sábado, 20 de febrero de 2016

¡Que viene Erika!

 Unos días antes de viajar a Puerto Rico, me enteré de que un huracán llamado Danny, amenazaba con llegar a la isla. Pero se lo pensó mejor y antes de tocar tierra boricua, se fue a dar por saco a otro lado.
 Se dice que detrás de un gran hombre suele haber una gran mujer. Y así fue en este caso, ya que apenas Danny se había desviado al norte, vino tras él amenazante otro huracán llamado Erika. De éste no me iba a librar. Aunque había perdido fuerza y se había convertido en una tormenta tropical. Aun así, se preveía que iba a causar problemas. Por ello, y entre otras cosas, se suspendía el servicio de ferris con Fajardo hasta nueva orden. Como lo de nadar grandes distancias no es lo mío (ver entrada anterior) me veía obligado a permanecer en Vieques sine die, lo cual alteraba mis planes que incluían una visita a la zona oeste de Puerto Rico.
 Afortunadamente, en el albergue había sitio de sobra. No sólo eso, sino que al prolongar mi estancia una noche más, me regalaban otra. Por lo menos la tormenta no me cogería a la intemperie.
 De momento el día se presentaba con un sol radiante y apenas se veían nubes en el horizonte, así que había que intentar aprovecharlo. Javier, mi compañero mexicano me propuso ir a Isabel II, la capital de la isla, que apenas había podido ver al llegar.
 Para llegar a ella, necesitábamos un taxi. Y no iba a ser fácil de conseguir. Los primeros a los que llamamos, nos dijeron que no trabajaban debido a la tormenta, pero al final logramos que uno nos llevase.
 Isabel II, a pesar de ser la capital de la isla, no pasa de ser un poblado de poco más de 1000 habitantes, aunque tiene bastante actividad comercial y cuenta con algunos puntos de interés, especialmente una fortaleza española del siglo XIX.
  Dimos un paseo por el pueblo y en la puerta de una frutería nos encontramos con Vicente, el simpático joven que me había llevado el día anterior en su ranchera. En Vieques nos conocemos todos.
 Llamaba la atención que un gran número de tiendas y restaurantes estuvieran cerradas debido a la tormenta, mientras el sol lucía esplendorosamente.
Ayuntamiento de Isabel II
 Llegamos a una playa y, a pesar de mis reticencias, lógicas al tener una tormenta tropical amenazando, nos dimos un baño.
 Al rato empezaron a caer gotas y el cielo se encapotó. Poco después tuvimos que salir precipitadamente del agua bajo una lluvia torrencial. 
 La situación no era muy halagüeña: Estábamos a unos 10 km del albergue, con ropa de verano bajo una tromba de agua que suponíamos que se trataba de la temida tormenta tropical y sin saber si íbamos a encontrar taxi para volver. 
Intentamos llamar al taxista que nos había traído pero no contestaba. Entretanto nos refugiamos en un colmado, aprovechando para aprovisionarnos de víveres.
Afortunadamente el taxista acabó cogiendo el teléfono y accedió a llevarnos de vuelta a Esperanza, a pesar del aguacero.
Ya en el albergue, comenzó a escampar. Por lo visto, esto sólo había sido el aperitivo, y la llegada de la temida Erika iba a tener lugar esa noche.
En el albergue había mucha gente ociosa y a alguien se le ocurrió dar un paseo hasta la Playa Negra, donde ya había estado el día anterior. Se sumaron casi todos los huéspedes y algunos empleados. Al poco rato del iniciar el paseo, los menos pacientes se impacientaban, así que preguntaron en una casa a cuánto estaba la playa. Les dijeron que un poco lejos, pero se ofrecieron a llevarnos en dos coches. Gran detalle que habla de la hospitalidad isleña.
Playa Negra
Algunos nos animamos a bañarnos en las agitadas aguas de la Playa Negra pero allí no había mucho que hacer, por lo que al poco rato decidimos volver. Nuevamente conseguimos que nos llevaran en coche al albergue. Así da gusto.
Aún dio tiempo a ir a un bar a echar un bocado, antes de que cerrase todo. Tocaba encerrarse en el albergue y esperar la llegada de Erika.
Poco a poco empezó a levantarse un viento cada vez más fuerte acompañado de una intensa lluvia. En un momento, incluso se llegó a perder el suministro de corriente en el albergue, ante la inquietud de algunos huéspedes. Sin restarle la importancia que merecía, yo me sentía seguro en el albergue y lo viví como una experiencia. De hecho me fui pronto a la cama y dormí como un bendito. Tanto que incluso me había dejado la luz encendida y no me había dado cuenta.
Por la mañana aún seguía la tormenta, pero poco a poco se fue diluyendo. Había salido incólume del paso de Erika aunque, de momento, no iba a poder salir de la isla. El servicio de trasbordadores seguía cancelado.

domingo, 14 de febrero de 2016

Pateando Vieques

 La idea para mi, teóricamente, único día completo en Vieques, era visitar todas las playas que estuvieran a una distancia asumible a pie.
De buena mañana, salí del albergue con espíritu explorador y me dirigí al oeste. A falta de un sendero tuve que caminar por la carretera que, además no tenía apenas vistas al mar. Por suerte, el tráfico era prácticamente nulo. La isla de Vieques es un lugar apacible, y más en temporada baja.
3 poderosos canes
 Tras más de media hora, me encontré con un letrero que señalaba una senda que bajaba a la “playa Negra”. Estuve a punto de quedarme sin verla cuando 3 poderosos canes se interpusieron en mi camino y comenzaron a ladrarme. Pero cuando vi que no avanzaban hacia mí, me di cuenta de que estaban de farol, proseguí mi camino y los perros se apartaron ante mi osadía.
Más amable fue el recibimiento de unos cangrejos que tenían sus madrigueras en los márgenes del camino y se ocultaban a mi paso. Me llamó la atención verlos en mitad del bosque. 
Como era de esperar, la “playa Negra” no era otra cosa que una cala con arena silícea de color negro. Bastante pequeña y con un fuerte oleaje que no hacía muy apetecible el baño.
Playa Negra
 Volví a la carretera y seguí un rato más hacía el oeste, visitando un par de calas absolutamente desiertas.
 Ya me había alejado bastante de Esperanza (el poblado donde estaba el albergue), así que volví, no sin pararme en una tienda para tomar algo refrescante que mitigara el efecto del caluroso sol tropical. Me decidí por un producto de la tierra, una lata de agua de coco. Lo malo es que al leer la letra pequeña, comprobé que no era de la tierra viequense sino tailandesa. La globalización no hay quien la pare.
 Aproveché mi estancia en el albergue para comer y descansar un poco antes de mi expedición vespertina.
 Me hubiera gustado visitar las playas en compañía, pero no me acababa de encontrar cómodo con los pocos clientes del albergue. Así que seguí en solitario mi excursión, esta vez en dirección este.
 Le eché el ojo a un par de calas más allá de la bahía bioluminiscente, que no parecían muy lejanas en el mapa. Lo malo es que había que andar por una carretera que no seguía la costa, y que la escala del plano (el típico de propaganda) distaba mucho de ser atinada. De esto me empecé a dar cuenta cuando llevaba casi una hora caminando. En ese momento dejé la carretera y cogí un camino que parecía dirigirse a la costa, pero que en realidad no llevaba a ninguna parte. 
 Desanimado, decidí volver al punto de partida, no sin antes clavarme una espina de enjundia en el pie. Pero en los peores momentos aparecen los grandes personajes, y apenas hube enfilado la carretera para volver, una ranchera se paró y su conductor me invitó amablemente a subir. Se trataba de un joven muy simpático que se alegró cuando le comenté que era español, ya que me contó que tenía ascendencia cántabra. 
 Casi llegando a Esperanza me dijo que había quedado con un amigo para echarse un baño en el muelle y me invitó a acompañarlos. Aparte de los chapuzones en el muelle también hablamos un poco de la vida en la isla de Vieques y en Puerto Rico en general.  Fue lo que necesitaba en un momento en el que mi moral empezaba a flaquear.
 Cuando mis dos improvisados compañeros volvieron a sus quehaceres recorrí las playas cercanas, algunas de ellas sin más compañía que unos cuantos caballos que, extrañamente poblaban sus alrededores. La experiencia de vivir el ocaso en tan paradisiaco entorno hizo que olvidara los avatares menos afortunados de la jornada. Entre ellos, el olvido de mi cámara de fotos en una cala.
 Afortunadamente seguía en el mismo sitio cuando volví azorado a buscarla media hora más tarde.
Playas poco concurridas

 Ya de vuelta al albergue, me encontré un nuevo compañero de cuarto. Se trataba de Javier, un mexicano que estaba viviendo en San Juan. Me comentó que había venido también otra pareja de compatriotas suyos, pero que ya se habían acostado. A diferencia de lo que me había sucedido con el resto de huéspedes, enseguida me encontré cómodo con Javier, ya fuera por hablar el mismo idioma, por la afinidad cultural, por su carácter abierto, o por las tres cosas a la vez.
Al día siguiente tenía pensado abandonar la isla de Vieques, pero una razón de fuerza mayor me iba a hacer cambiar de planes.

lunes, 1 de febrero de 2016

Primeras impresiones de Vieques

  Una vez instalado en el albergue fui a dar una vuelta por el pueblo. Lo primero que pensé, al ver su reducido tamaño y escasa animación, es que los dos días que iba a pasar allí se me iban a hacer un poco largos.
  En un colmado me aprovisioné de comida y, no menos importante por estos lares, unas gafas y un tubo de buceo.
 No tardé en emplearlas en una playa cercana. A unos 100 metros de la orilla asomaban los mástiles de un pequeño velero naufragado. Por unos momentos me sentí un cazatesoros descubriendo hallazgos de incalculable valor. Pero el pecio del velero distaba mucho del San José. Era un humilde barco de recreo contemporáneo, pero por algo se empieza. ¿Y qué mejor que darme el primer baño de mi vida en el Caribe rememorando viejas (o no tanto) historias de naufragios?
Barco parecido al que "descubrí"

 Del albergue, aparte de su estilo hawaiano, me llamó la atención la gran cantidad de personal con que contaba. Según mis cuentas, salían más empleados que clientes. Aquéllos eran voluntarios venidos de los Estados Unidos. Si a eso le sumamos que los pocos huéspedes eran anglohablantes hizo que me viese un poco fuera de juego. Por mucha caña que le haya metido al inglés, me sigue costando entrar en la conversaciones de grupos.
 Estuve investigando sobre los principales atractivos turísticos de la isla, y por lo visto, la estrella era la bahía Mosquito. Debido a una elevada concentración de ciertos microorganismos bioluminiscentes , el agua de la bahía se iluminaba por la noche. O por lo menos eso es lo que vendían.
Los 50 dólares que costaba la visita se antojaban demasiado en mi estado de falta de liquidez en metálico, así que esperé al ocaso y me dirigí a dicha bahía, que distaba unos 5 kilómetros del albergue. Pasear de noche por la isla tiene su encanto. Los ruidos que se escuchan son totalmente distintos a los que se estilan por Europa. Entre ellos destaca el de una rana bautizada como “coqui”, ya que emite sin cesar un soniquete muy parecido a esa palabra.
Al llegar a la bahía me encontré con un par de furgonetas con barcas y un mar de lo más oscuro. Le pregunté a dos hombres que estaban manipulando las barcas (se trataba de guías de las compañías que enseñaban la bahía) y me dijeron que desde la orilla no se veía nada y que si me metía un poco en el agua lo detectaría. De todas formas, me explicaron que, al haber luna llena, el fenómeno se veía muy atenuado.
 No me había traído bañador, pero ya que estaba allí quería ver algo de bioluminiscencia. Así que esperé a ponerme fuera de la vista de los guías, y me metí en las aguas caribeñas tal y como vine al mundo.
  Lo único que pude apreciar es que al mover las manos dentro del agua se producía un efecto parecido al de remover el fondo marino. Es decir, nada del otro mundo, aunque quizá haciendo el tour en piragua se pueda ver algo más lustroso.  Eso sí, el nombre de la bahía estaba más que justificado, dado el gran número de dípteros que poblaban la zona. Menos mal que tenía a mano el Relec extra fuerte. Tan fuerte que al final me parecía menos nocivo ser picado por los mosquitos que embadurnarme con semejante mejunje .
 La cena en el albergue me sirvió para degustar una tradicional receta caribeña llamada sancocho, a base de vegetales de la zona (se puede hacer con carne, pero no era el caso). Por supuesto era de lata. Si no cocino ni en mi casa, tampoco es cuestión de hacerlo en mis viajes, y menos para elaborar recetas desconocidas. Por cierto, muy bueno el sancocho de lata. Intentaré encontrarlo en alguna tienda de Huesca.
 Mi cuarto contaba con 8 camas, pero sólo lo compartí con un compañero que, además no se dejó notar mucho, por lo que pude dormir en condiciones. Las sensaciones que me había dejado la jornada eran un poco agridulces. Me encontraba en un lugar privilegiado, pero me sentía algo aislado. Aún me quedaba otro día para decantar la balanza a uno u otro lado.