lunes, 7 de diciembre de 2015

Viaje a Vieques

 Al este de Puerto Rico hay un par de islas llamadas Culebra y Vieques, que conforman las llamadas Islas Vírgenes Españolas. Están unidas a la isla principal por ferri, y tenía curiosidad por visitar, al menos una de ellas.
 Dos razones me decidieron a visitar Vieques:
 1)Es más grande que Culebra y podría dar más juego.
 2)Mientras que la capital de Culebra se llama Dewey (almirante estadounidense que derrotó a Montojo en la Batalla de la Bahía de Manila ), la capital de Vieques es Isabel II (reina de España en el siglo XIX). Y puestos a homenajear, prefiero que sea a una reina española, aunque fuera un desastre.


 Hay varias formas de llegar a Vieques desde San Juan. La más cómoda y cara es un vuelo de unos 25 minutos. La más incómoda y barata es la que hice yo.
 El primer paso fue andar unos 45 minutos desde mi albergue a la estación de tren de Sagrado Corazón, donde tomé un tren urbano hasta Río Piedras. Allí tenía que buscar la estación de carros públicos y coger uno a Fajardo, ciudad situada en la costa noreste de Puerto Rico. Pregunté a un hombre que me explicó que había dos estaciones en la zona, y me indicó cómo llegar a ellas. Como suele pasar, la primera no era. Al llegar a la segunda, me encontré una furgoneta con gente esperando junto a ella.
 El sistema de transporte público boricua es muy curioso. No hay líneas regulares de autobuses  o trenes entre las ciudades, sino unas furgonetas donde caben hasta 8 ó 10 personas que hacen la ruta y parten cuando se considera que hay un número suficiente. Es decir, no hay horarios ni nada que se le parezca.
 En este caso, apenas tuve que esperar 10 minutos para que el conductor decidiera arrancar. Tampoco parecía muy reglamentado el sistema de tarifas. Un ayudante del conductor preguntaba a la gente dónde iba y les cobraba un precio. En mi caso, ya estaba informado de que si la furgoneta te dejaba en el centro de Fajardo te cobraba un precio (muy módico), que se triplicaba en caso de que te llevasen a la terminal de ferris.
 Nada más salir, vi que un joven escribió un mensaje en su móvil y se lo enseñó a una tinajera sentada junto a él. Le decía que le habían cobrado de más.
 5 minutos más tarde, otro joven que había pasado por el aro y había pagado el viaje a la terminal de Fajardo cambió de idea y le dijo al conductor que quería bajarse. Éste le dijo que sin problema, pero que no le podía devolver el dinero, ante el enojo del cliente, que se acabó bajando de malas maneras.
 Con cierta tensión en el ambiente, prosiguió el curioso viaje. La furgoneta iba dejando y recogiendo personas por el camino. Algunas aparecían a pie de carretera en mitad de la nada.
 El cielo se iba encapotando por momentos y nada más que puse el pie en Fajardo, empezó a llover torrencialmente. Curiosamente Puerto Rico estaba en estado de emergencia por sequía, ya que llevaba meses sin llover. Me pareció egoísta quejarme de la lluvia teniendo en cuenta cómo estaba el tema por allí.
 La astuciosa jugada de ahorrarme unos cuantos pesos al bajarme en el centro de Fajardo no me acabó de salir del todo bien, teniendo en cuenta que llegué al embarcadero como una sopa. Pero como dicen los entrenadores deportivos, uno ha de ser fiel a sus ideas. Y en ellas encajaba muy bien el precio del transbordador: dos dólares, por un trayecto de más de dos horas.
Esperando al ferri en Fajardo
  El ferri nos dejó en la capital de la isla (Isabel II), pero mi albergue estaba en la parte sur, concretamente en Esperanza. Por suerte, en el muelle había unas cuantas furgonetas-taxi esperando. Otro viajecito para el cuerpo, esta vez de unos 15 minutos y llegué a mi destino: un pequeño poblado a orillas del mítico mar Caribe.
Albergue Lazy Jacks en Esperanza
 Toda esta peripecia me la podría haber ahorrado cogiendo un vuelo desde San Juan. Pero si quiero estar cómodo y que no me sucedan percances inesperados, me quedo en casita.


jueves, 3 de diciembre de 2015

San Juan (II)

 De buena mañana y en ayunas (el humilde albergue no ofrecía desayuno) salí a recorrer la ciudad. Lo primero que hice fue visitar un supermercado para echar un bocado y, sobre todo curiosear por los anaqueles, que es una de mis experiencias favoritas cuando viajo al extranjero. En este caso, y a semejanza de lo que ofrece el país, se presentaba una curiosa mezcla hispano-estadounidense-caribeña, a precios poco populares.
 Un mango y una papaya deliciosos borraron la no del todo grata impresión del guanajito y me dieron fuerzas para afrontar el día. El sol tropical demostraba su merecida fama pegando de lo lindo a una hora tan temprana como las 9 de la mañana.
 Dirigí mis pasos hacia el Viejo San Juan, para ver de día lo que tan grata impresión me había causado de noche. Las calles seguían igual o más bonitas, pero lo que más me interesaba visitar era el Castillo de San Felipe del Morro, imponente fortaleza construida por los españoles en el siglo XVI, para defender la ciudad de sus numerosos y poco amigables pretendientes.
Nada más entrar, me recibió un empleado que vestía como el guarda forestal del  parque de Jellystone (el del oso Yogui). No en vano, los guardias del fuerte pertenecen al departamento de los parques nacionales de Estados Unidos.
Haciendo guardia frente a San Felipe
 La fortaleza es un edificio impresionante, y no me extraña que fuera inexpugnable durante más de 3 siglos, a pesar de los intentos de conquista, sobre todo por parte de holandeses e ingleses.  Me llamó la atención el detalle de que en el recinto ondearan 3 banderas: la estadounidense, la puertorriqueña y la cruz de Borgoña, antigua bandera militar de España.
 La entrada daba derecho a visitar el castillo de San Cristóbal, al otro lado del Viejo San Juan. Aproveché la jugada como era de esperar. El segundo no era tan espectacular como San Felipe del Morro, pero tenía su enjundia.
Vista desde San Cristóbal
 En España, antes de coger el vuelo, había cambiado algunos euros a dólares. Pero pensaba convertir el grueso en San Juan, esperando un cambio más favorable. Para mi sorpresa, no puede ver ninguna oficina de cambio de divisas en el Viejo San Juan. Pregunté en la oficina de turismo y me dijeron que no había ninguna, pero que en una joyería, quizá me pudieran cambiar. Probé en un lugar más lógico, como un banco, pero me dijeron que tenía que ser cliente. Luego me dí cuenta de lo que pasaba.  La gran mayoría de turistas que visitan San Juan son estadounidenses, por lo que no necesitan cambiar. El resto ha de apañarse como pueda. 
 Por lo menos, a la salida del banco me llevé una alegría. Llevaba puesta una camiseta de la Carrera del Ebro y un hombre me paró, hablamos un rato y me comentó que su abuelo era español (de Tarragona).
 Viendo que lo de conseguir dólares se me negaba, comencé la búsqueda de un adaptador de enchufe europeo a americano.  No encontré ninguno en todo el Viejo San Juan.  Ya de vuelta al albergue, pasando por un barrio humilde, probé suerte en una ferretería. Esta vez si hubo suerte, no sólo porque pude comprar el adaptador, sino porque el dependiente tenía ancestros asturianos, lo que dio pie a una animada conversación.
 Ya en las cercanías del albergue, el hambre apretaba. Así que visité un establecimiento de comida rápida para homenajearme con un bocadillo de 2 dólares, pagado con tarjeta de débito (no podía malgastar ninguno de mis preciados dólares en efectivo).
 El albergue no estaba muy lejos de la playa de Condado. Desde niño, había soñado en bañarme en  la típica playa con cocoteros. El gran momento se iba a hacer realidad. Aunque el trayecto hacia allí no fuera precisamente paradisíaco, teniendo que cruzar debajo de una autopista, en un entorno urbano poco agraciado. Pero allí estaba la playa con cocoteros (y muchos hoteles). Me sorprendió lo caliente que estaba el agua, parecían baños termales, y no es lo que apetecía bajo ese sol despiadado. Así que no estuve mucho tiempo.
Playa con cocoteros ¡Por fin!

 Como suele pasar, nuestros sueños son mucho más bonitos en nuestra imaginación que en la realidad. Ya habría tiempo de visitar playas más competentes.
 Un paseo por los alrededores del albergue me sirvieron para confirmar que, más allá del Viejo San Juan, la capital boricua no es una ciudad desbordante de encanto. Modelo usense con grandes avenidas y nula armonía arquitectónica.  Por si acaso, no está de más recordar que el Viejo San Juan coincide con lo que era la ciudad en la época española y el resto se edificó bajo el dominio estadounidense.  Como dijo Bernd Schuster: “No hace falta decir nada más”.
 Me aprovisioné de viandas en un Walmart para cenar en el albergue. En el gigantesco supermercado, casi se me saltan las lágrimas al escuchar a un niño decirle a su padre que tenía una peseta en el bolsillo. Y es que en Puerto Rico llaman así a las monedas de un cuarto de dólar (a los dólares los llaman pesos).
 El albergue estaba poblado de curiosos personajes. Entre ellos destacaba un ex-empleado del mismo, al que despidieron en su momento porque descuidó un rato sus labores en recepción para irse a echar un bocado en otro lugar. Esto fue aprovechado por unos cacos para desvalijar las taquillas del albergue. Evidentemente, eso no me hizo sentir muy seguro allí. Pero estábamos en el Caribe y había que tomarse las cosas tan relajadamente como quien le permitía pasarse por allí y estar como Pedro por su casa después de haberle despedido.
Al día siguiente tocaba madrugar, así que me fui pronto a la cama y pude dormir aceptablemente, a pesar del molesto aire acondicionado.