lunes, 7 de diciembre de 2015

Viaje a Vieques

 Al este de Puerto Rico hay un par de islas llamadas Culebra y Vieques, que conforman las llamadas Islas Vírgenes Españolas. Están unidas a la isla principal por ferri, y tenía curiosidad por visitar, al menos una de ellas.
 Dos razones me decidieron a visitar Vieques:
 1)Es más grande que Culebra y podría dar más juego.
 2)Mientras que la capital de Culebra se llama Dewey (almirante estadounidense que derrotó a Montojo en la Batalla de la Bahía de Manila ), la capital de Vieques es Isabel II (reina de España en el siglo XIX). Y puestos a homenajear, prefiero que sea a una reina española, aunque fuera un desastre.


 Hay varias formas de llegar a Vieques desde San Juan. La más cómoda y cara es un vuelo de unos 25 minutos. La más incómoda y barata es la que hice yo.
 El primer paso fue andar unos 45 minutos desde mi albergue a la estación de tren de Sagrado Corazón, donde tomé un tren urbano hasta Río Piedras. Allí tenía que buscar la estación de carros públicos y coger uno a Fajardo, ciudad situada en la costa noreste de Puerto Rico. Pregunté a un hombre que me explicó que había dos estaciones en la zona, y me indicó cómo llegar a ellas. Como suele pasar, la primera no era. Al llegar a la segunda, me encontré una furgoneta con gente esperando junto a ella.
 El sistema de transporte público boricua es muy curioso. No hay líneas regulares de autobuses  o trenes entre las ciudades, sino unas furgonetas donde caben hasta 8 ó 10 personas que hacen la ruta y parten cuando se considera que hay un número suficiente. Es decir, no hay horarios ni nada que se le parezca.
 En este caso, apenas tuve que esperar 10 minutos para que el conductor decidiera arrancar. Tampoco parecía muy reglamentado el sistema de tarifas. Un ayudante del conductor preguntaba a la gente dónde iba y les cobraba un precio. En mi caso, ya estaba informado de que si la furgoneta te dejaba en el centro de Fajardo te cobraba un precio (muy módico), que se triplicaba en caso de que te llevasen a la terminal de ferris.
 Nada más salir, vi que un joven escribió un mensaje en su móvil y se lo enseñó a una tinajera sentada junto a él. Le decía que le habían cobrado de más.
 5 minutos más tarde, otro joven que había pasado por el aro y había pagado el viaje a la terminal de Fajardo cambió de idea y le dijo al conductor que quería bajarse. Éste le dijo que sin problema, pero que no le podía devolver el dinero, ante el enojo del cliente, que se acabó bajando de malas maneras.
 Con cierta tensión en el ambiente, prosiguió el curioso viaje. La furgoneta iba dejando y recogiendo personas por el camino. Algunas aparecían a pie de carretera en mitad de la nada.
 El cielo se iba encapotando por momentos y nada más que puse el pie en Fajardo, empezó a llover torrencialmente. Curiosamente Puerto Rico estaba en estado de emergencia por sequía, ya que llevaba meses sin llover. Me pareció egoísta quejarme de la lluvia teniendo en cuenta cómo estaba el tema por allí.
 La astuciosa jugada de ahorrarme unos cuantos pesos al bajarme en el centro de Fajardo no me acabó de salir del todo bien, teniendo en cuenta que llegué al embarcadero como una sopa. Pero como dicen los entrenadores deportivos, uno ha de ser fiel a sus ideas. Y en ellas encajaba muy bien el precio del transbordador: dos dólares, por un trayecto de más de dos horas.
Esperando al ferri en Fajardo
  El ferri nos dejó en la capital de la isla (Isabel II), pero mi albergue estaba en la parte sur, concretamente en Esperanza. Por suerte, en el muelle había unas cuantas furgonetas-taxi esperando. Otro viajecito para el cuerpo, esta vez de unos 15 minutos y llegué a mi destino: un pequeño poblado a orillas del mítico mar Caribe.
Albergue Lazy Jacks en Esperanza
 Toda esta peripecia me la podría haber ahorrado cogiendo un vuelo desde San Juan. Pero si quiero estar cómodo y que no me sucedan percances inesperados, me quedo en casita.


jueves, 3 de diciembre de 2015

San Juan (II)

 De buena mañana y en ayunas (el humilde albergue no ofrecía desayuno) salí a recorrer la ciudad. Lo primero que hice fue visitar un supermercado para echar un bocado y, sobre todo curiosear por los anaqueles, que es una de mis experiencias favoritas cuando viajo al extranjero. En este caso, y a semejanza de lo que ofrece el país, se presentaba una curiosa mezcla hispano-estadounidense-caribeña, a precios poco populares.
 Un mango y una papaya deliciosos borraron la no del todo grata impresión del guanajito y me dieron fuerzas para afrontar el día. El sol tropical demostraba su merecida fama pegando de lo lindo a una hora tan temprana como las 9 de la mañana.
 Dirigí mis pasos hacia el Viejo San Juan, para ver de día lo que tan grata impresión me había causado de noche. Las calles seguían igual o más bonitas, pero lo que más me interesaba visitar era el Castillo de San Felipe del Morro, imponente fortaleza construida por los españoles en el siglo XVI, para defender la ciudad de sus numerosos y poco amigables pretendientes.
Nada más entrar, me recibió un empleado que vestía como el guarda forestal del  parque de Jellystone (el del oso Yogui). No en vano, los guardias del fuerte pertenecen al departamento de los parques nacionales de Estados Unidos.
Haciendo guardia frente a San Felipe
 La fortaleza es un edificio impresionante, y no me extraña que fuera inexpugnable durante más de 3 siglos, a pesar de los intentos de conquista, sobre todo por parte de holandeses e ingleses.  Me llamó la atención el detalle de que en el recinto ondearan 3 banderas: la estadounidense, la puertorriqueña y la cruz de Borgoña, antigua bandera militar de España.
 La entrada daba derecho a visitar el castillo de San Cristóbal, al otro lado del Viejo San Juan. Aproveché la jugada como era de esperar. El segundo no era tan espectacular como San Felipe del Morro, pero tenía su enjundia.
Vista desde San Cristóbal
 En España, antes de coger el vuelo, había cambiado algunos euros a dólares. Pero pensaba convertir el grueso en San Juan, esperando un cambio más favorable. Para mi sorpresa, no puede ver ninguna oficina de cambio de divisas en el Viejo San Juan. Pregunté en la oficina de turismo y me dijeron que no había ninguna, pero que en una joyería, quizá me pudieran cambiar. Probé en un lugar más lógico, como un banco, pero me dijeron que tenía que ser cliente. Luego me dí cuenta de lo que pasaba.  La gran mayoría de turistas que visitan San Juan son estadounidenses, por lo que no necesitan cambiar. El resto ha de apañarse como pueda. 
 Por lo menos, a la salida del banco me llevé una alegría. Llevaba puesta una camiseta de la Carrera del Ebro y un hombre me paró, hablamos un rato y me comentó que su abuelo era español (de Tarragona).
 Viendo que lo de conseguir dólares se me negaba, comencé la búsqueda de un adaptador de enchufe europeo a americano.  No encontré ninguno en todo el Viejo San Juan.  Ya de vuelta al albergue, pasando por un barrio humilde, probé suerte en una ferretería. Esta vez si hubo suerte, no sólo porque pude comprar el adaptador, sino porque el dependiente tenía ancestros asturianos, lo que dio pie a una animada conversación.
 Ya en las cercanías del albergue, el hambre apretaba. Así que visité un establecimiento de comida rápida para homenajearme con un bocadillo de 2 dólares, pagado con tarjeta de débito (no podía malgastar ninguno de mis preciados dólares en efectivo).
 El albergue no estaba muy lejos de la playa de Condado. Desde niño, había soñado en bañarme en  la típica playa con cocoteros. El gran momento se iba a hacer realidad. Aunque el trayecto hacia allí no fuera precisamente paradisíaco, teniendo que cruzar debajo de una autopista, en un entorno urbano poco agraciado. Pero allí estaba la playa con cocoteros (y muchos hoteles). Me sorprendió lo caliente que estaba el agua, parecían baños termales, y no es lo que apetecía bajo ese sol despiadado. Así que no estuve mucho tiempo.
Playa con cocoteros ¡Por fin!

 Como suele pasar, nuestros sueños son mucho más bonitos en nuestra imaginación que en la realidad. Ya habría tiempo de visitar playas más competentes.
 Un paseo por los alrededores del albergue me sirvieron para confirmar que, más allá del Viejo San Juan, la capital boricua no es una ciudad desbordante de encanto. Modelo usense con grandes avenidas y nula armonía arquitectónica.  Por si acaso, no está de más recordar que el Viejo San Juan coincide con lo que era la ciudad en la época española y el resto se edificó bajo el dominio estadounidense.  Como dijo Bernd Schuster: “No hace falta decir nada más”.
 Me aprovisioné de viandas en un Walmart para cenar en el albergue. En el gigantesco supermercado, casi se me saltan las lágrimas al escuchar a un niño decirle a su padre que tenía una peseta en el bolsillo. Y es que en Puerto Rico llaman así a las monedas de un cuarto de dólar (a los dólares los llaman pesos).
 El albergue estaba poblado de curiosos personajes. Entre ellos destacaba un ex-empleado del mismo, al que despidieron en su momento porque descuidó un rato sus labores en recepción para irse a echar un bocado en otro lugar. Esto fue aprovechado por unos cacos para desvalijar las taquillas del albergue. Evidentemente, eso no me hizo sentir muy seguro allí. Pero estábamos en el Caribe y había que tomarse las cosas tan relajadamente como quien le permitía pasarse por allí y estar como Pedro por su casa después de haberle despedido.
Al día siguiente tocaba madrugar, así que me fui pronto a la cama y pude dormir aceptablemente, a pesar del molesto aire acondicionado.



domingo, 22 de noviembre de 2015

San Juan (I)

 En un libro que tengo sobre el indómito aventurero Miguel de la Quadra-Salcedo, se dice que afirma que un español no lo es plenamente si no ha estado y sentido las tierras del otro lado del Atlántico.
 Hasta ahora no había visitado ningún país hispanoamericano. Así que ya tocaba. Tenía curiosidad por conocer aquéllos que más tardiamente se separaron de España, ya que, teóricamente presentarían más vínculos con la ex-metrópoli. La disyuntiva era Cuba o Puerto Rico. Siendo avisado de lo insistentes que son ciertos personajes en la primera para turistas solos y desamparados como yo, me decanté por la segunda, quedando Cuba en la lista de tareas pendientes.
Las casi 8 horas de vuelo  de Madrid a San Juan, no se me hicieron muy pesadas gracias a las tertulias y programas político-históricos que pude escuchar con mi mp3.
 La llegada al aeropuerto, con los engorrosos controles para entrar en los Estados Unidos y la mayoría de carteles en inglés, me transmitieron la misma sensación que había tenido en mis anteriores visitas al país norteamericano. Pero no me hizo la misma gracia en Nueva York, que en una isla caribeña. Por lo menos el policía del control me habló en español.
 Del aeropuerto a mi albergue había una distancia considerable, que obligaba a coger transporte público. Me había informado y, por lo visto, el hacer el trayecto en autobús era poco menos que una odisea.
 Ya anochecía en San Juan, y dejé a un lado mi tradicional niunclavelismo para coger un oneroso taxi. La música local que tenía sintonizada el taxista, me hizo sumergirme en el ambiente caribeño. Pronto subí a la superficie cuando me dejó en un barrio de lo que parecían ser los bajos fondos de la ciudad. En recepción me atendió un simpático muchacho de raza negra que no hablaba español. Para acabar de desconcertarme, me comentó que era alemán.
 La habitación era muy humilde, incluso para los estándares de un albergue. En ese momento me hice la clásica pregunta que uno se hace cuando tras un largo viaje, no ha llegado a lo que se dice, un paraíso: ¿Qué c.. hago yo aquí?  La llegada de dos compañeros de cuarto, cortaron la cadena de pensamientos oscuros que poblaban mi cabeza. Se trataba de una chica colombiana y un individuo panameño. El compartir idioma y acervo cultural con ellos me hizo, por un momento, sentirme menos desamparado.
 Pero no había recorrido miles de kilómetros para quedarme en una habitación, y menos si era de estética tan poco afortunada como aquélla. Así que le pregunté al recepcionista cómo llegar al Viejo San Juan. No me conocía mucho, ya que me dijo qué autobús había que coger, advirtiéndome que a la vuelta debería coger un taxi, ya que entonces no habría líneas de transporte público abiertas. Buen chico yo para coger dos taxis en el mismo día.
 Antes de lanzarme a la exploración urbana, acudí, aconsejado por mis compañeros de habitación, a un puesto de comida callejera.El vendedor me dijo lo que tenía, todos nombres exóticos para mí. Podría haberle preguntado qué es cada cosa, pero me gustan las sorpresas, así que me decidí por el guanajito. Por si acaso, lo pedí pequeño. Y bien que hice, porque se trataba de unos trozos de plátano hervido que acompañaban a algo indefinido que tenía toda la pinta de ser tripas. ¿Cómo un nombre tan simpático e inofensivo como "guanajito" puede nombrar a las entrañas de un animal?
 Me comí lo justo para saciar mi hambre y aún porté un rato más el recipiente que aún estaba por la mitad. El barrio por el que me movía no parecía muy seguro, y el guanajito era la única arma con la que contaba.
Plaza de San Juan Bautista. Al fondo se vislumbra el castillo de San Cristóbal
 Tras casi una hora caminando por avenidas un tanto anodinas, apareció en el horizonte una fortaleza de estilo colonial (el castillo de San Cristóbal), que marcaba el inicio del Viejo San Juan. El panorama cambió radicalmente al internarme en sus encantadoras calles coloristas y llenas de ambiente. No sin razón, el casco viejo de la capital boricua está declarado Parimonio de la Humanidad por la Unesco. Ya habría tiempo de explorarlo en profundidad. El cansancio del viaje empezaba a notarse y el albergue no estaba cerca, así que no estuve mucho tiempo por la zona.
Viejo San Juan

Ya en mi habitación la noche no fue todo lo plácida que hubiera deseado, debido al atronador sonido del aire acondicionado que era el único (y molesto) lujo con el que contaba la habitación.
 Cuando todos dormían, en un sigiloso movimiento, lo desconecté y por fin, pude descansar.

martes, 3 de noviembre de 2015

Córdoba

 Gracias al AVE, el trayecto de Jerez a Córdoba se hizo muy liviano. No estoy muy de acuerdo con que se hayan hecho tantos kilómetros de ferrocarril de alta velocidad en España. El otro día Rajoy sacaba pecho diciendo que somos el segundo país del mundo en kilómetros de vía rápida. Tendría que haber dicho la verdad: que somos el país del mundo con más gasto per cápita en este tipo de trenes, que si son caros para viajar en ellos, son carísimos para construirlos y mantenerlos.
 Pero ya que me lo han hecho pagar con mis impuestos, no iba a dejar de utilizarlo, sobre todo aprovechando alguna promoción.
 La estación de tren de Córdoba está en la zona norte, a las afueras. Como suele pasar, tocaba pateada de las buenas hasta el albergue, situado en el corazón de la ciudad. El primer tramo, por amplias avenidas, se llevó bien. Más complicado fue el trayecto conforme me acercaba al centro, por calles estrechas y llenas de turistas.
Típica calle cordobesa
El albergue estaba ubicado en un edificio típico con su patio cordobés y a una distancia ínfima de la Mezquita-catedral. Bueno, bonito y barato. Además junto al mismo, está un bar donde hacen unas tortillas de patata gigantescas. No me iba a ir sin probarlas, así que me tomé una ración acompañada de unas patatas bravas. Dejando aparte la redundancia de solanáceas, la tortilla estaba muy buena (parece que cantidad y calidad no son incompatibles) y de las patatas bravas recalentadas al microondas, seré diplomático y diré que me quitaron el hambre y no eran caras.
Cuña de tortilla  (del corte se deduce el mamotreto original)
 Cargado de hidratos de carbono, me dediqué a callejear por la ciudad. ¿Qué decir de Córdoba que no se haya dicho ya? Cada pueblo que la ha habitado ha dejado su huella, para conformar un conjunto histórico-arquitectónico excepcional.
  Bajando a temas más mundanos, salí del centro en busca de viandas para poder cocinar en el albergue. Fui nada menos que al supermercado del Corte Inglés. Aunque sea caro, siempre iba a salir más barato que comer fuera, así que no me privé de productos exóticos y deliciosos.
 Ya en el albergue conocí a mis compañeros de cuarto que eran dos marroquís y una británica, un tanto españolizada. También andaba por el edificio un romano, al que se me olvidó echarle en cara  lo brutos que fueron sus antepasados cuando anduvieron por Hispania. ¿Qué es una tontería? Digánselo a los indigenistas americanos que nos reclaman algo parecido. Ya me ha tocado aguantar la chapa de alguno.
 Me tomé la noche con tranquilidad, aprovechando para reposar en las hamacas de la terraza al aire libre del alberge, charlando con mis compañeros. Por un momento, este viaje parecían unas vacaciones.
 A la mañana siguiente hice una jugada tan astuciosa como niunclavelista. Visité el Alcázar de los Reyes Cristianos y la Mezquita-Catedral en el intervalo de una hora, para aprovechar que durante ese lapso, la entrada es gratuita. No es que me diera tiempo a explorar todos los recovecos, pero por lo menos puedo decir que he estado en ambos.
Alcázar de los Reyes Cristianos (hasta me dio tiempo a hacer fotos)
 Empalmé esta doble visita con el ya tradicional "tour gratuito" por la ciudad.  Ruinas romanas, edificios de Al-Ándalus, del Siglo de Oro Español, una sinagoga, patios andaluces.., Todo esto y más ofrece Córdoba. Sobró, eso sí, la "parada para descansar" en un bar y las gracias un tanto preparadas de la guía, que, a diferencia de la que nos había conducido en Granada, no se cortó un pelo en reclamar la propina al final del trayecto.
 Ya estaba visto lo más renombrado de Córdoba. Pero habiendo fuerzas y tiempo, no pude evitar seguir pateando durante todo el día, sin dejar de encontrar puntos de interés.
 Esa noche brindé con sidra en el albergue para celebrar mi despedida de Andalucía. No lo hice como Boabdil, con lágrimas, más que nada porque pienso volver en el futuro.
 Pero aún quedaba algún cartucho para la mañana siguiente. Le comenté la jugada de visitar la Mezquita sin coste a una finlandesa del albergue y, a pesar de que allí atan los perros con longanizas y la enseñanza es infinitamente mejor que la nuestra, se apuntó al plan. Esta vez pude fijarme un poca más en la grandiosidad del monumento, y del pegote que supone haber clavado una catedral en medio que, en otra ubicación, hubiera lucido bastante.
Hay mezclas que no me acaban de convencer
 Con esta visita de postín, concluyó mi periplo cordobés y andaluz. Tocaba volver a casa, aunque en estos 8 días por el sur, me había sentido como en ella. No tardaría en tener la misma sensación, pero en un destino mucho más lejano.




sábado, 24 de octubre de 2015

Jerez de la Frontera

Tras haber hecho las etapas Huesca-Granada y Granada-Cádiz, el ir de esta última a Jerez de la Frontera fue un paseo de media hora. Muy distinto es llegar a tu destino descansado y con todo el día por delante.
 Esta vez el albergue estaba bastante alejado del centro. Además, un panel con un plano de la ciudad, que me hubiera servido para hacerme una idea de la ruta, situado junto a la estación de autobuses, estaba roto. Así que tocó preguntar. Una señora me orientó y más adelante pregunté a un hombre. Éste se mostró muy amable. Me recomendó la ruta a seguir, evitando un barrio humilde e incluso me acompañó un tramo para dejarme ya enfilado. Habiendo gente así, no entiendo por qué muchos se empeñan en descargarse aplicaciones para orientarse con el móvil.
 Ciertamente, el albergue no estaba situado en la zona noble de la ciudad. Pero se trataba de un imponente y moderno edificio con unas magníficas instalaciones, incluyendo piscina.
Piscina de enjundia en el albergue
 Había reservado una habitación compartida para dos personas, pero no apareció nadie más y esa noche la iba a pasar solo y desamparado.
 Dejé mis bártulos, y partí a explorar la ciudad. Acudí a la oficina de turismo, que en ese momento estaba cerrando. La empleada, que me vio venir, me entregó un mapa mientras cerraba el garito. Le pregunté por visitas a bodegas, y me dijo que esa tarde sólo abría Tío Pepe, y la siguiente visita era en una hora. Aproveché el lapso para comer y me dirigí a la bodega.
 Estudié con inteligencia la situación y vi que había otra visita dos horas después. Tiempo suficiente para ir al albergue, echarme una mini siesta, y pegarme un baño en la piscina (Jerez en agosto tiene "tela").
 La visita a la bodega tuvo su interés. Hubiera preferido verla en funcionamiento (deformación académica), pero las instalaciones están destinadas a mostrar la historia y curiosidades de la compañía, más que a enseñar el proceso "in situ". De hecho, imagino que el grueso de la producción de los Tío Pepe y compañía debe de estar en otro lugar.
 Había muchos barriles firmados por personajes que habían visitado la bodega. Algunos muy populares y otros un tanto olvidados (por ejemplo, los pilotos españoles de Fórmula 1, Luis Pérez Sala y Adrían Campos). A nosotros no nos pidieron firmar. Tiempo al tiempo.
Personajes ilustres dejaron su sello en la bodega
 Al final de la visita, nos llevaron a una sala de cata. La entrada incluía dos degustaciones de vino, un Tío Pepe (fino) y otro más dulce tipo "Cream". Compartí la cata con una simpática italiana que también había ido sola a la visita. Coincidimos los dos en que no nos gustaron tanto los vinos como un mosto que solicité a la empleada aprovechando que se le acababa de ofrecer una jarra a unos niños. Si Tío Pepe levantara la cabeza...
 Empleé el resto de la tarde-noche para recorrer las calles jerezanas. Aparte de la gran cantidad de bodegas que pueblan el casco urbano, no faltan los monumentos y lugares de interés. Daba la impresión de haber sido una ciudad muy rica en el pasado. Haciendo simil con su vino, Jerez me pareció una ciudad con solera.
Jerez de la Frontera
 Aproveché que estaba solo en el cuarto para dormir como un campeón, y pude disfrutar de un copioso desayuno en el albergue. Quería hacer una excursión ese día, y estuve dudando entre Ubrique (como homenaje a la etapa Loja-Ubrique de la Vuelta 90) y Arcos de la Frontera. Finalmente me decanté por esta última, ya que había mejor combinación de autobús.
 Arcos de la Frontera está entre los denominados "Pueblos Blancos", debido a que el encalado de sus casas les otorga ese característico color a las fachadas. Por si eso no le diera el suficiente empaque, Arcos está situado sobre un cerro y cuenta con una notable colección de edificios históricos.
Arcos de la Frontera
 El sol de justicia que caía sobre la ciudad hizo que la experiencia de caminar por las empinadas e inmaculadas calles fuera muy intensa.  Tras haber oteado el horizonte desde el imponente mirador de lo alto del cerro, ver los palacios e iglesias por fuera y perderme por el laberinto de callejuelas durante un par de horas, decidí volverme a Jerez.
 Tras el más que necesario baño en la piscina del albergue, mi siesta fue abruptamente interrumpida por un inesperado compañero de habitación. Se trataba de un motero asturiano que no paró mucho por la habitación. Tampoco yo, ya que, una vez que Morfeo se fue por otras latitudes, salí de exploración.
 Esa tarde recorrí la zona norte de la ciudad, con amplias avenidas y parques , no exentos de interés. Cansado de acudir en solitario a recintos de hostelería, y en un alarde de cutrez y espíritu adolescente a partes iguales, decidí cenar sentado en un banco de la calle una sabrosa bolsa de patatas fritas locales  regadas por una "Estrella del Sur". No menos propia de tinajeros fue la risita que se me escapó al encontrarme con la calle denominada "Paseo de Sementales". Algún dia maduraré (creo).
 Ya de vuelta, en la entrada del albergue, me encontré con la transalpina con la que había compartido la cata de Tío Pepe. Entonces me había dicho que se estaba alojando en una pensión del centro y no estaba muy contenta, así que le hablé bien del albergue, por lo que se ve, con el suficiente énfasis. Pero no pasé la noche con ella, como hubiera sido de esperar, sino con el motero asturiano, que se portó bien y no roncó demasiado.
 Aún apuré mi última mañana en Jerez para seguir callejeando. La verdad es que la ciudad da para bastante. Es grande y hay mucho que ver.  Aunque mi última escala de mi viaje tampoco se iba a quedar atrás.

 



 

lunes, 19 de octubre de 2015

Cádiz (y II)

Esa noche, el albergue ofrecía barra libre de sangría a los huéspedes que abonaran 5 euros. Más que por beber sangría, que no es, ni mucho menos mi bebida favorita, me apunté al evento como acto social.
 Una simpática francesa se ocupó de preparar el brebaje que, poco a poco atrajo a más huéspedes. La organización cometió el pequeño pero craso error de no comprar algo de picar, así que procuré no beber demasiada sangría, aunque fuera a costa de no rentabilizar mi inversión.
 A medianoche, se nos desalojó amablemente de la terraza donde estábamos bebiendo. A esas alturas ya habíamos formado un grupo y decidimos continuar la fiesta por las calles gaditanas. Esa noche, se celebraba en la ciudad el "Carnaval de Verano". Ello significaba que, al igual que en el Carnaval de febrero, las agrupaciones iban a interpretar disfrazadas por las calles las famosas chirigotas, canciones satíricas que, en forma de rima, suelen referirse a temas de actualidad.
 Las calles de Cádiz estaban abarrotadas y el ambiente era totalmente festivo. Las agrupaciones se dispersaban por todos los rincones de la ciudad, y junto a ellas, se arremolinaban grandes grupos de personas escuchando. Tan grandes que, en la periferia, costaba seguirlas. Y si a mi me costaba, a los extranjeros del grupo, no digamos, que además se enfrentaban a la jerga gaditana. Por ello, no estuvimos mucho tiempo rondando y nos metimos en un garito. No me motivaba mucho estar en un bar con el mismo ambiente que pueda haber en cualquier ciudad europea, mientras afuera se estaba celebrando algo totalmente genuino. Así que no tardé mucho tiempo en desmembrarme del grupo  y vagar en solitario (es un decir, dado la cantidad de gente) por las animadas calles gaditanas.
 Tras unos cuantos intentos, por fin encontré un lugar donde se escuchaban bien las chirigotas. Me gustaron mucho, y al resto de la gente también. No tanto a una vecina que no podía dormir y se asomó al balcón para pedirnos que se acabara la función.  La agrupación le dijo que "una más y nos vamos". Pero antes de que acabaran la última, salió el marido de la señora al balcón descamisado y fuera de sí, haciéndonos el mismo ruego que la señora, pero con formas mucho más primitivas y amenazadoras.
 Un espectador "espabilao" se hizo el machote y le dijo al enfurecido sujeto que bajara. Al minuto, vi como un grupo de gente que estaba en una esquina se apartaba cual encierro de San Fermín, y a modo de astado, el vecino apareció corriendo hecho una furia armado con dos palos de escoba. Mi situación era un tanto comprometida, ya era de los primeros del grupo con los que se encontró en su furiosa andanada. Se puso a jurar delante de mí mientras yo intentaba calmarlo con gestos. En ese momento,a otro "espabilao" del medio del grupo no se le ocurrió otra cosa que gritar mentando a su madre. Allí el vecino acabó de perder los papeles y lanzó los palos de escoba al tumulto. Yo aproveché el desconcierto para alejarme de la primera línea y pude ver a un chaval al que había impactado uno de los palos, con sangre en la cara. En sólo unos minutos, el ambiente festivo se había transformado en una crónica de sucesos, donde no tardó en aparecer la policía. Desaparecí de allí tan rápido como pude e intenté escuchar alguna chirigota más de los grupos que aún quedaban, pero no estaba yo para muchas coñas, así que me fui a dormir con el susto en el cuerpo.
Chirigota (esta creo que acabó mejor)
Aproveché mi última mañana en la ciudad para visitar el Museo de las Cortes de Cádiz. En 1812, en plena invasión napoleónica, el Gobierno de España se había tenido que trasladar a Cádiz, prácticamente el último reducto a salvo de los "ilustrados y civilizados" franceses.
 Allí se convocaron unas cortes que redactaron la famosa Constitución de 1812, conocida como "la Pepa", siendo la primera de nuestra historia. Para ello se congregaron  diputados de toda España, que en aquel momento también incluía los territorios americanos y las Filipinas.
 El museo en cuestión cuenta con objetos y cuadros alusivos a dicho periodo, incluyendo una enorme maqueta en madera de la ciudad.
Museo de las Cortes de Cádiz
 La verdad es que vale la pena visitar el museo, a poco que se esté interesado en la historia. Para una ciudad pequeña como Cádiz, debió ser todo un acontecimiento albergar un hecho tan importante y acoger en sus calles personajes tan notables.
 Al salir del museo, di mi último paseo por la ciudad, sin dejar de descubrir rincones plagados de historia y encanto, para dirigirme a la estación de autobuses. Mi siguiente destino no andaba muy lejos, aunque cuenta con una atmósfera muy diferente.
 A pesar de algún que otro "incidente", me llevé una gratísima impresión de Cádiz, que aúna historia, arquitectura, gastronomía, buen clima y ambiente.  Como dicen por allá, "musho Cádiz".


jueves, 15 de octubre de 2015

Cádiz (I)

 Unas cuantas horas separaban Granada de Cádiz, mi siguiente destino.
 A pesar de lo largo del trayecto, se me hizo bastante llevadero al contemplar los paisajes andaluces.  Además el autobús pasó por Sevilla, y así me ahorré emplear una noche en la ciudad, que sin duda lo vale (y unas cuantas más), pero ya estuve hace unos años, y en 8 días no se pueden hacer milagros. O se hacen al instante,o no se pueden hacer.
 Nada más llegar a Cádiz, me llamó la atención una inmensa bandera española, a la que le auguro muy poca vida, a tenor de la ideología de los actuales inquilinos del consistorio.
  Por si no hubiera tenido suficiente alegría al ver tamaña bandera, mi albergue estaba a sólo 2 minutos de la estación, y no hubo problema en encontrarlo.
  Mi primera impresión sobre el centro de Cádiz, no pudo ser más positiva. Aparte de la armonía y buena conservación de su casco histórico, abundan las placas que evocan acontecimientos y personajes que han desfilado por la Tacita de Plata en su dilatada historia. Por si eso fuera poco, la peculiar situación geográfica de la ciudad, en forma de península, con el mar casi rodeándola, le otorga aún más encanto.
Cádiz
 Aproveché la ocasión para quedar con una amiga de Huesca que se había trasladado recientemente a Puerto Real (al otro lado de la bahía). La tarde se prestaba a un baño en la playa. El tiempo que tardamos en aprovisionarnos de viandas y en conseguir la ropa necesaria fue suficiente para que la tarde se tornara en desapacible, así que desistimos de sumergirnos en las aguas atlánticas. Nada mejor para superar la decepción que degustar la afamada gastronomía local. El cazón en adobo frito resultó ser un suculento manjar, a años luz de su primo hermano británico, el popular "fish & chips".
 Nuestro escaso conocimiento del sistema de transportes de la bahía, hizo que estuviéramos casi una hora esperando al autobús que devolvió a mi amiga a Puerto Real.
 Haciendo de la necesidad una virtud, aproveché mi recobrada soledad para patearme a conciencia la parte antigua, tras lo que fui a dormir al albergue, donde compartía habitación con 3 portugueses.
 Quería aprovechar el día siguiente para conocer la provincia. Difícil decisión cuando hay tanto y tan bueno por ver.  Me tiró el recuerdo de las peripecias de Elcano y Magallanes y me decanté por visitar Sanlúcar de Barrameda, localidad costera, antiguo puerto de la ruta de las Indias y muy próximo al coto de Doñana. Como se puede ver, no le faltan encantos. Aunque yo, tras dar un paseo por el centro decidí visitar un barrio de pescadores. Craso error, que me hizo perder más de una hora caminando por las afueras para llegar a un lugar sin mucho encanto.
 No se puede decir lo mismo del centro de Sanlúcar, rico en monumentos, bodegas y calles pintorescas.
Sanlúcar de Barrameda
 Aún quedaba tarde, así que fui a la estación de autobuses para planear otra visita. Según un mapa turístico que me había agenciado, Chipiona estaba relativamente cerca, por lo que me planteé ir andando. La empleada de la estación me dijo que estaba más lejos de lo que parecía, pero me recomendó otra opción, que fue por la que me decanté (en buena hora).
 Cogí  un autobús a Costa Ballena, un complejo turístico entre Chipiona y Rota. La idea era seguir la playa hacia el sur, hasta llegar a Rota. Y así lo hice. Empecé a caminar con buen paso por un paseo marítimo bajo un sol de justicia.  Al rato, se terminó el camino y tuve que bajar a la arena. 
 Andaba, andaba, y la playa no parecía tener fin. Hasta que llegué a unas rocas que me impidieron el paso. Me interné tierra adentro hasta que encontré una carretera con un cartel que señalaba a Rota. No sabía cuánto me faltaba, pero sí que iba por el buen camino.
Costa Ballena: la playa interminable
 Caminar por el arcén con el calor de agosto fue una experiencia cercana al masoquismo. Y eso cuando había arcén. Por suerte, el tráfico era más bien escaso.  Ya con la reserva, aparecieron las primeras casas en lontananza. Pero Rota no es ningún pueblecito marinero,sino una ciudad bastante extensa y aún empleé media hora más en llegar al centro. El cansancio y las prisas por encontrar la estación para coger el último autobús del día, hicieron que no prestara mucha atención a los encantos del lugar.
 A la entrada del puerto, pregunté a un señor por la estación. Mi ánimo acabó de derrumbarse cuando me dijeron que cogiera un autobús urbano, ya que estaba muy lejos. Pero a la vez que me hundía, el simpático roteño me dio la tabla de salvación, recomendándome coger el barco. Efectivamente, había un barco de transporte público que unía Rota con Cádiz, al mismo precio que el autobús. Saqué el billete para una hora después, e invertí ese lapso para visitar Rota con un poco de calma. No es Sanlúcar, pero no está mal.
Rota

El paseo en barco hasta Cádiz, me permitió relajarme, respirar la brisa marina y descansar del día tan extenuante que había tenido. Falta me iban a hacer las fuerzas, pues la noche se presentaba movida.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Granada (y II)

 Para empezar el día, había pensado en hacer un  tour gratuito por el centro de la ciudad.
 Al llegar al punto de reunión, me encontré con dos empresas distintas que hacían exactamente lo mismo. Ya la teníamos liada. Con lo que me cuesta tomar decisiones...
 Había unas listas para apuntarse, y lo hice en la que había menos gente, por aquello de repartir la riqueza (aunque sea más bien de derechas, tengo algún tic comunista). Lo que no me había fijado es que mi tour salía media hora más tarde. Así que, aparte de tener que esperar un rato más para empezar, vi como empezaba a venir gente hasta formar un grupo de enjundia. Afortunadamente, nos dividieron en 3. No puede decirse que salir mal parado en el reparto, ya que mi guía fue presentada como "miss free tour". Además  demostró mucho conocimiento y, sobre todo una gracia natural que hizo muy amena la visita.
Tour "gratuito" por el centro de Granada
 Recorrimos el centro de Granada que, a pesar de no ser tan reconocido como la Alhambra y el Albaicín, tiene mucho que ofrecer. La única nota negativa del paseo, fue que ya,casi al final, la hasta entonces intachable guía, nos dejó en un bar durante unos 15 minutos para que "descansáramos". Con el calor reinante, era difícil evitar echarse un trago, que, para más INRI ofrecía una tapa irrisoria. Buen chico yo para caer en la trampa... Tampoco lo hizo una pareja valenciana a la que tampoco le pareció muy bien la jugada. Al final del tour me fui con ellos a echar un trago donde, esta vez sí, daban una tapa digna de tal nombre.
 Para el segundo día, ya no sólo buscaba una cama para descansar. Quería algo de interacción social en mi alojamiento. Así que fui que volví a la residencia  a coger el maletón y me dirigí a un albergue más cercano a la Alhambra y con más vidilla. El estilo sobrio y un poco retro del primer establecimiento dio lugar al colorido y estilo juvenil del segundo.
 Tocaba compartir cuarto, y en ese momento había una coreana que, para mi decepción morboso-sociológica, no era del norte.
 Había llegado el momento de visitar la Ahambra, o por lo menos acercarme todo lo posible a ella, ya que no había conseguido entrada. Hay que sacarla con muchos días de antelación.
  Probé suerte en la taquilla, pero no coló. Así que recorrí los aledaños y pude hacerme una ligera idea de lo que me había perdido. Hay que ver el lado bueno: ya tengo excusa para volver a Granada.
Poderosa tapa
 Nada mejor que una poderosa tapa para subir la moral y estar preparado para el segundo tour del día: Sacromonte.
 Empezamos internándonos por el Albaicín, auténtico laberinto de callejuelas estrechas y llenas de encanto. Según nos comentó la guía, hace unos años, esta zona estaba totalmente degradada. Pero de un tiempo a esta parte, se ha puesto de moda y las casas alcanzan precios astronómicos.
Magníficas vistas
 Conforme ascendíamos por las empinadas cuestas, las vistas sobre la Alhambra y el resto de la ciudad mejoraban. Llegamos incluso a salirnos del casco urbano subiendo una colina, en la que, al otro lado nos esperaba el barrio del Sacromonte, conocido por la presencia de cuevas excavadas en la roca a modo de viviendas y la presencia de numerosos tablaos flamencos. Sin duda, una visita que merece la pena, por ser algo totalmente original.
 Al final de la ruta, la guía, que siempre había hablado de "tour gratuito", demostró su timidez al finalizar el recorrido sin solicitar el "aguinaldo". Nos dejó un tanto desconcertados (soy niunclavelista, pero hasta un límite), hasta que un hombre exclamó: ¡Pero te podremos dar una propina!. Y así lo hicimos, ante su azoramiento que, seguramente será mucho menos cuando se foguee en el oficio.
Sacromonte
 Ya de vuelta al albergue, vi que organizaban una ruta de tapas. A pesar de que cobraban 3 euros, no dudé en apuntarme en aras de socializar un poco.  Mientras esperaba la hora, entablé conversación con una italiana que estaba merodeando mientras sus compañeros de cuarto dormían.  La convocatoria no tuvo mucho éxito y se suspendió por falta de quórum. Pero yo quería tapas, así que le propuse a la italiana que creáramos nuestra propia ruta, y junto a una inglesa que acababa de llegar al hostel, partimos al corazón de la ciudad.
 Habiendo tantos bares donde elegir, nos costaba un poco decidirnos, y anduvimos un poco errantes. Quizá hizo que la transalpina se despidiera súbitamente del grupo tras haber disfrutado de una sola tapa. ¿Acaso la "despedida a la italiana" sea un híbrido entre la convencional y la francesa? Es decir, digo adiós, pero de repente y sin dar ninguna exlicación.
 El nuevo grupo hispano-británico fue más operativo y tras la segunda tapa fuimos a un mirador situado en el Albaicín con vistas a la Alhambra, que estaba muy animado, con improvisados guitarristas y cantaores.
La conversación con Beccah fue más que interesante, y supuso un gran colofón para mi estancia en Granada. Ni siquiera lo empañó el que apenas pudiera dormir en el albergue, entre otras cosas, por el molesto ruido del ventilador con el que contaba mi habitación. ¿O será que las emociones que provoca este monumento hecho ciudad que es Granada hacen que sea difícil conciliar el sueño?

jueves, 24 de septiembre de 2015

Granada (I)

  Ahora que parece que el mercurio se está encogiendo, es hora de narrar mis viajes estivales con un poco de perspectiva.
 Como me suele pasar, y debido a uno de mis defectos, que es la procrastinación, me suele "pillar el toro" y no acabo de materializar mis proyectos más ambiciosos. Esta vez se trataba de viajar a las entrañables Islas Filipinas, pero cuando me di cuenta de que, entre otras cosas, no llegaba a vacunarme ni de casualidad, decidí cambiar de planes, aprovechando que entre mis virtudes está la capacidad de improvisación y el talento natural.
 Así que decidí montar sobre la marcha un viaje por Andalucía, tierra que he visitado un par de veces, pero que seguía siendo una gran desconocida para mí.
  Quería dejar todo cerrado, así que la noche anterior a mi partida, en un esfuerzo logístico de envergadura, reservé todo el alojamiento y los desplazamientos.
 Hábilmente, hice coincidir este viaje con el grueso de las fiestas patronales de Huesca que, aparte del mítico Chupinazo del primer día, no justifican, a mi entender, emplear una valiosa semana de vacaciones en salir de marcha todos los días, que es lo que acabo haciendo siempre.
 Mi periplo hacia el sur empezó a las 7 y media de la mañana, en un autobús que me llevó a Zaragoza en compañía de muchos jóvenes que habían "disfrutado" de la noche laurentina y volvían a sus lugares de origen (principalmente Almudévar y Zaragoza).
 En la capital del Ebro hice trasbordo cogiendo otro autobús que me llevaría a Granada, previa parada en Madrid. La primera parte del viaje es bastante anodina, con paisajes muy vistos. De Madrid para abajo, se animó un poco la cosa. Y no es que las llanuras manchegas sean muy variadas. Pero, aparte de estar menos trilladas, cuentan con el encanto de haber sido pateadas, aunque fuera en la ficción, por el Ingenioso Hidalgo Don Quijote y su escudero Sancho.
En un lugar de la Mancha
 Tras cruzar el mítico Despeñaperros, el autobús hizo una parada en un área de servicio. Algo que no tiene ningún interés, a menos que se tenga la vejiga a plena carga. Pero en este caso supuso empezar a escuchar el entrañable acento andaluz (en una de sus múltiples variantes) que me iba a acompañar durante toda la semana.
 Casi 12 horas después de haber partido de Huesca, llegaba a la estación de autobuses de Granada, que está a las afueras. No me fue fácil encontrar el albergue. A falta de GPS o plano de la ciudad, contaba con una brújula y un esquema de calles principales, que, normalmente, no sirve para mucho. Pero lo cierto es que eso le da más emoción al asunto, y además da pie a interaccionar con la gente local, que muy amablemente, me fue orientando.
 Había planeado pasar dos noches en Granada. Astuciosamente, reservé alojamiento en dos lugares distintos, que se adaptaban a mis necesidades. La primera noche, tras el madrugón y la paliza de viaje, me alojé en una residencia universitaria con habitación individual, aunque con precio de habitación compartida para 10.
 La residencia en sí, y la zona universitaria se encontraban prácticamente vacías, así que no tardé mucho en enfilar mis pasos hacia el centro, que estaba bastante más animado. Aproveché para degustar mi primer "pescaíto frito" y me dirigí a los alrededores de la Alhambra. Como por mucho que escriba, no podré ni acercarme a expresar la impresión que produjo en mí ver semejante maravilla, me limitaré a poner una foto que, aunque sea mala, será mucho más gráfica.
Sin palabras
 Me interné por el Albaicin de noche y para completar la jornada, probé una de las inmensas tapas que dan fama a la ciudad.
Tapas de enjundia
 Gastronomía aparte, la primera toma de contacto con Granada, me había causado una gran impresión. Mucho que ver ( y que comer), en un entorno privilegiado.
  Como había previsto, la residencia universitaria fue un remanso de paz, lo que me permitió dormir con contundencia, y recuperar fuerzas para mi segundo asalto a la ciudad.

miércoles, 29 de julio de 2015

XL TRAVESÍA AL PANTANO DE ARGUIS

 El pantano de Arguis está situado a unos 20 km al norte de Huesca. Más destacable para mí que la belleza de su entorno entre montañas de la Sierra de Guara, es la carretera que lleva hasta él. En mi adolescencia, la subida a Arguis en bici era una de las etapas más míticas de nuestra particular "Vuelta a Huesca", con sus 6 kilómetros de exigente (para nosotros) subida. Más de una vez me hubiera dado un chapuzón en sus aguas, pero nunca me decidí.
 Hasta que hace unos días vi un cartel en la calle anunciando una prueba de natación en el pantano. Mi único contacto con el líquido elemento (higiene personal aparte) este año han sido dos baños cerca de Salou y unos chapuzones en Benidorm. Pero mi estado cardio-vascular es bastante bueno debido a mi afición por correr. Así que lo tenía medio pensado cuando en un foro de whatsapp (sí, alguna vez tienen utilidad práctica) una chica manifestó su deseo de participar . Ello me dio el empujón que me faltaba.
 El día de antes, y para dar mayor imagen de profesionalidad, me hice con un bañador semipaquetero, un gorro y unas gafas, con los que mi parecido a David López Zubero era asombroso. Evidentemente en la actualidad, no cuando ganó la medalla en Moscú.
 Al llegar al pantano vi que mis rivales iban a ser de enjundia. La mayoría lucían distintivos de clubes y se los veía muy finos. Mi amiga no es Mireia Belmonte, pero por lo que me dijo, llevaba muchas horas de piscina este año. Así que el farolillo rojo llevaba mi nombre...si conseguía terminar.
 La prueba consistía en nadar hacia una isla situada en medio del pantano, rodearla y volver al mismo punto, lo que suponían 1200 metros de nada. La ignorancia es atrevida, así que yo estaba de lo más confiado esperando empezar la travesía.
 La salida fue un momento un poco comprometido. La temperatura del agua era agradable, pero yo no estoy acostumbrado a nadar rodeado de gente. Y hay que estar muy atento para no chocar con los brazos y piernas que aparecen por todos los lados.
Foto cortesía de radiohuesca.com
 No duró mucho ese problema, ya que, al poco tiempo, empecé a descolgarme del pelotón. Y no solo eso. Me estaba empezando a quedar sin fuerzas. Mi salida "explosiva" había sido una temeridad. Me preguntaba cómo iba a ser capaz de acabar, siendo que la isla aún se veía lejana.
 Intenté mantener un ritmo lento, pero regular. Aun así, me desfondaba por momentos. Probé a nadar de espalda, o a braza, pero apenas avanzaba. Así a lo tonto vi que la isla estaba a tiro y me motivé para seguir en mi empeño.
 Lo que parecía un islote minúsculo desde la orilla, asemejaba Gran Bretaña visto desde cerca. Con mucho sufrimiento, conseguí ganar las costas del norte de Escocia, y cual barco derrotado de la Gran y Felicísima Armada tomé rumbo sur para volver a mi origen.
 No hizo falta que me hostigaran desde las costas de Irlanda. Iba con la reserva, mis movimientos eran cada vez menos gráciles, y cada dos o tres brazadas me echaba un traguito de agua al cuerpo.
 En este tramo se me acercaba de vez en cuando una lancha con voluntarios, supongo que preparados para echarme el lazo en cuanto me hundiera sin remisión.
 Pero si algo soy, es tenaz, y es muy difícil que me rinda. No siempre es algo positivo. No tenía ninguna necesidad de acabar esta prueba que me estaba matando. Pero mi orgullo (otro que tal baila), me impedía subirme a la lancha de salvamento.
 Así que tirando de casta fui poco a poco acercándome a la orilla, hasta que vi una figura a mi izquierda. Pensaba que iba el último con diferencia, pero mi amiga, que había regulado mucho mejor que yo su esfuerzo, me estaba dando alcance y superando. En un gesto de compasión, fue a la par conmigo hasta que llegamos a la deseada orilla. Estaba totalmente exhausto y me costaba mantenerme en pie. Parece mentira que un ejercicio que parece tan ligero pueda cansar tanto. Y más si se hace sin la preparación adecuada.
 En cualquier caso, pude sobrevivir a la experiencia, aunque con unas agujetas que me duraron una semana, y la lección bien aprendida.
 Dos semanas después volví al "lugar del crimen" con un amigo. Hacía una tarde deliciosa, y el baño en el pantano de Arguis, sin competir contra nadie ni tener que demostrar nada fue maravilloso.

domingo, 12 de julio de 2015

Estambul (y III)

 Para el sábado, tenía prevista una de las actividades que más me gusta realizar en mis viajes: el contacto con la gente local. Había quedado con una chica de Estambul que había conocido en internet unos años antes. Como habíamos quedado al mediodía, aproveché la mañana para darme una buena pateada, que me condujo al barrio de Besiktas. Este distrito me evoca inevitablemente al equipo de fútbol. Quería ver si podía ser recordado por alguna otra cosa.
 Besiktas se asienta sobre unas colinas situadas junto a la línea de costa del Bósforo. Me dio la impresión de que era una de las zonas más acomodadas de la ciudad, con tiendas de las principales y más caras franquicias, además de numerosos locales y cafeterías de bastante nivel. Interesante, pero poco atractivo desde el punto de vista turístico.
 A mediodía se produjo en encuentro en la plaza Taksim. Tenía mis dudas sobre cuál sería la forma adecuada de presentarse ante una mujer musulmana. Mis "pajas mentales" se disiparon cuando Yesim me recibió con un caluroso abrazo.
 Nos dimos una buena pateada hasta llegar al barrio de Ortakoy, una zona bohemia a orillas del Bósforo repleta de terrazas y cafés. Nos sentamos en uno de ellos para tomar el clásico y enjundioso "desayuno turco". No soy mucho de desayunar fuerte, pero como dicel el refrán..."allá donde fueres, haz lo que vieres". Y al fin y al cabo era ya más de la  una de la tarde.
El mítico desayuno turco

 Con el estómago saciado de manjares otomanos, fuimos a un barco que realizaba un paseo por el Bósforo. Típica turistada que no deja de tener su encanto.
 Pero a mí el paseo en barco que más me interesaba era el que permitía pasar al lado asiático de la ciudad. Mi anfitriona se extrañó de mi interés (supongo que para ella es sólo otra parte más de Estambul y además sin demasiado encanto). Pero para mí era la puerta al mágico y misterioso continente asiático.
 Así que cogimos un ferry con menos alharajas que el anterior, y en apenas un cuarto de hora pude poner pie en Asia, emulando a grandes exploradores como Marco Polo, Legazpi o Urdaneta. El histórico acontecimiento tuvo lugar en el barrio de Üsküdar.
 Evidentemente, y a pesar de mis expectativas, no encontré ni caravanas de mercaderes, ni palacios con princesas, pero lo cierto es que la zona tenía bastante encanto.
 Destacaba un mercado de pescados con mucha variedad y frescura, amén de todo tipo de restaurantes y tiendas, entre las que me llamó la atención una dedicada en exclusiva a la venta de huevos. Ya sé que en España hay hueverías, pero venden otras cosas además. Y debía ser bastante buena, a tenor de la cola que se formaba delante de ella.
La tienda de los huevos

 Volvimos a la parte asiática cogiendo un metro que circulaba bajo el lecho marino y que había sido construido recientemente.
 Intentamos visitar la imponente Mezquita Azul, que es considerada la más importante de la ciudad. Vano intento, pues era hora de oración. Aunque a mi amiga le dejaban entrar, mi condición de cristiano viejo me impedía el acceso en ese momento. Gentilmente, mi anfitriona tampoco entró. Estuvimos un rato por las inmediaciones y nos despedimos. Yesim, cuenta con un cicerone cuando vengas a Huesca.
 Un rato después, me volví a encontrar con el compañero de Zaragoza, que empezaba a estar más que "mosca" con el conserje de su hotel. Tenía que comentarle una cosa y lo acompañé.
 El  empleado era un personaje curioso, un "pelota" y "bienquedar" profesional, que me llamo "amigo" 4 ó 5 veces, mientras no paraba de hablar bien de los españoles en general. Pero sus palabras y sus hechos no concordaban demasiado, ya que, con todas las buenas maneras del mundo, le pidió al maño que se cambiara de habitación esa noche. Parecía una jugada un tanto irregular, pero tras ver que la nueva habitación era correcta, mi compañero accedió.
 Nos despedimos de la gastonomía estambulita, con un kebab, como no podía ser de otra forma, y luego nos despedimos nosotros. Para mí, los buenos compañeros de viaje son aquellos que no lo limitan y además lo enriquecen. Fernando fue uno de ellos. Hace poco me lo encontré en la estación de Atocha de Madrid. Como dice el refrán..."Dios los cria y ellos se juntan".
 Ya de vuelta en el albergue, me encontré dos nuevas compañeras de cuarto, australianas ellas. Me contaron que habían venido a Turquía seleccionadas por su gobierno para conmemorar la batalla de Galípoli, donde británicos y australianos sufrieron una auténtica escabechina a manos del ejército turco (que tampoco se fue de rositas) en la Primera Guerra Mundial.
A la mañana siguiente me despedí del entrañable conserje luso-brasileño y dí mi último paseo por Estambul hasta la plaza Taksim. Como de costumbre, me encontré con muchos retratos de Atatürk, artífice de la modernización del país, y una figura muy venerada por la gran mayoría del país. A veces me pregunto si en España tenemos un Atatürk (o un De Gaulle, o un Churchill o un Adenauer), pero me temo que somos demasiado cainitas para que una personaje sea unánimemente (o casi) apreciado.
Atatürk: Omnipresente en la ciudad

 Afortunadamente llegué con tiempo de sobra al aeropuerto. De otra manera, hubiera tenido problemas, ya que había que pasar nada menos que tres controles: dos de maletas y uno de pasaportes.
 A pesar de que habían sido bien aprovechados, mis tres días en Estambul me dejaron con más ganas de volver. Habrá que hacerlo, pero sin perder de vista que aún queda mucho mundo por recorrer.




lunes, 6 de julio de 2015

Estambul (II)

 De buena mañana me encontré con el zaragozano que había conocido el día anterior en el autobús, para visitar uno de los símbolos más reconocibles de Estambul: la basílica de Santa Sofía. Antes de que la abrieran al público se empezaba a formar cola para entrar.
 El interior de la basílica era tan impresionante como me había imaginado. Aunque un enorme andamio ocupaba casi todo un lado de la estancia principal, lo que hacía que perdiera gran parte de su encanto. No obstante, me hizo remontarme por momentos al ambiente de la antigua Constantinopla, capital del poderoso Imperio Bizantino.
Basílica de Santa Sofía
 Poco a poco, el monumento se iba llenando de turistas, hasta que se hacía incómodo pasear por su interior. Así que salimos de allí en busca de otro lugar de interés.
 El elegido fue la Cisterna Basílica, un antiguo depósito de agua que forma una cámara subterránea, soportada por columnas. El lugar es curioso y es agradable pasear por él, pero tampoco da para estar mucho tiempo.
 Seguidamente nos acercamos al Palacio Topkapi, residencia de los sultanes durante el esplendor del Imperio Otomano. Dicen que es una visita "obligada" en la ciudad. Como yo no soy partidario de las imposiciones, y si tenemos en cuenta la cola que se había formado, así como el complejo de turista borreguil que me estaba entrando, descartamos la visita, aunque mi compañero manifestó la intención de acudir al día siguiente en solitario.
 Nos adentramos por las inmediaciones del Gran Bazar que, a modo de aperitivo, estaban atestadas de tiendas y actividad. Buscamos un lugar bueno, bonito y barato para comer y lo encontramos en forma de un local de comida rápida con un toque no habitual en este tipo de establecimientos. En medio de la cocina había sentada una anciana que preparaba el pan de pita sobre una piedra caliente. La comida estaba estupenda, y a precio de risa. Ya teníamos fuerzas para adentrarnos en el Gran Bazar.
 Se trata de un conjunto de calles cubiertas divididas en "gremios", cada uno de ellos especializado en un producto concreto, ya sea alfombras, joyería, ropas,etc...
 No estaba tan concurrido como me esperaba, y los comerciantes parecían menos "guerreros" que de costumbre. Al rato me dí cuenta del porqué: Se acercaba la hora de la oración, era viernes (día santo para lso musulmanes) y a la llamada del almuédano, casi todos los empleados de las tiendas se arrodillaron en los pasillos del Bazar y empezaron a orar. Al ver cómo sus fieles son capaces de dejarlo todo para seguir sus preceptos, entiendo por qué el Islam es una religión tan fuerte. Por un lado, me gusta ver cómo un sentimiento trascendente puede superar a uno económico. Pero por el otro, me da que pensar hasta qué punto una religión puede condicionar a una comunidad.
 Gran Bazar
 Seguimos andando para adentrarnos en el Bazar de las Especias, un Gran Bazar en miniatura, aunque con vendedores mucho más insistentes. Mi compañero cometió un pequeño, pero craso error, al preguntarle una cosa a uno de ellos. Una vez que caes en sus redes, es difícil escabullirse sin comprar. Pero el zaragozano está curtido en mil batallas y pudo adquirir exactamente lo que buscaba, pese a los intentos del comerciante por encasquetarle (y a mí ya que estaba por allí) todo tipo de dulzainas y condimentos.
 Siguiendo los consejos de una popular guía de viajes, decidimos visitar el barrio de Eyüp. Para ello, tomamos un barco de transporte público que remontaba la ría conocida como "Cuerno de Oro".
 El paseo permite conocer la ciudad desde otro punto de vista y se hace bastante ameno. Nos bajamos en la última parada y nos internamos en el distrito de Eyüp, que me dio muy buena impresión, ya que estaba muy animado, y contaba con muchos comercios, pero parecía más genuino que las zonas atestadas de turistas del centro.
Mítico helado turco en Eyüp
 Aprovechamos la presencia de un vendedor de helados callejero para probar uno. En este caso, destaca más el adorno que el producto en sí, ya que por esos lares, es típico que el vendedor sea todo un malabarista con el producto y vacile un poco al cliente haciendo filigranas con el helado antes de ofrecerlo finalmente. Además, el helado en sí tenía una textura un poco distinta al occidental, por lo que la experiencia culinariocultural justificó plenamente las 4 liras invertidas.
 Tras subir una empinada y prolongada cuesta, llegamos al "Pierre Lotti Café", desde cuya terraza se pueden contemplar unas excepcionales vistas sobre el Cuerno de Oro.
Pierre Lotti Café y sus magníficas vistas
 A la vuelta, recorrimos las inmediaciones de la Torre Gálata, donde un grupo de jóvenes haciendo botellón ponía el contrapunto al grupo de mercaderes que había visto orar al mediodía en el Gram Bazar. Definitivamente, Estambul es una ciudad de contrastes.
Seguimos caminando y nos encontramos con una amplia avenida (Istikal) de estilo occidental, repleta de comercios y atestada de gente. Como no es recta, parece que se va a acabar en cualquier momento, pero sigue y sigue y el flujo humano no decae. Mi compañero se fue a dormir, y yo aún quise llegar hasta el final, que no era otro que la ya mencionada en mi anterior entrada, plaza Taksim.  Ya empezaba a controlar y a orientarme en la ciudad.
 El día había dado para mucho, así que necesitaba descansar. El molesto ruido de un motor en el albergue continuaba, hasta que, a mitad de la noche, me di cuenta de que se trataba de la campana de ventilación del baño contiguo, que se ponía en acción mientras la luz del lavabo estaba encendida. Me levanté a apagarla y caí ipso-facto en brazos de Morfeo.



viernes, 3 de julio de 2015

Estambul (I)

 Aprovechando que este año el día de San Jorge caía en jueves y disponía de un jugoso puente, decidí aprovechar para montarme un viaje de cierta enjundia. Es buena idea aprovechar las fiestas locales  para conseguir buenos precios. Tras ver que el vuelo a Estambul tenía un coste competitivo, y se podía coger bien desde Barcelona, no dudé en reservar el billete. 
 Me habían hablado muy bien de la ciudad. Además de ello, tenía un especial interés en pisar tierra asiática por primera vez en mi vida.
Desde hace un tiempo se exige visado para entrar en Turquía. No deja de ser un formulismo con afán recaudatorio. Es una tentación muy fuerte para un estado apretarle un poco las tuercas al turista para sacarle un poco más de dinero. Pero no da una buena imagen del país y en muchos casos puede ser contraproducente. En este caso la tarifa de 20 € se puede considerar asumible y echará a poca gente para atrás.
Tras sobrevolar el bello Mediterráneo de oeste a este, una gigantesca megápolis apareció a ambos lados del Bósforo.Y es que 14 millones de habitantes son muchos habitantes.
Había tomado la precaución de cambiar una pequeña (la menor posible) cantidad de euros a liras turcas en el aeropuerto de Barcelona. La vergonzante ratio del aeropuerto del Prat  pasó a una mucho más razonable en el aeropuerto Sabiha Gökcen, que aún se veía mejorada en el centro de Estambul (que fue donde cambié el grueso del dinero que llevaba). Moraleja: Un niunclavelista no debería cambiar divisas en el aeropuerto de Barcelona si quiere seguir dentro de este selecto grupo.
 Al subirme en el autobús que lleva al centro, un joven pasajero me preguntó en perfecto castellano si tenía mi asiento libre. Le pregunté con extrañeza si tenía tanta cara de español, pero me aclaró que “se había quedado con mi cara” en el avión. Mi nuevo compañero de autobús resultó ser de Zaragoza, con lo cual, gran parte del embrujo oriental que esperaba que me envolviera en mi destino, quedó difuminado.
Tras casi una hora de trayecto urbano, el autobús nos dejó junto a la gigantesca plaza Taksim, donde me despedí de mi compañero maño, aunque con la intención de encontrarnos más adelante.
  El paseo hasta el albergue me permitió tomarle el pulso a la ciudad, una extraña, aunque sugerente mezcla de oriente y occidente, con una desbordante vitalidad.

 En el albergue se daba la anécdota de que la única persona que hablaba la lengua local era un alemán de origen otomano. El resto de los huéspedes que había alojados en ese momento eran extranjeros y el recepcionista, brasileño. Así, cuando llamaban un turco por teléfono, el recepcionista requería los servicios del huésped alemán, que no dudó tampoco en hacer las llamadas pertinentes para solucionar un incidente que tuvieron dos neoyorquinas con una tarjeta de crédito.
  Una vez aposentado, me lancé a descubrir Estambul. Llevaba muchas horas sin probar bocado, así que primando el hambre física al cultural, di buena cuenta de una mazorca de maíz adquirida en un puesto callejero. No estaba mal, aunque me resultó un tanto indigesta.
 Me adentré por unos callejones durísimos totalmente desiertos, pero con síntomas de haber vivido una gran actividad comercial durante el día. Se trataban de las calles aledañas al Gran Bazar, que me condujeron a las inmediaciones de una colosal mezquita. El almuédano estaba llamando a la oración y me acerqué. Cientos de fieles estaban entrando y me sumé a la comitiva, no sin cierta precaución. Era la primera vez que visitaba una mezquita y me impresionó la atmósfera del lugar. Dado que mi devoción por Mahoma y sus enseñanzas es discutible, no estuve mucho tiempo en el interior.
  Seguí andando en dirección sur cuando llegué a unas calles repletas de vendedores ambulantes. No sería nada extraordinario si no fuera porque pasábamos ampliamente de las 10 de la noche. Allí empecé a darme cuenta que Estambul es la ciudad con mayor número de comerciantes por metro cuadrado (y de los más insistentes).
Puente Gálata
Ya de vuelta, y junto al famoso Puente Gálata, tras haber digerido por fin la mazorca de maíz, tenía el estómago listo para otra “delicatessen” local. Se trataba de un bocadillo de caballa fresca hecha a la plancha en un barco-restaurante que estaba delicioso.
No había estado mal como toma de contacto de la ciudad. Un extraño y persistente ruido, aparte de un devoto compañero de habitación, duro de oído, que se levantó para orar al alba al tercer intento de su alarma, hicieron que no descansara muy bien. Pero a la mañana siguiente, la perspectiva de tener todo el día para recorrer una ciudad tan apasionante como Estambul, me dio las fuerzas y el ánimo que necesitaba.