sábado, 24 de octubre de 2015

Jerez de la Frontera

Tras haber hecho las etapas Huesca-Granada y Granada-Cádiz, el ir de esta última a Jerez de la Frontera fue un paseo de media hora. Muy distinto es llegar a tu destino descansado y con todo el día por delante.
 Esta vez el albergue estaba bastante alejado del centro. Además, un panel con un plano de la ciudad, que me hubiera servido para hacerme una idea de la ruta, situado junto a la estación de autobuses, estaba roto. Así que tocó preguntar. Una señora me orientó y más adelante pregunté a un hombre. Éste se mostró muy amable. Me recomendó la ruta a seguir, evitando un barrio humilde e incluso me acompañó un tramo para dejarme ya enfilado. Habiendo gente así, no entiendo por qué muchos se empeñan en descargarse aplicaciones para orientarse con el móvil.
 Ciertamente, el albergue no estaba situado en la zona noble de la ciudad. Pero se trataba de un imponente y moderno edificio con unas magníficas instalaciones, incluyendo piscina.
Piscina de enjundia en el albergue
 Había reservado una habitación compartida para dos personas, pero no apareció nadie más y esa noche la iba a pasar solo y desamparado.
 Dejé mis bártulos, y partí a explorar la ciudad. Acudí a la oficina de turismo, que en ese momento estaba cerrando. La empleada, que me vio venir, me entregó un mapa mientras cerraba el garito. Le pregunté por visitas a bodegas, y me dijo que esa tarde sólo abría Tío Pepe, y la siguiente visita era en una hora. Aproveché el lapso para comer y me dirigí a la bodega.
 Estudié con inteligencia la situación y vi que había otra visita dos horas después. Tiempo suficiente para ir al albergue, echarme una mini siesta, y pegarme un baño en la piscina (Jerez en agosto tiene "tela").
 La visita a la bodega tuvo su interés. Hubiera preferido verla en funcionamiento (deformación académica), pero las instalaciones están destinadas a mostrar la historia y curiosidades de la compañía, más que a enseñar el proceso "in situ". De hecho, imagino que el grueso de la producción de los Tío Pepe y compañía debe de estar en otro lugar.
 Había muchos barriles firmados por personajes que habían visitado la bodega. Algunos muy populares y otros un tanto olvidados (por ejemplo, los pilotos españoles de Fórmula 1, Luis Pérez Sala y Adrían Campos). A nosotros no nos pidieron firmar. Tiempo al tiempo.
Personajes ilustres dejaron su sello en la bodega
 Al final de la visita, nos llevaron a una sala de cata. La entrada incluía dos degustaciones de vino, un Tío Pepe (fino) y otro más dulce tipo "Cream". Compartí la cata con una simpática italiana que también había ido sola a la visita. Coincidimos los dos en que no nos gustaron tanto los vinos como un mosto que solicité a la empleada aprovechando que se le acababa de ofrecer una jarra a unos niños. Si Tío Pepe levantara la cabeza...
 Empleé el resto de la tarde-noche para recorrer las calles jerezanas. Aparte de la gran cantidad de bodegas que pueblan el casco urbano, no faltan los monumentos y lugares de interés. Daba la impresión de haber sido una ciudad muy rica en el pasado. Haciendo simil con su vino, Jerez me pareció una ciudad con solera.
Jerez de la Frontera
 Aproveché que estaba solo en el cuarto para dormir como un campeón, y pude disfrutar de un copioso desayuno en el albergue. Quería hacer una excursión ese día, y estuve dudando entre Ubrique (como homenaje a la etapa Loja-Ubrique de la Vuelta 90) y Arcos de la Frontera. Finalmente me decanté por esta última, ya que había mejor combinación de autobús.
 Arcos de la Frontera está entre los denominados "Pueblos Blancos", debido a que el encalado de sus casas les otorga ese característico color a las fachadas. Por si eso no le diera el suficiente empaque, Arcos está situado sobre un cerro y cuenta con una notable colección de edificios históricos.
Arcos de la Frontera
 El sol de justicia que caía sobre la ciudad hizo que la experiencia de caminar por las empinadas e inmaculadas calles fuera muy intensa.  Tras haber oteado el horizonte desde el imponente mirador de lo alto del cerro, ver los palacios e iglesias por fuera y perderme por el laberinto de callejuelas durante un par de horas, decidí volverme a Jerez.
 Tras el más que necesario baño en la piscina del albergue, mi siesta fue abruptamente interrumpida por un inesperado compañero de habitación. Se trataba de un motero asturiano que no paró mucho por la habitación. Tampoco yo, ya que, una vez que Morfeo se fue por otras latitudes, salí de exploración.
 Esa tarde recorrí la zona norte de la ciudad, con amplias avenidas y parques , no exentos de interés. Cansado de acudir en solitario a recintos de hostelería, y en un alarde de cutrez y espíritu adolescente a partes iguales, decidí cenar sentado en un banco de la calle una sabrosa bolsa de patatas fritas locales  regadas por una "Estrella del Sur". No menos propia de tinajeros fue la risita que se me escapó al encontrarme con la calle denominada "Paseo de Sementales". Algún dia maduraré (creo).
 Ya de vuelta, en la entrada del albergue, me encontré con la transalpina con la que había compartido la cata de Tío Pepe. Entonces me había dicho que se estaba alojando en una pensión del centro y no estaba muy contenta, así que le hablé bien del albergue, por lo que se ve, con el suficiente énfasis. Pero no pasé la noche con ella, como hubiera sido de esperar, sino con el motero asturiano, que se portó bien y no roncó demasiado.
 Aún apuré mi última mañana en Jerez para seguir callejeando. La verdad es que la ciudad da para bastante. Es grande y hay mucho que ver.  Aunque mi última escala de mi viaje tampoco se iba a quedar atrás.

 



 

lunes, 19 de octubre de 2015

Cádiz (y II)

Esa noche, el albergue ofrecía barra libre de sangría a los huéspedes que abonaran 5 euros. Más que por beber sangría, que no es, ni mucho menos mi bebida favorita, me apunté al evento como acto social.
 Una simpática francesa se ocupó de preparar el brebaje que, poco a poco atrajo a más huéspedes. La organización cometió el pequeño pero craso error de no comprar algo de picar, así que procuré no beber demasiada sangría, aunque fuera a costa de no rentabilizar mi inversión.
 A medianoche, se nos desalojó amablemente de la terraza donde estábamos bebiendo. A esas alturas ya habíamos formado un grupo y decidimos continuar la fiesta por las calles gaditanas. Esa noche, se celebraba en la ciudad el "Carnaval de Verano". Ello significaba que, al igual que en el Carnaval de febrero, las agrupaciones iban a interpretar disfrazadas por las calles las famosas chirigotas, canciones satíricas que, en forma de rima, suelen referirse a temas de actualidad.
 Las calles de Cádiz estaban abarrotadas y el ambiente era totalmente festivo. Las agrupaciones se dispersaban por todos los rincones de la ciudad, y junto a ellas, se arremolinaban grandes grupos de personas escuchando. Tan grandes que, en la periferia, costaba seguirlas. Y si a mi me costaba, a los extranjeros del grupo, no digamos, que además se enfrentaban a la jerga gaditana. Por ello, no estuvimos mucho tiempo rondando y nos metimos en un garito. No me motivaba mucho estar en un bar con el mismo ambiente que pueda haber en cualquier ciudad europea, mientras afuera se estaba celebrando algo totalmente genuino. Así que no tardé mucho tiempo en desmembrarme del grupo  y vagar en solitario (es un decir, dado la cantidad de gente) por las animadas calles gaditanas.
 Tras unos cuantos intentos, por fin encontré un lugar donde se escuchaban bien las chirigotas. Me gustaron mucho, y al resto de la gente también. No tanto a una vecina que no podía dormir y se asomó al balcón para pedirnos que se acabara la función.  La agrupación le dijo que "una más y nos vamos". Pero antes de que acabaran la última, salió el marido de la señora al balcón descamisado y fuera de sí, haciéndonos el mismo ruego que la señora, pero con formas mucho más primitivas y amenazadoras.
 Un espectador "espabilao" se hizo el machote y le dijo al enfurecido sujeto que bajara. Al minuto, vi como un grupo de gente que estaba en una esquina se apartaba cual encierro de San Fermín, y a modo de astado, el vecino apareció corriendo hecho una furia armado con dos palos de escoba. Mi situación era un tanto comprometida, ya era de los primeros del grupo con los que se encontró en su furiosa andanada. Se puso a jurar delante de mí mientras yo intentaba calmarlo con gestos. En ese momento,a otro "espabilao" del medio del grupo no se le ocurrió otra cosa que gritar mentando a su madre. Allí el vecino acabó de perder los papeles y lanzó los palos de escoba al tumulto. Yo aproveché el desconcierto para alejarme de la primera línea y pude ver a un chaval al que había impactado uno de los palos, con sangre en la cara. En sólo unos minutos, el ambiente festivo se había transformado en una crónica de sucesos, donde no tardó en aparecer la policía. Desaparecí de allí tan rápido como pude e intenté escuchar alguna chirigota más de los grupos que aún quedaban, pero no estaba yo para muchas coñas, así que me fui a dormir con el susto en el cuerpo.
Chirigota (esta creo que acabó mejor)
Aproveché mi última mañana en la ciudad para visitar el Museo de las Cortes de Cádiz. En 1812, en plena invasión napoleónica, el Gobierno de España se había tenido que trasladar a Cádiz, prácticamente el último reducto a salvo de los "ilustrados y civilizados" franceses.
 Allí se convocaron unas cortes que redactaron la famosa Constitución de 1812, conocida como "la Pepa", siendo la primera de nuestra historia. Para ello se congregaron  diputados de toda España, que en aquel momento también incluía los territorios americanos y las Filipinas.
 El museo en cuestión cuenta con objetos y cuadros alusivos a dicho periodo, incluyendo una enorme maqueta en madera de la ciudad.
Museo de las Cortes de Cádiz
 La verdad es que vale la pena visitar el museo, a poco que se esté interesado en la historia. Para una ciudad pequeña como Cádiz, debió ser todo un acontecimiento albergar un hecho tan importante y acoger en sus calles personajes tan notables.
 Al salir del museo, di mi último paseo por la ciudad, sin dejar de descubrir rincones plagados de historia y encanto, para dirigirme a la estación de autobuses. Mi siguiente destino no andaba muy lejos, aunque cuenta con una atmósfera muy diferente.
 A pesar de algún que otro "incidente", me llevé una gratísima impresión de Cádiz, que aúna historia, arquitectura, gastronomía, buen clima y ambiente.  Como dicen por allá, "musho Cádiz".


jueves, 15 de octubre de 2015

Cádiz (I)

 Unas cuantas horas separaban Granada de Cádiz, mi siguiente destino.
 A pesar de lo largo del trayecto, se me hizo bastante llevadero al contemplar los paisajes andaluces.  Además el autobús pasó por Sevilla, y así me ahorré emplear una noche en la ciudad, que sin duda lo vale (y unas cuantas más), pero ya estuve hace unos años, y en 8 días no se pueden hacer milagros. O se hacen al instante,o no se pueden hacer.
 Nada más llegar a Cádiz, me llamó la atención una inmensa bandera española, a la que le auguro muy poca vida, a tenor de la ideología de los actuales inquilinos del consistorio.
  Por si no hubiera tenido suficiente alegría al ver tamaña bandera, mi albergue estaba a sólo 2 minutos de la estación, y no hubo problema en encontrarlo.
  Mi primera impresión sobre el centro de Cádiz, no pudo ser más positiva. Aparte de la armonía y buena conservación de su casco histórico, abundan las placas que evocan acontecimientos y personajes que han desfilado por la Tacita de Plata en su dilatada historia. Por si eso fuera poco, la peculiar situación geográfica de la ciudad, en forma de península, con el mar casi rodeándola, le otorga aún más encanto.
Cádiz
 Aproveché la ocasión para quedar con una amiga de Huesca que se había trasladado recientemente a Puerto Real (al otro lado de la bahía). La tarde se prestaba a un baño en la playa. El tiempo que tardamos en aprovisionarnos de viandas y en conseguir la ropa necesaria fue suficiente para que la tarde se tornara en desapacible, así que desistimos de sumergirnos en las aguas atlánticas. Nada mejor para superar la decepción que degustar la afamada gastronomía local. El cazón en adobo frito resultó ser un suculento manjar, a años luz de su primo hermano británico, el popular "fish & chips".
 Nuestro escaso conocimiento del sistema de transportes de la bahía, hizo que estuviéramos casi una hora esperando al autobús que devolvió a mi amiga a Puerto Real.
 Haciendo de la necesidad una virtud, aproveché mi recobrada soledad para patearme a conciencia la parte antigua, tras lo que fui a dormir al albergue, donde compartía habitación con 3 portugueses.
 Quería aprovechar el día siguiente para conocer la provincia. Difícil decisión cuando hay tanto y tan bueno por ver.  Me tiró el recuerdo de las peripecias de Elcano y Magallanes y me decanté por visitar Sanlúcar de Barrameda, localidad costera, antiguo puerto de la ruta de las Indias y muy próximo al coto de Doñana. Como se puede ver, no le faltan encantos. Aunque yo, tras dar un paseo por el centro decidí visitar un barrio de pescadores. Craso error, que me hizo perder más de una hora caminando por las afueras para llegar a un lugar sin mucho encanto.
 No se puede decir lo mismo del centro de Sanlúcar, rico en monumentos, bodegas y calles pintorescas.
Sanlúcar de Barrameda
 Aún quedaba tarde, así que fui a la estación de autobuses para planear otra visita. Según un mapa turístico que me había agenciado, Chipiona estaba relativamente cerca, por lo que me planteé ir andando. La empleada de la estación me dijo que estaba más lejos de lo que parecía, pero me recomendó otra opción, que fue por la que me decanté (en buena hora).
 Cogí  un autobús a Costa Ballena, un complejo turístico entre Chipiona y Rota. La idea era seguir la playa hacia el sur, hasta llegar a Rota. Y así lo hice. Empecé a caminar con buen paso por un paseo marítimo bajo un sol de justicia.  Al rato, se terminó el camino y tuve que bajar a la arena. 
 Andaba, andaba, y la playa no parecía tener fin. Hasta que llegué a unas rocas que me impidieron el paso. Me interné tierra adentro hasta que encontré una carretera con un cartel que señalaba a Rota. No sabía cuánto me faltaba, pero sí que iba por el buen camino.
Costa Ballena: la playa interminable
 Caminar por el arcén con el calor de agosto fue una experiencia cercana al masoquismo. Y eso cuando había arcén. Por suerte, el tráfico era más bien escaso.  Ya con la reserva, aparecieron las primeras casas en lontananza. Pero Rota no es ningún pueblecito marinero,sino una ciudad bastante extensa y aún empleé media hora más en llegar al centro. El cansancio y las prisas por encontrar la estación para coger el último autobús del día, hicieron que no prestara mucha atención a los encantos del lugar.
 A la entrada del puerto, pregunté a un señor por la estación. Mi ánimo acabó de derrumbarse cuando me dijeron que cogiera un autobús urbano, ya que estaba muy lejos. Pero a la vez que me hundía, el simpático roteño me dio la tabla de salvación, recomendándome coger el barco. Efectivamente, había un barco de transporte público que unía Rota con Cádiz, al mismo precio que el autobús. Saqué el billete para una hora después, e invertí ese lapso para visitar Rota con un poco de calma. No es Sanlúcar, pero no está mal.
Rota

El paseo en barco hasta Cádiz, me permitió relajarme, respirar la brisa marina y descansar del día tan extenuante que había tenido. Falta me iban a hacer las fuerzas, pues la noche se presentaba movida.