello, ya que contaba con gran número de asientos y zonas donde reposar.
 Como hacía un día magnífico, pasé la mayor parte del viaje en el exterior, observando la placidez del mar Báltico. Hasta que tras unas 3 horas, la isla de Gotland se empezó a vislumbrar en el horizonte.
 El ferry nos dejó en Visby, que con una población de poco más de 22000 habitantes, es la capital de la isla. Se trata de una ciudad medieval de gran belleza, con múltiples edificios históricos y una muralla muy bien conservada.

Visby
Afortunadamente había podido dejar mi maletón con sus no operativas ruedas en la consigna del albergue de Estocolmo, así que pude desenvolverme con cierta soltura.
 El hecho de su pequeño tamaño, su bien conservada  arquitectura medieval y su condición insular, confieren un ambiente absolutamente genuino a Visby. Parece un lugar de otro tiempo, y desde luego, me ofreció la tan buscada por mí sensación de encontrar un lugar apartado y diferente.
 Mi albergue estaba situado en las afueras de la ciudad. Tan afueras que me llevó más de media hora llegar al mismo. Se trataba de un curioso establecimiento que contaba con pub, restaurante, bolera , salón de conferencias y unas cuantas habitaciones para huéspedes. En este caso se trataba de un cuarto individual con cama doble, dotado una extraña y moderna decoración. Una vez aposentado me planteé qué hacer, ya que aún era primera hora de la tarde. Un dossier que encontré en la habitación, que explicaba generalidades del albergue y de la zona me dio la idea. Hablaba de unas maravillosas y animadas playas (Tofta) que se encontraban a sólo unos 20 minutos de la capital. Consulté los horarios de autobús y vi que había una línea que pasaba por allí, así que me puse el bañador y me di otro paseo de media hora hasta la estación de autobuses. Al montarme le dije a la conductora mi destino. Me dijo que no pasaba por allí, pero me podía dejar en una parada cercana.
 Un poco extrañado me senté, y permanecí atento a ver si el paisaje me daba alguna pista de dónde debía parar. Se sentó a mi lado una tinajera muy simpática (aparte de guapa, pero eso ya no me llamaba la atención a estas alturas del viaje) a la que pregunté por la parada más cercana a la playa de Tofta. El que no lo supiera me asustó un poco, pero afortunadamente, consultó el GPS de su móvil y me fue dando referencias, hasta que llegamos a la parada. Con mi talento natural no la hubiera reconocido ni de casualidad. Se trataba de un humilde poste con un minúsculo letrero, y la playa no se veía por ninguna parte.
 Por lo menos sabía que el mar estaba al oeste, así que, tras un buen rato de probatinas conseguí llegar a una playa. No estaba mal, pero no era ni mucho menos lo que me esperaba. La tan cacareada animación se resumía a un camping semivacío y 5 ó 6 personas paseando.  Sin tiempo para lamentaciones, ya que el sol estaba descenciendo dramáticamente, me despojé de mi camiseta y me introduje en el agua. Tenía que bañarme en el Báltico cayera quien cayera.
Prueba superada
  Debido al poco calado de la playa, la agonía provocada por las frías aguas se prolongó bastante, hasta que me zambullí sin contemplaciones. Conseguido mi objetivo, salí pitando del agua. Ahora tenía que volver al albergue y la empresa no se antojaba fácil, ya que no sabía dónde estaba la parada para coger el autobús de vuelta. Me compliqué la vida intentando coger un atajo para volver a la carretera, pero al final lo conseguí. Seguí andando un trecho rumbo a Visby hasta que vi un poste con un cartel de la compañía de autobuses. Parecía una parada, así que allí me planté, mientras el sol se empezaba a ocultar tras los bosques cercanos.
 Por suerte, no tuve que esperar mucho (unos 10 minutos) cuando apareció un autobús en el horizonte. Paró a mi señal y me llevó a la capital sin más incidencias, y sin más pasajeros, ya que yo era el único viajero en ese momento.
 Ya en Visby, me dio tiempo a llegar a la playa (por llamar de alguna forma a un conjunto de pedrolos formando la línea de costa) y presencian mi tercer atardecer sobre el mar en pocos días, que es unos de los mayores espectáculos que nos pueda ofrecer la naturaleza.
 De vuelta al albergue, me detuve en un hipermercado para comprar la cena. Además de poder curiosear muchos productos diferentes a los habituales, pude adquirir un sabroso pollo asado que me resultó sorprentemente barato, especialmente en comparación con los elevados precios que caracterizan a Suecia.
 Debido a las características y a la situación del albergue, no esperaba que hubiera muchos mochileros alojados, así que me hacía la idea de comerme el pollo en solitario. Pero al llegar a la cocina, la encontré sorprendentemente animada. Pronto me uní a una conversación que estaban entablando un hombre de mediana edad y una joven japonesa, a la que pronto se unió un hombre que aparentaba tener ya sus sesenta años. Se trataba de un sueco que estaba trabajando en las carreteras de la isla. El otro hombre era alemán llevaba unos días visitando la isla en plan exhaustivo. La japonesa era de una especie que no me era desconocida: chica que va sola por Europa y aprovecha el viaje para conocer varios países.
Atardecer en Visby
La conversación resultó de lo más interesante. Aparte de hablar de política (nuestro contertulio alemán resultó ser muy políticamente incorrecto, lo cual anima mucho un debate), descubrí por qué mi autobús no
había parado en la playa y por qué ésta estaba más desangelada que un sábado por la noche en Huesca: la escuela había comenzado, por lo que se había acabado la temporada de verano. Eso hacía que las playas estuvieran vacías de turistas y que las rutas de autobuses cambiaran. Me resultó muy curioso consultar un calendario de transportes con los vigentes horarios de invierno (foto de paisajes nevados incluida) en pleno agosto.
Había pensado en darme un voltio por Visby por la noche. Pero viendo que la temporada turística había acabado, y que la conversación resultaba de lo más estimulante, decidí quedarme en el albergue hasta que el sueño nos venció. Aún me quedaba una mañana en la isla, y a fe que la iba a aprovechar.


lunes, 16 de diciembre de 2013

Estocolmo (I)

 De buena mañana me presenté en la estación de tren de Malmö con la intención de coger un tren para Estocolmo, si conseguía solucionar el problema que había tenido con la reserva. Me había sacado el billete por internet en el albergue de Dresde, pero no lo había podido imprimir. En la reserva ponía bien claro que había que mostrar el billete impreso.
 Intenté primero sacarlo en una máquina de la estación introduciendo el número de reserva pero no coló. Así que fui al mostrador de la empresa de transportes y tras trastear un rato con el ordenador, la empleada me dijo que me lo podía imprimir, previo pago de 40 coronas (algo más de 4 €). En ese momento se mezclaron en mí la sensación de alivio por poder viajar y el cabreo por tener que pagar 4 € por una simple impresión de un folio.
 El tren que me tocó en suerte contaba con los clásicos departamentos con dos filas de asientos enfrentadas, que tantas conversaciones han propiciado en viajeros de otras latitudes. Porque en estas tan meridionales, lo dudo.Como si quisieran hacer bueno el tópico de la frialdad escandinava, los pasajeros entraban al departamento sin siquiera saludar y así seguían durante todo el trayecto. Ante el poco juego que podía dar el paisaje humano del interior del tren, me volqué en el paisaje externo.
El agua, omnipresente en Estocolmo
El viaje de más de 4 horas me permitió hacerme una idea aproximada de la geografía física del sur del país, con bonitos paisajes de bosques de coníferas y abundancia de lagos. En esos momentos te das cuenta de que hace falta mucho tiempo para conocer bien un país, y que 4 días, por muy a saco que se vaya, son sólo un aperitivo.
 Estocolmo no es una ciudad donde sea fácil orientarse, por lo menos nada más llegar. Está formada por numerosas islas comunicadas por puentes, que forman un conjunto de original y espectacular belleza. Precisamente a orillas de una de esas islas estaba situado mi albergue.Éste constaba de dos partes: un edificio de tres plantas y varios siglos a sus espaldas (aunque estaba reformado y estaba en muy buen estado) y un barco anclado junto al mismo que contaba también con habitaciones.
Albergue flotante
Me di cuenta de que había cometido un craso error reservando la habitación en el edificio al ver a la gente solazándose en la cubierta del navío. Salía más barato, pero uno no tiene la oportunidad de dormir en un barco todos los días. Pregunté en recepción si podía cambiar la reserva. Esa noche estaba  completo el barco, aunque dos días después había plazas. Pero me dijo que al haber hecho la reserva mediante una página web, el cambio debía ser hecho por el mismo medio. Lo intenté, pero la página me remitía a la recepción del albergue en un bucle absurdo. No me quise complicar más la vida, más teniendo en cuenta que el último día  iba a llegar tarde al hostel y no podría disfrutar mucho del barco, así que me centré en aposentarme y explorar la ciudad.
 Me tocó una habitación inmensa en el ático, en la que debían caber unas 20 personas. Como he dicho alguna vez, suele ser mejor tener una habitación grande para muchos, que una pequeña para pocos.
 Cuando estaba de camino al albergue, había escuchado un gran algarabío en una isla cercana. Parecía una prueba deportiva. Me acerqué tras haber dejado los trastos y puede comprobar que se trataba de un triatlón de la Copa del Mundo. En ese momento los atletas estaban realizando la carrera a pie, en la que el español Gómez Moya quedó segundo, intercalado entre sus acérrimos rivales, los hermanos británicos Brownlee.
El ambiente era espectacular y resultaba ser un acontecimiento muy vistoso por la peculiaridad del lugar (se trata de la ciudad vieja, la parte más antigua y monumental de Estocolmo).
Brownlee, en pos de la victoria
 Luego di unas cuantas vueltas por la ciudad, que no cuenta con centros y edicicios de referencia desde el punto de vista turístico, pero forma un conjunto muy armónico y de original belleza.
 Durante mi estancia en Inglaterra, había frecuentado una actividad que organizaba una tienda de deportes de Windsor, que consistía en realizar un trote de unos 5 km cada lunes por la tarde. Allí había conocido a un simpático sueco llamado Johan que había vivido un tiempo en Barcelona,y que por aquel entonces residía por la zona. Ha vuelto a Suecia y ahora está viviendo en Estocolmo. Así que quedamos y fuimos a trotar un rato para recordar viejos (y buenos) tiempos. Matando dos pájaros de un tiro, Johan me hizo una ruta turística a la carrera mientras me explicaba los lugares más representativos de la capital. Fue agradable encontrarme con él en un lugar tan remoto y más tras llevar unos cuantos días solo por el mundo.
 Ya de vuelta al albergue, me encontré con tres simpáticos niños que hablaban en español y que resultaron ser de León.
 La noche en mi poblada, aunque amplia habitación fue bastante plácida. Así que pude reponer fuerzas afrontar la siguiente estación de mi periplo: la isla de Gotland.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Cruzando el Báltico

 En mi anterior entrada acabé montado en un colosal ferry (con el simpático nombre de Tom Sawyer) rumbo a Suecia. La salida a mar abierto del puerto de Rostock es Wanermünde, por lo que pude ver este bonito centro turístico desde otro punto de vista.
  El día había salido soleado, lo que me permitió hacer casi todo el trayecto (de unas 6 horas) en cubierta. Aunque dentro del barco tampoco había mucho que hacer. No está pensado para transportar pasajeros a pie. Se podían alquilar camarotes, pero eso se me salía del presupuesto.
Wanermünde desde el ferry
 Una vez en mar abierto, la monotonía de estar rodeados por el Báltico apenas se rompía cuando nos cruzábamos con algún ferry o en un breve acercamiento a las costas danesas.
 Otra vez pude contemplar un maravilloso atardecer sobre el mar. Pero observar tanta belleza tuvo su precio: a pesar de estar en agosto, en esas latitudes, las noches son frías, así que me tuve que refugiar en el supermercado del barco por un tiempo.
 Ya entrada la noche se empezaron a ver luces. Suecia se divisaba en el horizonte.
Al llegar al puerto de Trelleborg me hicieron esperar hasta que salieron todos los coches del ferry. Allí me di cuenta de que era el único pasajero que había hecho el viaje "a pelo", es decir, sin coche. Debía cantar mucho en medio del puerto mientras intentaba orientarme, porque enseguida me abordó un empleado en su coche preguntándome que a dónde iba. Amablemente me llevó hasta la salida.
Atardecer en el Báltico
 Trelleborg es una pequeña ciudad de unos 25000 habitantes situada en el extremo sur de Suecia. No tenía mala pinta, y hubiera sido un buen lugar para pasar la noche, pero no pude encontrar alojamiento, por lo que la iba a utilizar como lugar de paso hacia la más poblada Malmö.
 Mi "talento natural" no fue suficiente para encontrar la estación de tren, así que me rendí y pregunté a un joven local. Su respuesta no pudo ser más desconcertante. Me dijo que no sabía dónde estaba. Más clarificadora fue la respuesta de una chica a la que también pregunté: Trelleborg no tiene estación de tren. Sí que tiene, en cambio de autobús, y allí me dirigí un tanto desconcertado.
 El desplazamiento de Trelleborg a Malmö lo había consultado en una página de los ferrocarriles suecos. Pero allí estaba yo, a las 10 de la noche, una ciudad desconocida, sin posibilidad de alojamiento y no sabiendo si podría trasladarme a mi destino. Fueron momentos un tanto complicados. Por suerte, en la estación de autobuses vi que había uno a Malmö, que partía en 20 minutos. Por lo visto, en la página que consulté, a falta de tren, habían incluído los horarios del autobús.
 Ya había estado en Malmö, en una fugaz visita hace unos años. Aun así, entre que es una ciudad grande, y que de noche se ve muy cambiada, me costó un buen rato orientarme y llegar al albergue. Afortunadamente éste tenía recepción abierta 24 horas. Se trataba de un moderno y funcional establecimiento. Muy limpio y con unas instalaciones un punto mejores que las que se suelen encontrar en los albergues. Eso sí, salía bastante caro.

Interiorismo nórdico
En mi cuarto me encontré con un simpático joven alemán (al que, según me contó le habían robado las zapatillas la noche anterior) y un mormón sueco de mediana edad que había venido a un congreso religioso.
 No iba a pasar mucho tiempo en la ciudad, así que enseguida salí a explorar. Era sábado por la noche, por lo que se podía ver bastante ambiente por las calles.
 Mucho se ha hablado sobre la belleza de las mujeres suecas. Como no soy partidario de resaltar lo obvio, no haré ningún comentario al respecto.
 Malmö no es una ciudad especialmente monumental, aunque no carece de atractivos (aparte de los femeninos, lógicamente). Pero yo estaba cansado, la ciudad no lucía mucho de noche y mi cabeza estaba ya pensando en el viaje del día siguiente a Estocolmo, así que me retiré pronto a dormir, cosa que pude hacer, pese a los ronquidos de mi compañero mormón.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Rostock y Warnemunde

 Los dos días en Berlín habían sido exhaustivos. Pero paradójicamente, me habían revitalizado y afrontaba el resto de mi periplo con energías renovadas.
 Un trayecto de unas dos horas en autobús hacia el norte me dejó en la ciudad portuaria de Rostock. Una asumible caminata de unos 20 minutos me condujo al albergue, que en este caso disfrutaba de una céntrica posición. Mi cuarto contaba con 8 camas, pero era espacioso y bien iluminado. Esta vez, la empleada fue todo amabilidad y cortesía.
 La visita a la ciudad mostró las mismas lineas arquitéctónicas que el resto de ciudades germanoorientales (excepto Berlín, que es un mundo aparte dentro de Alemania): casco histórico reconstruido tras la guerra con edificios interesantes aislados y barrios residenciales formados por imponentes bloques de vivendas. Aunque en este caso muchas de las casas del centro tenían un aire nórdico. Sin duda se deja notar la huella hanseática.

Warnemunde: una pequeña delicia
Rostock se encuentra en la desembocadura del río Warnow, que forma una ría. Como tenía ganas de ver el mar abierto y tenía toda la tarde disponible, cogí un tren que por un precio irrisorio me dejó en Warnemunde, pequeña localidad portuaria bañada por el Báltico. Según me habían comentado, era bastante turística. Al llegar, me di cuenta el porqué. Aparte de un paseo marítimo muy pintoresco a ambos lados de un canal, cuenta con unas majestuosas playas de arena, que nada tienen que envidiar a las mediterráneas. Aunque a diferencia de éstas, no están tan edificadas ni masificadas, lo cual hace una delicia pasear por la zona. El toque simpático lo dan unos curiosos sillones hechos en mimbre y madera, típicos de las playas alemanas que, al parecer, tuvieron su origen en esta ciudad.
 Casi concluida mi visita, me di cuenta de un detalle importante. Estábamos cerca del ocaso y el Astro Rey iba a ocultarse por el mar. Dicha estampa me fue negada en mi vista a Oporto tras una caminata de dos horas hecha ex profeso para verla. Esta vez la vida me había reservado la revancha sin buscarla, que tomé tan fría como la cerveza local que adquirí para acompañar tal acontecimiento.
Maravilloso ocaso
Si Dios me hubiera llamado por el camino de la poesía, seguro que hubiera completado esta entrada con unos versos inspirados por tamaño espectáculo. Como no ha sido así, espero que una foto pueda dar una mínima idea de lo que puede inspirar un atardecer en la costa.
 A la vuelta, mientras me preparaba la cena en el albergue, escuché a dos personas que estaban en la terraza hablando en alemán. El acento de uno de ellos denotaba su origen latino, aunque no supe precisar de dónde. Luego me lo encontré en mi cuarto y me confirmó mis sospechas: era de Aranjuez. Celebramos nuestro encuentro tomándonos una cerveza en la zona de esparcimiento del albergue. Como era viernes y aún me quedaban algunas fuerzas, salí de expedición nocturna. No sé si porque no supe buscar bien o porque Rostock debe ser una ciudad un poco "paradita", a la media hora ya estaba en mi camastro.
  Esa noche dormí como un bendito gracias a la ausencia de ronquidos en el cuarto.
  A la mañana siguiente pude conocer a dos de mis compañeras de cuarto que habían venido a un congreso musical, pues eran voilinistas. Una venía de Colombia y otra de Portugal. Con esta última pude intercambiar impresiones sobre mi vista a su país ese mismo mes. Le gustó mucho el detalle de que llevara una funda de móvil con los colores y el escudo de la bandera portuguesa, cosa que si hubiera hecho en España con nuestra bandera hubiera, probablemente despertado alguna que otra antipatía.

Compañeros de viaje
Mi última mañana en Rostock la pasé con mi compañero de Aranjuez.. La verdad es que se agradece tener compañía (y más si es buena) en los viajes en solitario. Comparados con los suyos, mis viajes son de lujo. Estaba haciendo interrail con la bicicleta y más de una noche le había tocado dormir al raso. Todavía se puede vivir el espíritu de la auténtica aventura.
 En un alarde de turismo alternativo, visitamos el museo de la Stasi, situado en una antigua comisaría de la temible policía política. No llegaba al nivel del campo de concentración de Sachenhausen, pero tampoco era un sitio para alegrarte el día. Dimos un paseo por el puerto y por el centro y nos despedimos. Su siguiente destino era Berlín. Por razones de fuerza mayor, tenía que hacerlo en su bici y no tenía intención de reservar alojamiento en el trayecto. Luego me enteré de que pudo llegar sano y salvo.
 Mi periplo germano llegaba a su fin. Un gigantesco ferry me esperaba en el puerto para llevarme a la ciudad sueca de Trelleborg.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Barra libre en Berlín y cercanías

 En la primera noche en el albergue de Berlín, mi sueño no pudo ser tan plácido como hubiera deseado. Una vez más se manifestó el gran talón de Aquiles de estos lugares: los roncadores. Aunque mi sorpresa al despertarme fue mayúscula, al comprobar que el roncador era, en este caso, una roncadora, y además bastante competente.
 Aún me quedaban unos flecos pendientes de mi viaje que quise dejar zanjados visitando un cíber cercano. La dueña hablaba tanto inglés como yo alemán, lo cual hizo ardua la comunicación. Pero la buena voluntad por ambas partes posibilitó que mi empresa fuera exitosa. Ya tenía reservados todos los viajes y alojamientos hasta el final de mi peripecia. Y eso ya era un alivio.
 El día anterior había visto que las máquinas del metro vendían billetes-día por 7 euros. Por poco más de 1000 pesetas tenía Berlín y su zona de influencia a mi alcance. Demasiado tentador como para resistirlo.
 Mi primer destino fue Wannsee, una zona lacustre que, según había leído, era la zoña de baño y recreo más popular de Berlín. La verdad es que era bastante agradable, con sus barquitos y todo. Pero tampoco había mucho que hacer por allí, así que proseguí viaje.
"Mini" Puerta de Brandemburgo
 La ciudad de Postdam fue residencia de la familia real prusiana, que se encargó de dotarla de  una arquitectura majestuosa. Me llamó la atención una Puerta de Brandemburgo a semejanza de la berlinesa, más pequeña, pero construida con anterioridad a aquélla. Es una delicia pasear por esta ciudad, que en un reducido tamaño alberga gran cantidad de palacios y edificios monumentales. Aunque lo más destacado fue para mí el Palacio Sanssouci, rodeado de bellos jardines, y al que se le considera el "Versalles alemán".
 En esta ciudad se celebró la célebre y decisiva Conferencia de Postdam, donde se decidió la división de Alemania en 4 zonas de ocupación tras la Segunda Guerra Mundial. La ciudad quedó encuadrada en la zona soviética, lo cual se nota en las zonas residenciales, con los imponentes "colmenones", que desentonan bastante junto a los palacios prusianos.
Esplendor prusiano
 Así pues, gran acierto haber visitado Postdam, parada recomendable en todo viajero que pase unos días en Berlín. Y por si fuera poco atractivo el arquitectónico, el gastronómico niunclavelista no se quedó atras, permitiéndome saciar mi hambre con un fantástico bocadillo de auténtica salchicha germana al imbatible y redondo precio de 1 euro.
 Mi siguiente destino no iba a ser tan monumental, pero me iba a producir una impresión mucho mayor. Tras un largo trayecto en metro, llegué a la pequeña ciudad de Oranienburg, unos 35 km al norte de Berlín. A pesar de contar con ciertos encantos turísticos, esta población es tristemente famosa porque a sus afueras se instaló el campo de concentración de Sachsenhausen.  Aunque muchas partes no se han podido conservar la sensación de tristeza y compasión que despierta un paseo por sus instalaciones es enorme. Y se hace casi insoportable al visitar el antiguo horno crematorio. No es una visita recomendada a todo el mundo, pero mi investigación de la vida incluye lo agradable y lo desagradable, así que no me arrepiento de haber ido a Sachsenhausen. La visita es gratuita y las instalaciones no están cerradas, pudiendo acudir a cualquier hora. En mi caso ya estaba anocheciendo cuando abandoné el campo. No estaba para irme de fiesta, pero sí para seguir exprimiendo mi billete-día.
  En una arriesgada jugada elegí la estación de Pankow como mi siguiente parada. Me resultaba sugerente ese nombre y pensé que podría encontrarme con un paisjae urbano singular. Mi talento natural no funcionó esta vez y sólo perdí unos 15 minutos en los anodinos alrededores de la estación.
¿Os da tan "mal rollo" como a mí?
 El día anterior había visto un cartel que anunciaba un ciclo de cine al aire libre, junto al Checkpoint Charlie. Ese día le tocaba nada menos que a "Goodbye Lenin", una de mis películas favoritas. Tuve un pequeño problema para llegar. La parada del metro estaba en la misma calle, aunque un poco lejos. Tenía que bajar unos 100 números, pero a los 15 minutos me di cuenta que estaba subiendo. ¿La razón? En Berlín (desconozco si en el resto de Alemania sucede lo mismo), los números de los portales suben en un sentido de la calle y bajan en el opuesto. Me parece más lógico nuestro sistema, pero estos germanos no dan puntada sin hilo, así que su sentido tendrá. El caso es que llegué con la película empezada. Pero no me importó, ya que era en alemán, la he visto 3 ó 4 veces y aún se podía sacar más jugo a mi inversión de 7 euros, ergo me marché enseguida a la boca de metro más cercana.
 Ahora me apetecía un poco de arquitectura típicamente comunista. Apliqué las matemáticas pensando que cuanto más al este me fuera, más impresionantes serían los "colmenones democráticos" que me iba a encontrar. Pero las matemáticas no se pueden aplicar al urbanismo con esas alegrías. Así que lo que me encontré fue una zona residencial de viviendas unifamiliares con unas calles poco iluminadas y que carecían de aceras en algunos tramos.  Alguien con un mínimo de sentido común se habría dado la vuelta nada más
Berín de noche
llegar, pero eso hubiera sido demasiado fácil. Así que con la única compañía de la luna anduve estuve casi media hora vagando por tan desolados parajes hasta que, no sin haber pasado momentos de incertidumbre, arribé a una estación de metro salvadora. Tanto ajetreo emocional y físico debía ser repuesto, y nada mejor que un enorme kebab que devoré en los andenes mientras esperaba el metro de vuelta.
 A pesar de mi cansancio, y lo tardío de la hora, no me volví al albergue. Al fin y al cabo era mi último día en Berlín. Así que me bajé en Alexanderplatz y me di un paseo por el centro, llegando hasta Oranienburger Strasse, calle conocida por su animada vida nocturna.  Evidentemente, con todo lo que había vivido ese día, no tenía muchas ganas de marcha , así que cogí el metro y ya, por fin, volví a "casa".  Como colofón a mi ajetreada jornada, ayudé a un grupo de "tinajeros" locales cuando me di cuenta de que no dejaban de nombrar una estación que habíamos pasado hacía un buen rato. Después de tanto trajín, el metro de Berlín ya no tiene secretos para mí.


 

lunes, 4 de noviembre de 2013

Berlín al alcance de la pata

 Con la moral y las energías un poco bajas, el autobús me dejó en la estación central de autobuses de Berlín, que de central tiene más bien poco, ya que está en el extremo oeste de la ciudad.
 Según el plano, mi albergue estaba muy cerca de dicha estación. Pero en Berlín, las distacias son kilométricas, así que me llevó casi media hora llegar. El recibimiento, no fue frío, sino lo siguiente. El empleado me dio la llave y me dijo el piso donde estaba mi cuarto. Nada de explicarme los servicios del hostel y, ni mucho menos hablarme de las maravillas de Berlín. Quizá espere demasiado por 10 euros la noche, pero la amabilidad es gratis, de momento.
 En mi cuarto moraba un curioso personaje. Se trataba de un francés de unos cuarenta y tantos años con aires de rockero veterano. Tuvo la cortesía de enseñarme él mismo las instalaciones y zonas comunes y me explicó su curioso plan de vacaciones. Llevaba ya 3 ó 4 días en Berlín y aún no había visitado el centro. Cada día elegía una cuadrícula del plano de la ciudad y lo recorría minuciosamente a pie. Yo sólo contaba con dos días, así que tuve que ir más "al grano".
 En mi anterior visita a a la capital alemana, Berlín me había parecido una ciudad inabarcable caminando. Esta vez quería comprobar si esa aseveración había sido demasiado aventurada.  Así que salí del albergue, situado en el extremo oeste, rumbo al centro. Lentamente iba ganando centímetros en el plano caminando por interminables y anodinas avenidas. Tras un buen rato, se divisaba en lontananza el Tiergarten, el enorme y más conocido parque de la ciudad. Pero me desvié para pasear por lo que había sido el corazón del antiguo Berlín Oeste, recorriendo la Kurfürstenstrasse,  pasando junto al zoo y visitando los almacenes Kadewe, una especie de Harrods o Galerias Lafayette en versión berlinesa.
 En una astuciosa jugada, me compré un "currywurst" (típica salchicha de la ciudad con keptchup y curry en polvo), con lo que pude seguir caminando mientras almorzaba y no perder ni un minuto, además por un módico precio.
Memorial del Holocausto
 Al rato llegué a la impresionante Postdamer Platz, antiguo centro neurálgico de la ciudad antes de la 2ª Guerra Mundial, que quedó en tierra de nadie tras la división. En el solar que quedó tras la caída del muro, se han erigido imponentes edificios de arquitectura vanguardista.
 Antes de alcanzar la mítica Puerta de Brandemburgo, pude visitar el extraño pero conmovedor Memorial del Holocausto, un laberinto de paralelepípedos a distintas alturas a que representan tumbas y que se me había pasado por alto (y eso que se deja ver bastante) en mi anterior visita.
 La monumental avenida Unter der Linden estaba en obras, así que, aparte que no le favorecían mucho, me obligaron a dar unos cuantos rodeos para llegar a la Isla de los Museos. A estas alturas de la caminata, los pies empezaban a protestar, por lo que me tumbé un rato en una explanada junto a la Catedral de Berlín.  Dejé la visita a los museos para mejor ocasión y seguí mi avance triunfal, pasando por la mítica Alexanderplatz, centro neurálgico del antiguo Berlín Este, dominada por la imponente torre de televisión, cuya silueta sirve de punto de referencia, ya que se ve desde puntos muy alejados de la ciudad.
Descansando junto a la Catedral
  Mi siguiente objetivo era la East Side Gallery. Se trata un tramo del  muro decorado a modo de galería de arte al aire libre que discurre junto al río Spree y que se ha conservado como atracción turística. Junto a él, aprovechando un solar, se había montado una especie de lugar de ocio alternativo con cancha de baloncesto, un mercadillo y un bar, todo ello sobre  una capa de arena de playa traída para la ocasión que le daba un toque tropical al asunto. Berlín es una ciudad poco germánica, y son habituales las expresiones culturales alternativas como ésta.
  En las inmediaciones había una exposición fotográfica en la que se podían ver imágenes de otros muros que aún están en pie en otras zonas del Mundo, como Chipre, Gaza o la frontera entre México y Estados Unidos. No faltaba mi viejo conocido muro de Belfast y no pude evitar ruborizarme al ver que nuestro país también estaba representado en tan vergonzante colección, concretamente mostrando fotos de la valla que separa Melilla del resto del continente africano.
 Crucé el río Spree y me interné en el barrio de Kreuzber, también llamado "la pequeña Estambul", por la gran cantidad de vecinos de origen turco que residen allí. Aproveché dicha situación en mi favor para reponer fuerzas (a fe que las había gastado) cenando un suculento kebab. Recorrí zonas un tanto inquietantes, sobre todo teniendo en cuenta que estaba anocheciendo. Decidí que era hora de poner pies en polvorosa cuando eché mano al bolsillo y comprobé que había perdido el plano. Así que estaba perdido a unos 15 kilómetros del albergue, ya de noche, en un barrio humilde y sin saber una palabra de alemán (y mucho menos de turco).  Seguí andando con paso firme para disimular mi desamparo hasta que pude encontrar una boca de metro y volver de una pieza al albergue.
East Side Gallery
 Ya eran las 11 cuando llegué, pero había que ponerle la guinda al pastel. Así que,tras 5 minutos de descanso me fui rumbo al oeste para visitar el Estadio Olímpico, que estaba relativamente cerca.
  Así de noche no lucía mucho, aparte de que no se podía visitar.  Pero por lo menos lo había intentado. Con este intento di por bien aprovechado el día y volví al albergue. Había caminado casi sin parar durante más de 7 horas habiendo visitado, aunque fuera de pasada, los principales hitos de la ciudad. Pero Berlín es mucho Berlín, y aún me quedaba otro día para sacarle jugo.
 


jueves, 24 de octubre de 2013

Leipzig + Dresde (y II)

 Muy poco sabía de Leipzig cuando reservé la excursión el día anterior. De vez en cuando me gusta arriesgar a la hora de elegir destinos en mis viajes. Algunas veces sale mal la jugada y no veo la hora de abandonar el lugar. Otras, en cambio, descubro auténticas maravillas. En este caso, Leipzig(o por lo menos lo que ví de ella), se quedó en un prudente término medio, aunque más cerca de lo primero que de lo segundo.
Nada más arrancar nuestra expedición, la conductora del autobús se dirigió a nosotros y nos soltó un discurso de más 10 minutos. La bienvenida y los clásicos consejos de seguridad no suelen necesitar más de unos cuantos segundos para ser explicados. Lástima que mi alemán sólo me diera para enteder el "guten morgen", porque me hubiera gustado saber qué pudo haber dicho la locuaz choferesa.
 La disertación de la conductora fue lo más interesante del viaje, que discurrió por una anodina autovía, y no excedió de las dos horas.
 Una vez alcanzado mi destino, empezé vistando la estación de tren, edificio de proporciones gigantescas que, según me acabo de enterar al documentarme para escribir la entrada, se trata de la más extensa estación ferroviaria de Europa. Estas construcciones megalómanas no son muy apreciadas por su valor artístico, pero a mí me apasionan.
Monumental estación.
 Menos interesante me resultó el centro histórico, con algunas zonas y edificios reseñables, pero al que se le notaba, al igual que a Dresde, el efecto de haber sido bombardeada con saña por los aliados en la Segunda Guerra Mundial.
 Mientras buscaba sin éxito la oficina de turismo, me llamó la atención la entrada de un museo. Era gratuito, lo cual, inmediatamente despierta mi interés. Así que entré y me encontré con una auténtica maravilla. Una planta del edificio estaba dedicada a la historia reciente de la ciudad, con gran atención a la era comunista. A pesar de que la mayoría de rótulos estaban únicamente en alemán, disfruté como un enano viendo las fotos y objetos que daban testimonio de una época. En otra parte del edificio se presentaban dos exposiciones: una sobre ciencia ficción en Alemania y otra sobre alimentación. Ambas bastante interesantes, aunque no despertaron tanto mi atención como la primera.
Tributo al gran Bach.
Proseguí mi visita por los alrededores del casco histórico, donde brillaba con luz propia una estatua desdicada al gran Johan Sebastian Bach. No en vano, el genial compositor vivió muchos años en esta ciudad, que también cuenta entre sus hijos ilustres con Richard Wagner.
 Una vez visto el centro me di unas cuantas vueltas por anodinos suburbios hasta la hora de volver a "casa". En el autobús se sentó a mi lado una jovencita de la zona con ganas de charla. Una persona local con ganas de hablar es algo demasiado tentador para un viajero curioso como yo. Acribillé a mi acompañante a preguntas que aguantó no sólo con estoicidad, sino con agrado. Ante mi especial interés por conocer cómo era la vida allí en tiempos de la RDA, me comentó que eso lo estudiaban en clase y nadie hacía mucho caso, y que le sorprendía que un extranjero mostrara más interés que ellos. Supongo que es lo que me pasa a mí cuando algún "guiri" se empeña en asistir a una corrida de toros o a un espectáculo flamenco.
 Ya en Dresde me ocupé de un asunto aún no resuelto. Parte de mi viaje estaba sin reservar, así que me puse a ello. Me compré un billete de tren que iba a de Malmö a Estocolmo en el ordenador del albergue. Se me abrió un PDF con el ticket, pero allí no podía imprimirlo. Se lo mandé a la recepcionista que contaba con impresora, pero no le dejaba abrirlo. Así que me fui a un cíber a probar suerte. Los precios nada populares me aconsejaron cronometrar el tiempo invertido buscando no superar los 15 minutos, lo que a la postre fue un error de graves consecuencias. No hubo manera y mi billete de tren se quedó sin imprimir. El sistema sólo dejaba abrirlo una vez. No sabía cómo iba a arreglar aquéllo, pero de momento no podía hacer más.
Curiosa exposición.
 Esa noche la "motosierra humana" estuvo contenido, así que, mal que bien, pude dormir en mi propia cama. Al día siguiente debía coger un autobús a mediodía rumbo a Berlín. Eso me dejaba unas pocas horas para ver algo. Mi compañera gerundense de cuarto me había aconsejado Meissen, una localidad cercana conocida por su reputada cerámica, que cuenta con un grandioso castillo y un casco antiguo medieval perfectamente conservado. Fui a la estación pero allí me di cuenta de que sólo tenía unos 20 minutos entre el tren de ida y el de vuelta, así que me rendí, di un último paseo por Dresde y fui a coger el autobús, que partía de una parada situada en la calle. Mientras esperaba salieron un par, pero ninguno iba a Berlín. Me empecé a preocupar cuando pasaba la hora de salida y me había quedado solo en la parada. Hasta que me fijé en un reloj de la calle, que marcaba una hora y media menos que el mío. ¿Qué pasaba? Que se me había olvidado parar el cronómetro la noche anterior en el cíber y no estaba viendo la hora, sino el tiempo que había pasado desde que lo había puesto en marcha. Me dio mucha rabia haberme perdido esa excursión por un fallo tan tonto. Viendo el lado positivo, hubiera sido peor haber ido adelantado y perder el enlace, pero eso no me consolaba. Di un último paseo cargando con el maletón por las inmediaciones, no muy pintorescas, y tomé el autobús rumbo a Berlín. Las cosas no me acababan de salir bien, el cansancio mental empezaba a aparecer, y con él mi ánimo se resquebrajaba. Aún quedaban bastantes días de viaje trepidante y no sabía si iba poder aguantar incólume. Afortunadamente la mágica ciudad de Berlín me esperaba presta para el rescate.




.

viernes, 18 de octubre de 2013

Dresde (I)

 Praga y Dresde distan apenas 150 kilómetros, que hice cómodamente en autobús. Y el adverbio no sólo lo utilizo por la brevedad del trayecto, sino porque para ello ayudaba que el conductor nos obsequiara con un botellín de agua de medio litro y unas galletas saladas. A ver si me leen los de Alosa y van tomando nota.
 Me había sobrado un billete de 200 coronas checas, así que decidí cambiarlo en una oficina de la estación. Lo que en Praga me hubiera reportado unos 8 euros, como por arte de magia se quedó en 3 y pico aquí. Aparte de que la tasa de cambio les era descaradamente favorable, me cobraron 3 euricos de comisión. Espero que el llamado "milagro alemán" tenga otras bases más allá de desplumar impunemente a turistas descuidados como yo. Cuando me recuperé del batacazo, pensé en pedirles que me devolvieran mis coronas. Pero viendo cómo se las gastaban, habría tenido que poner aún más dinero.
 Con la cara de tonto que me duró unos cuantos minutos fui en busca del albergue. El paseo de más de media hora se empezó a complicar cuando vi que mi maleta no rodaba bien. Se había estropeado una rueda. Seguramente el "tute" al que la había sometido en los adoquinados portugueses, había precipitado su final. Afortunadamente, la maleta cuenta con 4 ruedas, así que cambié de posición y pude seguir caminando con fluidez. Hasta que a los 5 minutos cedió otra, con lo cual la maleta ya no rodaba de ninguna forma. De allí hasta el final de mi viaje me ha tocado llevarla a pulso.
Cálido recibimiento.
 El recibimiento en el albergue fue muy cordial. No es un detalle menor. Cuando viajo solo, y hasta que le cojo el pulso a la ciudad, siento una sensación de desamparo. Por eso se agradece la calidez del personal del alojamiento y saber que puedes contar con ellos para consultarles todo tipo de dudas y problemas, no sólo referidos estrictamente al alojamiento. Por ejemplo, en este caso me dieron un mapa de Dresde y me explicaron las principales atracciones.
 Mi habitación contaba con 4 literas (en ese momento vacías), por lo que esperaba dormir 4 veces mejor que en el cuarto de 16 camas que había ocupado en Praga. En este caso, las matemáticas fallaron, y mucho.
 Una vez instalado, salí a descubrir la ciudad. Dresde era conocida como la "Florencia del Elba", debido a la belleza de su conjunto arquitectónico. Hasta que un impresionante bombardero aliado en la Segunda Guerra Mundial dejó a la capital sajona en ruinas. Mucho se ha discutido sobre si estaba justificado un bombardeo de tal calibre, sobre una ciudad tan monumental y a esas alturas de la guerra, con el ejército alemán dando sus últimas bocanadas.  Teniendo en cuenta que Dresde no sólo era en ese momento un conjunto de arte barroco excepcional, sino un nudo de comunicaciones y la sede de muchas fábricas de producción de guerra, es entendible. Al fin y al cabo, aunque Alemania estaba casi vencida, seguía siendo un hueso muy duro de roer. Lo que ya no veo lógico es que aprovechando la ocasión se arrase con el centro histórico y se acabe con la vida de más de 25.000 personas, en su inmensa mayoría civiles. Se puede decir que la Lutwaffe no lanzaba flores precisamente y que los V1 y V2 no eran cohetes de feria. Pero a una democracia occidental se le puede pedir más que a un gobierno totalitario.
 El caso es que hubo muchos edificios que no se pudieron recuperar, pero unos cuantos han sido restaurados y la verdad es que el resultado ha sido bastante convincente. Pese a ello, el conjunto no me acababa de parecer armónico. Quedan algunos huecos entre las iglesias y palacios, a lo que se une algún edificio de estética comunista por medio que no pega nada. En cierto modo, Dresde me recuerda a Zaragoza, que cuenta con lugares destacables, pero no acaba de conformar un conjunto monumental coherente. En este caso se puede achacar a que los Sitios de la Guerra de la Independencia dejaron la ciudad arrasada.
Brillante reconstrucción.
 Mucho sufrimiento ha soportado esta ciudad, que en pocos años tuvo que sufrir el nazismo, un bombardeo brutal, la entrada del Ejército Rojo, con unos soldados soviéticos con ánimo de venganza, y 45 años de dictadura comunista.
 Seguí caminando y salí del centro histórico para empezar a encontrame los clásicos colmenones estilo comunista,  tan impersonales como apreciados por mi extraño sentido del turismo alternativo. Entré en un gigantesco centro comercial donde aproveché para degustar la gastronomía local: una salchicha de la zona deliciosa y ajustada a mi magro presupuesto.
 Ya sólo me quedaba visitar una zona cercana al albergue en la que se podían encontrar muchos pubs y un ambiente un tanto alternativo. Tenía su encanto y por la noche se empezó a animar bastante. Pero eso se lo dejé para los jóvenes.
 Había reservado dos noches, y al final del primer día, me di cuenta de que ya había visto casi toda la ciudad, excepto 2 ó 3 cosas que no justificaban otro día allí. Claro que yo soy un viajero-exprés. Una persona normal puede emplear 2 dias allí perfectamente. Me metí en un cíber y busqué un viaje por los alrededores para el día siguiente. Quería haber ido a Chemnitz, ciudad a unos 80 km en la que destaca un enorme busto de Karl Marx y que en la época "democrática" se cambió su denominación a "Karl-Mark Stad". Turismo alternativo de nuevo. Pero no pudo ser, ya que no fui capaz de encontrar una combinación de viaje. Me resultó más fácil con Leigpiz, así que reservé billete de autobús para la mañana siguiente.
 De vuelta al hostel me encontré una chica en mi habitación. Estuvimos un rato hablando en inglés hasta que me dijo que era de Gerona. Me llamó la atención ver a una española viajando sola. Lo asocio más a japonesas. Le pasaba un poco lo mismo que a mí. Había reservado 3 noches en Dresde, y el primer día ya había visto lo más destacado. Le sugerí que visitara Praga, pero por lo visto no encontró billete, y se tuvo que conformar con un par de excursiones por los alrededores.
Estética "democrática".
 A pesar de que había unas cuantas personas en la cocina cuando fui a cenar, no vi el ambiente propicio para socializar. Así que cené en solitario,me dí un voltio por los alrededores y volví a dormir.
 Aparte de la gerundense, había otra chica ya acostada y un joven que vino después y apenas empezó a dormir, empezó a roncar. He estado en muchos albergues y me han tocado roncadores de enjundia. pero lo de este hombre superó con creces todo lo que he vivido. La mayoría de roncadores tienen altibajos, pero éste mantenía el nivel continuamente. Además lo tenía justo debajo. Me puse los tapones, pero no sirvieron de nada. La noche iba a ser larga y complicada. A la hora me di cuenta de que iba a ser imposible pegar ojo y me fui a dar una vuelta por el albergue a ver si se me ocurría algo. El salón estaba vacío y contaba con un sofá que no tenía mala pinta. Así que me cogí la almohada y el edredón de mi cuarto y me tumbé en el sofá. No se estaba muy cómodo, pero por lo menos no se escuchaban los atronadores ronquidos y conseguí dormir unas horas, que en un viaje tan ajetreado como los que suelo hacer, valen su peso en oro.

miércoles, 16 de octubre de 2013

El verano de Praga

 Tras el fiasco de las fiestas patronales, aún me quedaban un par de semanas de vacaciones en las que tenía que montar algo.  En esta ocasión ninguno de mis amigos podía o quería sumarse, así que me tocó hacerlo en solitario. Nada que no haya hecho anteriormente. Viajar solo es un poco triste en ocasiones, pero permite un grado de libertad enorme.
 Entre las muchas ideas que se me ocurrieron fui descartando y me quedé con dos: Alemania del Este y Suecia. Ya había estado unos días en Berlín y había visitado fugazmente dos ciudades suecas. Pero eso para mí había sido solo un aperitivo.
 Ante la disyuntiva de elegir entre estos dos destinos, busqué si había una forma de conjugarlos. Y la encontré: Un ferry unía Rostock con la ciudad sueca de Trelleborg. Ahora sólo tenía que planear la ruta a seguir. Básicamente se trataba se subir por el este de Alemania, pasar a Suecia y subir al norte, viendo la mayor cantidad de lugares posible. Aunque iba a aprovechar que tenía bastante tiempo para pasar más de una noche en algunas ciudades, a diferencia de lo que había hecho en Portugal.
 Pensaba empezar por Dresde, pero me di cuenta de que podía añadir una etapa más al itinerario. Y no una cualquiera: Praga. Eso me permitía no solo conocer una de las ciudades más turísticas de Europa, sino completar la mítica trilogía de haber visitado Fraga, Braga y Praga, un logro que todo viajero que se precie aspira a conseguir.
 Decidido ya el esqueleto de mi viaje, reservé los primeros días de alojamiento, además de algunos trayectos y partí rumbo a Barcelona para coger el avión a Praga. Esta vez decidí darme un capricho y no volé con Ryanair, sino con Vueling, que es de bajo coste, pero no tan bajo como la compañía irlandesa.
 Llegué a la capital checa de noche, lo cual no ayuda mucho para orientarse. Tuve que coger un autobús desde el aeropuerto y un metro, que me dejaba relativamente cerca del albergue. Fiándome de mi talento natural, sólo contaba con unas anotaciones básicas en mi libreta y un plano gratuito que me había agenciado en el aeropuerto. Lamentablemente mi destino estaba fuera del mapa, y mis anotaciones se mostraron claramente insuficientes. Así que elegí intuitivamente una dirección y presté atención a los nombres de las calles, a ver si encontraba alguna pista. Veía el panorama algo oscuro hasta que vi un cartel publicitario en la carretera que indicaba la ruta a una tienda de informática. Felizmente dicha tienda se encontraba en la calle de mi albergue, así que ya sabía por donde tirar. Aun así tuve algún problema que otro, derivado de que muchas calles contaban con dos nombres y dos numeraciones distintas, lo cual no ayuda mucho a la hora de orientarse.
La Plaza de la Ciudad Vieja.
 Conseguí llegar al hostel pasadas las 11 de la noche. Dejé mis cosas y me dirigí rumbo al centro, que se encontraba a unos 25 minutos a pie. Me llamó la atención lo pobremente iluminado que estaba. Aún así me impresionó la Plaza de la Ciudad Vieja por su grandiosidad y la gran cantidad de edificios históricos situados en ella. El conocido Puente Carlos estaba un poco desangelado a esas horas, y seguí andando por calles semidesiertas hasta el Castillo de Praga.
 Esa noche ya me había pulido los sitios más típicos de la ciudad, pero quería echarles un vistazo a plena luz del día. Antes de ir a dormir degusté un bocadillo de queso empanado, una "delicatessen" propia del lugar.
 Me temía que iba a ser una noche difícil en el albergue al estar alojado en una habitación para 16. Nada más lejos de la realidad. Las habitaciones grandes son más espaciosas, por lo que los elementos disturbadores se diluyen.
 Un desayuno correcto (muy bueno si se tiene en cuenta que sólo había pagado 10 euros por noche) en el albergue me dio las energías que necesitaba para mi actividad favorita en cualquier ciudad: patear sin descanso. Vi algunos hitos interesantes, como una torre de televisión, que, según me enteré después, había sido elegida como el segundo monumento más feo del mundo.
Los he visto peores.
 El centro histórico lucía mucho más a la luz del día, y se encontraba totalmente masificado de turistas. Llevaba toda la mañana pateando en solitario sin más información que mi mapa gratuito. Era hora de recibir alguna ayuda externa. En la oficina de turismo encontré un panfleto que ofertaba paseos guiados por los lugares más emblemáticos de la historia comunista de la ciudad. Empezaba media hora más tarde y había que inscribirse previamente. Utilicé un ordenador de la oficina y me inscribí. Media hora más tarde busqué al guía del paraguas azul (así se anunciaban) por la plaza. Encontré a un chaval bastante joven y le pregunté. Me dijo que era de la misma compañía, pero él no hacía el tour comunista, sino uno convencional. Llamó a su compañera que se encargaba del otro circuito y ésta me dijo que tenía que haber reservado el día de antes pero que lo podía hacer al día siguiente. No había mañana para mí en Praga, así que acepté la sugerencia del guía "convencional" y me uní al "Free Tour" que ofertaba. Iba a ser casi privado, ya que la expedición la  componíamos solamente un servidor de ustedes y un joven chileno. A pesar de ello, nuestro guía puso todo el empeño y durante más de tres horas nos llevó por los lugares más interesantes del centro de la ciudad a la vez que nos ilustraba sobre la densa historia de Praga. Aunque estaba fuera de guión, nos respondió gustosamente a las numerosas preguntas que le hicimos sobre la época comunista, con lo cual pude paliar mi desilusión por haberme perdido el tour específico.
Venca, un guía profesional.
 Lo del "Free Tour" tenía truco. Hay muchas visitas guiadas que se anuncian como "gratis", pero en realidad se basan en la propina que se da al final. Teoricamente no es obligatorio. Pero hay que ser muy "malaje" y llevar el "niunclavelismo" a extremos que hasta yo desconozco para no dar nada. Y más si el colega se había enrollado tan bien a pesar de que sólo íbamos con él  dos clientes. Esa muestra de profesionalidad debía ser recompensada, y así lo hicimos desembolsando 200 coronas por barba.
 Aún quedaba algo de tarde, así que mi compañero chileno y yo, seguimos nuestra particular ruta turística sin guía. Gabriel resultó ser un gran conversador e hicimos buenas migas dialogando sobre los grandes temas. Aprovechamos la situación para cenar juntos (una de las cosas más tristes del viajero solitario es comer solo) y nos despedimos en pos de nuevas aventuras.
 No voy a descubrir Praga a estas alturas. No es un destino turístico de primer orden por casualidad. A una rica historia y un legado monumental enorme se le suman unas dimensiones humanas y unos precios competitivos. Creo que no será la última vez que visite esta hermosa ciudad.

domingo, 29 de septiembre de 2013

XXI Medio Maratón de Barbastro

 A pesar de que este verano no he entrenado demasiado, no podía dejar escapar la media de Barbastro, a la que he descuidado un poco en los últimos años. Con la compañía de mi hermano, nos dirigimos a la capital del Vero con el único objetivo de pasar un rato agradable, ya que nuestro estado de forma no daba para pensar en grandes marcas.
 Esta vez, la bolsa del corredor se recogía antes de correr. En la de este año, además de la clásica botella de vino (me tocó un Viñas del Vero tinto) se incluía un forro polar, detalle original y más aprovechable para mí que la habitual camiseta técnica.
 La tarde se presentaba con una temperatura agradable, aunque se atisbaban nubes de tormenta.
 En la salida me dejé llevar por el empuje de la masa e hice los dos primeros kilómetros a 4.40 min. A la salida de Barbastro empezó a picar ligeramente la carretera hacia arriba y mi ritmo se estabilizó en 5 min/km. Creo que yo valdría para liebre, ya que, hasta la mitad de la prueba iba clavando los parciales. No pensaba que fuera a mejorar la cosa de allí al final. Más bien suponía un descenso del ritmo en los últimos kilómetros debido al cansancio. Así que me veía superando al final la barrera de 1h 45'.
 Pero al llegar a Pozán de Vero, el sentido de la marcha cambiaba. Y lo que a la ida suponía una ligera subida, se convertía en una leve bajada en la que pude desplegar mi poderosa zancada. Los kilómetros iban cayendo a buen ritmo, hasta que las nubes que he mencionado al principio de la entrada cumplieron su amenaza y empezaron a descargar con fuerza cuando me encontraba a unos 6 o 7 kilómetros de la llegada. Afortunadamente, a la lluvia le acompañaba un viento favorable que me ayudó a mantener el ritmo. Fui poco a poco adelantando a grupos de corredores hasta que entré en Barbastro. A falta de un kilómetro y medio se me desató la zapatilla izquierda a la vez que yo iba desatado en pos de la meta. Estababa lanzado y no podía (más bien no quería) parar, así que seguí dándolo todo y mirándome de vez en cuando al suelo para ver si el chip seguía en su sitio. Allí aguantó y puede acabar sin más contratiempos con un apreciable crono de 1h 41' 25''.
 La organización, como suele ser habitual en la prueba, rayó a gran altura, sin ningún incidente reseñable. El público animó efusivamente, lo cual se agradece enormemente en los momentos más agónicos. Aunque hubo una excepción: se trataba de una niña de unos 10 años que, en la recta de llegada nos "obsequió" a mí y a los corredores que me precedían con un "tú sí que no vales", basada en un concurso televisivo. Una vez más, se puede comprobar la nefasta influencia que ejerce la televisión en la gente. Esa competitividad fomentada por la "caja tonta" no nos hace ningún bien.
 Volviendo a Huesca me di cuenta de que me daba tiempo a llegar al final del partido de baloncesto que jugaba mi equipo esa misma tarde. No lo pensé dos veces y me presenté en el pabellón cuando empezaba el último cuarto. Aún pude jugar 5 minutos, no en las mejores condiciones físicas, pero con toda la ilusión. A pesar de que perdimos el partido y no había ganado la media maratón, me dije a mi mismo al terminar la jornada: "¡Tú si que vales!"



domingo, 22 de septiembre de 2013

Epílogo luso

 Nos quedaba sólo una mañana en Oporto antes de coger el vuelo de vuelta a Madrid. Al ir a desayunar en el albergue, estaban todas las mesas ocupadas. Así que hicimos de la necesidad una virtud y solicitamos permiso para sentarnos en una mesa ocupada por una simpática japonesa. Nos contó que llevaba unas cuantas semanas viajando por Europa. Lo hacía sola, y Portugal era su decimocuarto país visitado. Le dijimos que íbamos a dar un voltio por Oporto esa mañana y le ofrecimos que nos acompañara, lo que aceptó de muy buen grado.
 Con la pateada del día anterior ya nos habíamos pulido casi toda la ciudad, así que le enseñamos a la nipona las vistas sobre el Duero, tras haber visitado un genuino mercado local y la estación de tren, bellamente decorada con azulejos.
 Volvimos al albergue, nos despedimos de nuestra amiga y nos dirigimos a la estación de metro con destino al aeropuerto. Como íbamos bien de tiempo, buscamos un garito para comer. La mala experiencia del día anterior hizo que extremáramos las precauciones y nos decantamos por una táctica conservadora.
Elegimos un local de comida rápida, no muy genuino, pero sin sorpresas desagradables a la hora de pagar.
 Cogimos el metro que nos dejó en el aeropuerto y nos embarcamos rumbo a España. Nuestro periplo luso había concluido. Pero aún quedaba un postre inesperado...
 El primer día de las fiestas patronales de Huesca había programado un concierto de Marco Rodrigues, un fadista portugués. No conocía nada de él, pero como he dejado claro, la música portuguesa me tira mucho. La actuación fue una auténtica maravilla.
Por momentos me parecía seguir en Portugal. Y como colofón, Marco Rodrigues y sus acompañantes bajaron del escenario para obsequiarnos con dos bises, en lo que fue un momento mágico e inolvidable.
 Un magnífico epílogo para un viaje intenso y bien aprovechado. La "saudade" se ha apoderado de mí, así que no me quedará más remedio que volver a Portugal, un destino absolutamente recomendable.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Oporto

 Nuestra entrada en tierras portuguesas se hizo por Lisboa, pero el viaje de vuelta partía del aeropuerto de Oporto. Esta hábil jugada nos permitió, no sólo ahorrarnos unos cuantos euretes, sino también visitar otra ciudad. Y no una cualquiera, ya que Oporto es una auténtica joya.
 Estábamos un poco temerosos, ya que no sabíamos dónde nos iba a dejar el autobús que habíamos cogido en Braga, y preveíamos una compleja búsqueda del alberge en una ciudad tan populosa. Tras unos minutos de desconcierto, nos pudimos situar para darnos cuenta de que el alojamiento no andaba lejos. A los 15 minutos ya estábamos enfrente de un edificio antiguo, pero bien restaurado.      
 Una amable recepcionista nos atendió en español (así cualquiera) y pudimos comprobar que nuestras habitaciones (compartidas) contaban con muchos métros cúbicos per cápita. Pero Oporto nos esperaba, así que no pudimos emplear mucho tiempo en comprobar las bondades del albergue.
Tras visitar un museo (por supuesto gratuito) de la historia de las monedas portuguesas y alguna calle céntrica, buscamos un lugar donde comer. Nos habían avisado que en los restaurantes lusos, como no vayas con cuidado, te las meten dobladas. Pero ni siquiera avisados y con nuestro "niunclavelismo" a cuestas pudimos evitar el momento más crítico de nuestra estancia en el país hermano. 
 Elegimos una pastelería-restaurante (fórmula muy común por estos lares) que ofertaba unos suculentos platos combinados por 3 euros y medio. Como moscas a la miel acudimos al reclamo, pero tan apetitoso manjar se convirtió en un campo minado. Nada más sentarnos nos sacaron un plato de aperitivos y una bandeja con pan. Allí ya tendríamos que haber puesto pie con pared y rechazarlo, pero teníamos un hambre canina. A la hora de pedir, el camarero nos fue presionando sutilmente. Así, al solicitar el plato de 3,5 euros, nos preguntó si lo queríamos grande. También intentó convertir dos copas de vinho verde en una botella. Buenos chicos nosotros, que andamos media hora con maletas para ahorrarnos un par de euros, para caer en tan burdas trampas. La verdad es que el plato combinado estaba muy bien, sobre todo por ese precio. Para el postre pedí uno de mis favoritos, la "baba do camelo". Ante su ausencia nos pedimos un "Molotov",que resultó ser un merengue de descomunales proporciones. Después de todo esto, no me quedaba sitio para la sopa que había pedido, pero no me habían traído.
 Las cuentas de la lechera al entrar eran: dos platos de 3,5 €= 7 euros. Pero si le sumábamos el postre y la bebida, el montante teórico frisaba los 14 euros. Aunque la atmósfera del lugar me hacía temer la encerrona que nos prepararon: 21 euros y medio. Dicho así no parece una gran clavada (realmente tampoco lo es), pero cobrar 21 en vez de 14 supone un 50% más. Antes de que mi amigo pagara le eché un repaso a la nota. Voilà! Nos habían cobrado la sopa que no nos habían traído. Se lo expliqué al empleado y, supongo que sabiendo que aún así nos la seguían colando, no rechistó y nos cobró 20 justos. Pagamos y salimos. Aún me quedé rumiando y estudié el ticket a fondo. Todo parecía correcto, hasta que vi un concepto que no entendí por el que habían cargado 6 euros. Volví a preguntar y me dijeron que eso eran los aperitivos, que por cierto, no habíamos pedido. Ya no me quedaron fuerzas para seguir rascando y nos fuimos. En media hora se había derrumbado la gran imagen que me había formado de Portugal y sus gentes en una semana.
 Ser "ni un clavel" tiene indudables ventajas. Pero hace que, habiendo comido bien por 10 euros acabes con un gran disgusto. En realidad no nos gustó la estrategia del lugar, que cobra cosas a precios de risa (el Molotov sólo valía 2 euros), pero compensa endosándote extras abusivos.
Afortunadamente, la belleza, un tanto anárquica de la ciudad, nos hizo resarcirnos rápidamente de este disgusto. Nos dirigimos al río Duero atravesando callejuelas estrechas y destartaladas, aunque de indudable encanto. Un espectacular puente metálico, diseñado por Gustave Eiffel une las dos orillas. En la margen izquierda se encuentran numerosas bodegas que producen el famoso vino Oporto. Visitamos una (la única gratuita, según nos comentaron en el hostel), pero no nos quedamos a catar. Yo soy más de sidra, cerveza o vinos jóvenes.
 Se acercaba la hora del ocaso y se me ocurrió una idea. Según el plano de la ciudad, en la zona de la desembocadura del Duero, había unas playas. Pero lo mejor de todo es que estaban en dirección oeste, lo cual quiere decir que el astro rey iba a ocultarse en el mar. Tamaño espectáculo es algo que no estoy acostumbrado a presenciar. En Salou el atardecer se produce a espaldas del mar.
Se trataba de una caminata considerable, así que mi amigo se lo pensó. Al final, el poder presenciar tamaño espectáculo se impuso al cansancio y me acompañó. El paseo resultó muy agradable, siempre a orillas del río presenciando bellos paisajes a caballo entre lo fluvial y lo urbano. Tras un par de horas, conseguimos llegar a mar abierto. Me sentí poco más o menos como Núñez de Balboa cuando llegó al Pacífico. Cuando quedaban sólo unos minutos para el momento cumbre, unas traicioneras nubes se instalaron en el horizonte para abortar el espectáculo. En ese momento le dije a mi amigo una frase de la que, un tiempo más tarde me desdeciría: "Las personas humildes no podemos tener sueños".
 Para volver al centro, segumos rumbo norte hasta el barrio Matosinhos, donde cogimos el metro, no sin antes emplear un buen rato en encontrar la estación. Es lo que tiene hacer turismo en zonas no turísticas.
 Esa noche volvimos a acercarnos al Duero. La imagen de las casas iluminadas desde el puente es impresionante. Con ella nos fuimos a dormir a nuestra séptima cama en siete días (dicho así parece que seamos unos Casanovas).
 Nuestro viaje casi llegaba a su fin. A la mañana siguiente nos despedíamos de Portugal.

martes, 3 de septiembre de 2013

Braga

La tentación de visitar una ciudad con un nombre que, por razones obvias, siempre me ha llamado la atención, era demasiado fuerte. Además siempre podía escudarme en la certeza de que Braga es una hermosa ciudad, digna de ser visitada mas allá de su curiosa denominación.
En el trayecto en autobús desde Coimbra, se empezaron a aparecer los primeros hórreos, que tanto me recuerdan a mi amada Galicia. Mientras viajaba de sur a norte, iba viendo cómo cambiaba el paisaje, recordándome en cada momento a las zonas españolas limítrofes con las portuguesas. Así, los pueblos blancos del Algarve como Lagos o Albufeira me evocaban a los andaluces. Los bosques de alcornoques del Alentejo guardan gran semejanza con los paisajes extremeños, siguiendo una zona de transición que bien pudiera ser una comarca del antiguo Reino de León. Hasta llegar al norte, que tiene muchos elementos comunes con Galicia.
El tradicional drama de encontrar el albergue no fue tal esta vez. Al lado de la estación pudimos consultar un mapa de una marquesina que nos indicaba que sólo distábamos unos 5 minutos de nuestro hogar por un día. Por ello no nos importó en absoluto tener que subir a pie 3 pisos con las maletas. Una simpática empleada, que además hablaba español, nos dio una cálida bienvenida. El albergue era ciertamente acogedor y estaba dotado de un estilo propio que se dejaba ver en todo tipo de detalles. No nos hizo tanta gracia que nuestra habitación, al igual que nos sucedió en Lisboa, contara con una sola cama, a pesar de que al reservar nos habíamos asegurado de leer la palabra "twin"(literalmente gemelos,es decir:dos camas). Se lo comenté a la empleada, pero me comentó que sólo disponían de camas dobles en las habitaciones privadas. Nos resignamos y salimos a conocer la ciudad. Con su amplio centro histórico perfectamente conservado, Braga nos demostró que es algo más que una ciudad con un nombre curioso.
Al volver al hostel, la empleada nos recibió con una agradable sorpresa. Una habitación de 4 literas iba a quedar libre, por lo que nos permitió dormir allí,en lugar de en la cama de matrimonio. Buen detalle que hace que un establecimiento marque la diferencia. Además nos ofreció una excursión al parque nacional Peneda-Gerês, situado unos kilómetros al norte de la ciudad, que alcanza hasta el límite de la provincia de Orense. No niego que me tentara, pero la actividad finalizaba a las 7 de la tarde, lo cual arruinaba nuestro apretado "timing". Otra vez será.
Tras cenar en el albergue, salimos a dar un voltio. Empezamos visitando un centro cultural donde se celebraba un concierto de rock. La gran mayoría del público lo presenciaba sentado en una especie de anfiteatro natural, excepto un personaje que bailaba dando llamativas cabriolas. Me quedó la duda de si era un "faltao" o un bailarín de enjundia.
Las calles de Braga también lucían de noche, pero me había dejado el plato fuerte para la mañana siguiente. Se trataba del santuario de Bom Jesus, situado en una colina a unos 5 kilómetros de la ciudad.
En el albergue nos habían comentado que para acceder había que coger un autobús. Pero no sabían con quién estaban hablando. Me calcé mis zapatillas de correr y enfilé la carretera, justo cuando empezaba a llover. Eso no frenó mi motivación. Más al contrario le dio un toque épico a la excursión. Llegado al pie del santuario me di cuenta que aún quedaba lo más duro. Cientos de escalones me separaban del objetivo. Había un tranvía que los eludía, pero a estas alturas no me iba a rendir, por muy mojado y exhausto que estuviera. Por fin coroné la empinada subida y pude visitar la iglesia. No me dijo mucho, quizá porque estaba pensando en la vuelta y en que me iba a tener que dar prisa para llegar antes del "check-out". Aproveché mi poderosa zancada para lanzarme a tumba abierta en el descenso, pudiendo llegar al albergue antes de las 12. Una ducha, cambio de ropa y como nuevo para afrontar la última etapa de mi viaje por tierras lusas.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Coimbra

A la hora de determinar los hitos de nuestro viaje, se presentó la duda de pernoctar en Évora o ir directamente a Coimbra tras haber visitado el Algarve. Elegimos la segunda buscando un mayor equilibrio norte-sur, pero había oído muchas cosas de Évora, y no me la quería perder. Es el drama del viajero curioso que quiere verlo todo, sabiendo que no es posible. ¿O sí? El cielo se abrió ante mis ojos cuando en la estación de Albufeira comprobé las combinaciones que unían esta ciudad con Coimbra.
La expedición más convencional empleaba unas 5 horas, pasando por Lisboa y supongo que tirando de autopista. Otra más audaz, necesitaba de 9 horas, pero hacía parada en unas cuantas ciudades, entre ellas Évora y nada menos que una hora. Nuevamente surgieron las discrepancias con mi compañero. Yo se lo dejé claro. Si quieres coge el "exprés", que yo haré la ruta larga. Triunfó el sentido común (desde mi punto de vista) y acabó por acompañarme. Estas 9 horas de trayecto fueron una auténtica delicia. El autobús se internó por carreteras secundarias, atravesando numerosas localidades, a cual más pintoresca. El plato fuerte fue la parada de una hora en Évora. Dejé a mi amigo en la estación y fui a hacer una visita relámpago. Valió la pena. No en vano se dice que Évora es una ciudad-museo. Haciendo una analogía, podría decir que es una es pecie de Toledo a la portuguesa. No hubiera sido mala opción para emplear un día entero.
Proseguimos el viaje entre privilegiados paisajes hasta que, casi sin darnos cuenta, llegamos a Coimbra, ya a punto de anochecer. No es fácil orientarse en una ciudad grande, y menos si es de noche y no se lleva un mapa. Así que nos costó lo nuestro llegar al albergue, que además estaba bastante lejos de la estación. El trayecto por calles anodinas no prometía mucho. Pero el voltio que dimos tras la cena nos permitió darnos cuenta que la fama monumental de Coimbra no es inmerecida.
A plena luz del día pudimos apreciar mejor la grandiosidad del campus universitario, las intrincadas callejuelas y las pinterescas plazas que hacen una delicia pasear por la ciudad. Eso sí, habrá que volver algún día del curso para ver el ambiente que producen los numerosos estudiantes de la universidad con más solera del país vecino.
Aprovechamos la presencia de un restaurante junto a la estación de autobuses para comer a precios de risa y nos dirigimos a nuestro próximo destino, dirección norte.