martes, 27 de septiembre de 2016

VUELTA A LA HABANA

 Mi periplo por tierras cubanas estaba cerca de su final. Pero antes había reservado un par de días para visitar La Habana en condiciones. En mis condiciones, es decir, a salto de mata.
  Desde Camagüey tuve un viaje en autobús de nada menos que 9 horas, que se hicieron bastante llevaderas. Aún tenía reciente el recuerdo de mi viaje en furgoneta y esta guagua era casi un lujo. Mi compañero de asiento (cubano, lo cual no es habitual en estos autobuses turísticos) no estaba muy por la labor de darme cháchara. Me llamó la atención comprobar la seriedad de muchos cubanos, muy alejada de la idea que tenía de ellos, como personas locuaces y alegres. Supongo que eso mismo les pasa a muchos extranjeros que piensan que los españoles somos juerguistas y fiesteros, y se encuentran conmigo...
  Por suerte, en la parada que hicimos para comer, me "acoplé" a una pareja de jóvenes navarros, y por lo menos pude mantener una interesante conversación.
 Estaba ya anocheciendo cuando llegué a la capital. Esta vez no había reservado un alojamiento cerca de la estación, sino algo un poco más céntrico. Mientras caminaba por una oscura avenida, me sucedió algo curioso. Al adelantar a una transeúnte se asustó y se apartó. Cuando vio que mis intenciones no eran aviesas, me explicó que andaba temerosa porque por esa zona había habido algunos asaltos. En mi mentalidad de turista siempre pienso que yo puedo ser la víctima, y nunca me había imaginado que alguien me pudiera ver como el verdugo.
 Tras una media hora caminando sin más sobresaltos llegué a mi destino. Se trataba de un albergue (rara avis en  Cuba) situado en un apartamento de un gran edificio de viviendas.
 El recibimiento fue más que cordial. El propietario tuvo una pequeña charla conmigo en la que me dio un curso acelerado de “cómo sobrevivir en Cuba sin dejarse la cartera en el intento”. Algunas cosas ya las había aprendido sobre la marcha, pero otras me vinieron realmente bien.
 El albergue contaba con dos habitaciones, una de 6 camas y otra de dos. Me tocó en la doble con un viejo conocido: el joven pamplonica (Alberto) con el que había coincidido en el autobús de Cienfuegos a Trinidad. En Cuba nos conocemos todos.
 Completaban el plantel, un entrañable viajero de Hong Kong y cuatro simpáticas argentinas que daban mucha vida al ambiente del establecimiento.
 Después de mi, no del todo positiva, experiencia del día anterior en la casa de Camagüey, ahora me sentía como en casa. A esa sensación también contribuía Luisa, una empleada del albergue que cuidaba de nosotros como si fuera nuestra madre.
 Pero no sólo de calor humano vive el hombre, y mis tripas empezaban a rugir. Con las presentaciones se me había hecho tarde, así que me tuve que conformar con cenar una humilde tarrina de helado que adquirí en un comercio cercano. Allí fui objeto de uno de los más ásperos servicios al cliente que he sufrido en mi vida de consumidor. Cuando fui con el helado al mostrador, el dependiente cogió la moneda, y sin mirarme, hizo un ademán con la mano echándome de la tienda. Quizá fuese parte de la idiosincrasia del barrio, porque cuando cogía el ascensor para subir al albergue, los vecinos no saludaban y algunos ni se inmutaban cuando yo lo hacía. Estas cosas no salían en los anuncios de “Curro se va al Caribe”.
 A la mañana siguiente, Lucía nos preparó un desayuno de enjundia, rico en frutas tropicales. Hicimos buenas migas con las argentinas y decidimos hacer una visita a la Habana Vieja.  Para ir al centro, la opción más genuina era coger un taxi que hace una ruta fija. Reciben el nombre de “almendrones” y la mayoría son vehículos estadounidenses de los años 50, milagrosamente conservados por sus habilidosos conductores. Las chicas cogieron uno, mientras que Alberto y yo decidimos ir andando, ya que era complicado ubicarnos tantos en un solo coche.
 Al llegar al punto de encuentro, no había ni rastro de las argentinas. Esperamos un rato, pero no aparecían, así que nos fuimos por nuestra cuenta.
El Capitolio en obras. ¿Alegoría del deshielo cubano-estadounidense?
 Tal como me habían advertido, la gran cantidad de jineteros por metro cuadrado que había en la zona más turística de la capital, hacía que fuese complicado caminar con un poco de tranquilidad. La cosa se complicó cuando mi compañero navarro me dejó para visitar a un conocido y tuve que afrontar la expedición en solitario. Mi estrategia a partir de entonces fue caminar con paso firme y decidido, evitando mantener la mirada a la gente que se cruzaba conmigo. Más o menos pude ir tirando, e incluso disfrutar, dentro de lo que cabe, paseando por las bonitas calles de La Habana Vieja. No en vano, su excepcional situación estratégica, haciendo de  puente entre España y la América continental, hizo de La Habana un centro administrativo y comercial de primer orden. Ello dejó su huella en forma de una arquitectura muy destacable, y a diferencia de otras zonas de la ciudad, muy bien conservada.
  Me llamó la atención el antiguo edificio de la Capitanía General, que albergaba un museo de la ciudad. Decidí visitarlo, con gran acierto, ya que, además de que el edificio era un buen ejemplo de arquitectura barroca colonial, albergaba algunas colecciones de gran interés. Entre ellas destacaba una dedicada a la Guerra de Cuba, donde se podían encontrar uniformes, enseres y estandartes de ambos bandos.
 En otra sala, una veterana empleada, detectó mi condición de español (deben de ponernos un chip a  la entrada del país, porque no había abierto la boca) y me pidió que le cambiara  un par de euros que tenía por CUC. Hablamos un poco, y su compañera, que además era su hermana, como quien no quiere la cosa, se puso a explicarme los objetos de la sala. Se trataban de una lápidas y unos objetos de bronce, los cuales, me interesaban más bien poco. Pero seguí su explicación con cortesía. Luego aún siguió hablándome un rato hasta que nos despedimos. Un rato después entendí la jugada, cuando vi que otras empleadas hacían lo propio con otros turistas y al final, no sin una ligera y fingida resistencia, recibían una propina por sus servicios. Reconozco que también se me pasó por la cabeza ofrecerle unos "acortantes" a mi improvisada cicerone, más que nada por quedar bien. Pero también consideré que ni le había reclamado una explicación, esa sala no me decía gran cosa y ya le había hecho el favor de cambiarle el dinero a su hermana.
Museo de la Ciudad, presidido por Cristóbal Colón.
 En otra parte del museo vi un busto sin rótulo que me dio la impresión de representar a José Rizal, insigne escritor hispano-filipino, y prócer de la independencia del país asiático. Le pregunté a otra empleada y me confirmó mis sospechas. Hablando con ella le desvelé algunos aspectos de Rizal que ella desconocía, por lo que me preguntó si era profesor de Historia. Muchos se preguntan sobre la utilidad de estudiar la Historia. Aunque sólo sea por momentos como éste, merece la pena.
  Tras abandonar el museo, seguí callejeando un rato hasta que decidí volver "a casa" a descansar.
 El edificio del albergue estaba situado junto a un estadio de béisbol. Quiso la fortuna que en el momento en que aparecí por allí se estuviera disputando un partido. Rodeé el estadio para buscar las taquillas y me encontré con una empleada que me explicó que el encuentro ya había empezado hace rato. Ante mi interés por entrar sin importarme ese detalle, acabó permitiéndome acceder libremente.
 El público no era muy numeroso, pero estaba muy animado, creando un gran ambiente, sobre todo cuando algún bateador daba algún golpe ganador. A falta de anuncios publicitarios, no faltaban los letreros con consignas revolucionarias. Nunca había visto un partido de béisbol en vivo. Ciertamente la atmósfera era muy distinta a la que parece existir en el típico recinto estadounidense.
 A pesar de que todos los detalles me llamaban mucho la atención, el juego en sí, me parecía un auténtico tostón. Así que al poco rato, abandoné el estadio.
"Vibrante" partido de béisbol
 Entre pitos y flautas se me habían hecho casi las 5 de la tarde y no había comido nada desde el desayuno. Afortunadamente, el restaurante que me había recomendado el dueño del albergue estaba abierto y pude probar algunas delicias locales a un precio más que razonable, aunque no tan competitivo como en Camagüey.
 En el albergue estaba todo el mundo durmiendo la siesta. Cuando se despertaron, las argentinas me explicaron que habían llegado al sitio en el que habían quedado con nosotros, y al no vernos, se fueron por su cuenta. Según me contaron, contrataron un Cadillac para que les hiciera una ruta por el centro, por lo que pensé que tampoco fue ninguna tragedia que no nos hubiéramos encontrado.
 Con la idea de afinar ciertos detalles logísticos que habían fallado, planeamos otra visita para esa tarde-noche. El dueño del albergue nos ofreció un abanico de ideas, de las que pensábamos hacer unas cuantas.
 Viajar en solitario tiene inconvenientes, pero una ventaja muy grande. No hay que esperar a nadie. En este caso, cuando mis cuatro amigas estuvieron listas la noche había caído sobre La Habana, por lo que la lista de posibles actividades se había reducido a la mínima expresión. Aunque tampoco se puede decir que la espera no hubiera merecido la pena, ya que las cuatro porteñas estaban radiantes.
 El compañero navarro no estaba muy por la labor de salir, pero le convencimos para que, al menos, viniera a cenar.
Fraternidad hispano-argentina
 Como si no hubiera apenas restaurantes en Cuba, elegimos el mismo en el que había comido unas pocas horas antes. No tenía mucha hambre, así que piqué un poco y me centré en seguir probando los deliciosos jugos de las frutas con las que la naturaleza ha bendecido estas tierras.
 El plan tras la cena era ir a una casa de bailes. En el restaurante nos explicaron cómo se llegaba. Las pocas fuerzas que conservaba, se esfumaron cuando nos explicaron que había que tomar dos taxis para ir y otros tantos para volver.
 La idea de ir a bailar con cuatro esplendorosas argentinas sonaba muy bien. Pero aún me sonaba mejor desplomarme en la cama del albergue y descansar. En esas condiciones, hubiera sido un auténtico remorón. Es lo que tiene hacer unos viajes tan exhaustivos. Además aún quería aprovechar la mañana del día siguiente para despedirme de La Habana.

domingo, 18 de septiembre de 2016

CAMAGÜEY

 Esta vez sí, a la hora convenida (bueno, más o menos, que estamos en Cuba) apareció el vehículo que me iba a sacar de Trinidad. Se trataba de una robusta furgoneta en la que ya había 4 personas, y que iba a albergar a unas cuantas más. Entra las que ya estaban, se encontraba una “vieja” conocida. Era la alemana que me había vendido la tarjeta de internet el día anterior. Se dirigía a Santiago de Cuba. A pesar de que la isla es bastante grande y está llena de turistas, en mis peripecias ya había tenido varios reencuentros. Y no sería el último. 
No sabíamos lo que nos esperaba
  La furgoneta empezó a dar vueltas por Trinidad. No para enseñarnos sus encantos, sino para hacer tiempo mientras los compinches del chófer peinaban la ciudad en busca de pasajeros. Tras más de una hora de exhaustiva búsqueda, el vehículo estaba completo (calculo que íbamos unas 12 personas) y partimos rumbo a la mítica ciudad de Camagüey.
 Lo que había comenzado como una divertida aventura, se convirtió al pasar el rato en un incómodo trance, debido a la estrechez del habitáculo, el calor y el bramido del motor. Por suerte, el variado paisaje y el paso de vez en cuando por pintorescas localidades, hacía más ameno el trayecto. También contribuyó a romper la rutina el conductor cuando, haciendo gala de una gran familiaridad, se paró en una cuneta y "le cambió el agua al canario" a la vista del pasaje. Aunque hay que reconocer que tuvo el detalle de darnos la espalda.
Publicidad engañosa: no se cumplía ninguna de las 5. Agradecí mucho la tercera.
  Tras unas cuantas horas (perdí la cuenta), la furgoneta nos dejó en una calle más o menos céntrica de Camagüey. La alemana abandonó la idea de seguir hasta Santiago en un armatoste como aquél y también se bajó. Su idea era proseguir el viaje en autobús, que suponía una paliza considerable. Pero al lado de lo que hubiera sido el viaje en una furgoneta como aquélla, le iba a parecer un paseo en limusina. Me ofrecí a guardarle la maleta en mi alojamiento mientras hacía sus pesquisas en la estación de autobuses. Si no encontraba billetes, pensaba quedarse a dormir en Camagüey. Aparentando ser un auténtico caballero,  le propuse compartir mi alojamiento en caso de necesidad. Aunque mis intenciones eran menos nobles de lo que parecían. Sí, lo habéis adivinado...lo que yo quería era ahorrarme la mitad de la factura por el cuarto.
  Cometiendo un pequeño y craso error, y pensando que quizá no iba a encontrar casa fácilmente, le había preguntado a mi casera en Trinidad antes de salir si tenía algún contacto para alojarme en Camagüey. Me dio un papel con un nombre (Señor Castillo) y una dirección, a la que el servicio “puerta a puerta” de transporte se comprometió a llevarme.
 Nada más llegar a Camagüey, el chófer de la ya legendaria furgoneta, nos dejó en manos de sus auxiliares en la zona, que se ocuparon de conducirnos a nuestros aposentos. “Casualmente”, cuando les mostré mi dirección, uno de ellos dijo conocer al Señor Castillo, al que llamó por teléfono.
 A los 10 minutos apareció para llevarnos a la germana y a mí a la casa.
 Hubo un par de detalles que me parecieron extraños. Cuando le mostré el papel con la dirección se lo guardó en el bolsillo. Cuando se lo pedí después se hizo el sueco (con acento caribeño,eso sí) y tuve que insistir varias veces para que me lo entregara. Y sobre todo, cuando llegamos a la casa, me di cuenta de que las direcciones no coincidían. Le comenté ese “pequeño” detalle, y con gran soltura, me explicó que su casa estaba ya ocupada, y que por ello nos había traído a ésta, lo cual en ningún momento había mencionado. Mi sexto sentido (que habitualmente no funciona mucho mejor que mis otros cinco) me decía que me la habían "colado".
Hogar, no dulce hogar
  La habitación de la casa en cuestión, no me causó un impacto muy positivo, a pesar de tener una cama grande, aire acondicionado, nevera y baño individual. Carecía de ventanas, teniendo solamente una especie de claraboya tapada por un cartón, se escuchaba más que nítidamente el sonido de la televisión del salón que no paraba de emitir culebrones, la calle no tenía muy buena pinta, y la dueña parecía bastante pasota.
  En ese momento me di cuenta de que hubiera sido mucho mejor llegar a la ciudad y haber buscado  alojamiento “in situ”. No es algo complicado, ya que las casas de huéspedes tienen una señal identificativa, y en las ciudades turísticas las hay a patadas.
  Me pasó por la cabeza buscarme otro sitio, pero se me hizo muy cuesta arriba, teniendo en cuenta que venía “recomendado”, que nos había traido el presunto Señor Castillo (hasta me llevó la maleta en su bici) y que, nada más llegar, llevaron en moto a la alemana a la estación (bonito detalle, que lo cortés no quite lo valiente) mientras yo guardaba sus pertenencias en la habitación.
  La teutona vino al rato muy contenta ya que había encontrado billete para Santiago de Cuba, cuya expedición salía en breve, por lo que nos despedimos y afronté en solitario mi estancia en la ciudad.



A Dios rogando y al Che adorando
  Camagüey cuenta con un centro histórico muy destacado. Se trata del mayor de Cuba, y está repleto de iglesias, plazas y monumentos de gran valor. No en vano está reconocido como patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Su calles forman un trazado tortuoso y un tanto laberíntico. Se cuenta que es así para dificultar la huida de los piratas en sus incursiones por la ciudad, haciendo que se perdieran. No sé si tendrían mucho éxito con los piratas, pero conmigo dieron en el clavo. Cada vez que tenía que volver a la casa debía dar unas cuantas vueltas porque acababa totalmente desorientado.


Plaza Agramonte

 Más allá del centro histórico, también había algunos puntos de interés. Visité un bonito parque que presumía de ser el más grande de Cuba. No debe tener mucha competencia, porque me pareció más pequeño que el de Huesca.
  Al lado del parque había un estadio de béisbol junto al que se percibía cierto movimiento. La gente estaba esperando la salida de los jugadores.
 Lástima no haber llegado antes, porque tenía curiosidad por ver un partido de “pelota” en Cuba. Me hizo gracia que, volviendo del estadio, un par de personas me preguntaron que si “habíamos ganado” el partido. Por lo visto me estaba adaptando bien al país y mi pinta de turista estaba decreciendo.
  El parque contaba con un zoológico al que apenas le quedaba media hora para cerrar. Como no era muy grande y la tarifa era más que razonable, lo visité. Aunque su aspecto era bastante humilde, el zoo contaba con algunos ejemplares bastante interesantes, llamándome la atención los flamencos y los cocodrilos.
Vistosos flamencos
 Mi siguiente hito cultural fue el cine. Proyectaban una película cubana llamada “Ernesto” y pensé que sería un buen complemento en mi inmersión sociológica en el país. La sala no estaba muy concurrida (no pasábamos de 10 personas).
 Peor para los que no vinieron, porque la película estaba bastante bien. Ya había visto alguna película cubana en los estupendos ciclos de la Universidad en Huesca. Es un cine con pocos medios, pero que cuenta buenas historias y tiene actores muy creíbles. Y lo más destacable es que, de un tiempo a esta parte, han dejado de lado la propaganda tan habitual unos años atrás.
 Salí del cine un poco tarde, por lo que temía no encontrar algún restaurante para cenar. Me costó un rato, pero encontré uno que, además de estar abierto, me cobraba en moneda nacional. Eso sí, se les habían acabado casi todos los platos y me tuve que conformar con una pizza bastante flojita. Como todas las que me había encontrado por la isla, apenas tenía tomate, carecía de orégano y la masa era bastante fofa. Pero teniendo en cuenta su tamaño, la hora que era, mis gustos humildes y sobre todo su precio, se le puede dar el aprobado.
 Haciendo recuento de mi velada, me di cuenta de que, por menos de un euro, había ido al zoo, había visto un largometraje en el cine y había cenado una pizza con refresco. Desde que el presidente Eisenhower inició el embargo estadounidense, nadie había hecho tanto como yo por estrangular la economía cubana.
 Con mala conciencia, hice un poco más de gasto comprándome un postre en un local algo más aparente y deambulé por las bonitas calles de la ciudad, un poco menos lucidas de noche.
 Al igual que una bicicleta se cae cuando deja de pedalear, me vine un poco abajo una vez que había recorrido las principales calles de Camagüey. Cuando se está solo, la cosa funciona bien mientras haya algo que hacer o un lugar por visitar. En ese momento, sin un objetivo claro, la soledad se me vino toda de golpe.
 Pensando en hacer de la necesidad una virtud, volví a mi alojamiento a descansar, no sin antes perderme unas 3 ó 4 veces.
 La televisión de la casa seguía a todo trapo. Afortunadamente la persona que la estaba viendo estaba más pendiente de su móvil y no puso ningún reparo cuando le pedí que bajara el volumen.
 A pesar de ello me costó mucho dormir esa noche. De algún modo, ese cuarto no me acabó de convencer cuando lo vi y mi inconsciente parecía burlarse di mí diciendo...te lo advertí.
 Sin mucho más que hacer en Camagüey, a pesar de que solo había estado un día, me dirigí a la terminal de autobuses. Me habían advertido de que para llegar a la misma había que tomar forzosamente un taxi. Como buen aragonés  (no sé si bueno o malo, pero aragonés al fin y al cabo) seguí mi propio criterio y fui andando. Ya había hecho la prueba la tarde anterior y, ciertamente, había una distancia considerable. Pero humanamente realizable si se iba con tiempo y energía.
 No faltaron los cantos de sirena de taxistas ofreciéndome sus servicios para llevarme. Uno de ellos me ofrecía llevarme en bicicleta y bajó hasta 2 CUC. Yo con el piloto automático del “no, gracias”, tan conveniente en otras circunstancias, lo rechacé. Y no hice bien, ya que, además, y por seguir la costumbre, me desorienté y acabé haciendo una ruta bastante más larga y penosa, maletón en ristre. Por suerte pude parar a mitad de camino en una guarapería para recuperar la moral y las fuerzas.
 Para entrar en la estación tuve que sortear una legión de taxistas que me ofrecían llevarme al destino que fuera. Ir andando con una maleta por las calles de cualquier ciudad cubana es una tortura, y no precisamente por el peso. Seguían insistiendo incluso cuando les explicaba que tenía billete comprado. Me decía que lo podía devolver y que me hacían mejor precio. Buen intento, pero con la experiencia del día anterior había cubierto el cupo de transporte-aventura.
 Definitivamente me estaba aburguesando. Si es que se puede llamar burgués a alguien que anda más de media hora arrastrando una maleta para hacer un viaje de más de 9 horas en autobús.



martes, 13 de septiembre de 2016

LE SEGUÍAN LLAMANDO TRINIDAD

 Mi idea original contemplaba pasar sólo una noche en Trinidad. Pero pronto descubrí que los planes en Cuba tienen grandes probabilidades de sufrir cambios inesperados.
 De buena mañana, me presenté en la estación de autobuses para comprar mi billete. Tras la habitual larga espera, me dijeron que no quedaban plazas libres ni para ese día ni para el siguiente. Inmediatamente surgió un “plan B” (en Cuba siempre lo hay) en forma de un taxi colectivo que me ofreció un avispado individuo al acecho. A pesar de costar un poco más que el autobús (que tampoco era nada barato) todo eran ventajas: mucho más cómodo, aire acondicionado, me llevaba de puerta a puerta... Yo le compré la moto porque no tenía alternativa. Me dijo que a las 9 me recogería en la puerta de la casa donde había dormido.
 Volví, recogí mis cosas y me tumbé en la cama a reposar. A las 9:20 me empecé a inquietar, ya que nadie daba señales de vida. Así que volví a las inmediaciones de la estación. El sujeto andaba por allí buscando incautos a los que llevar. Al verme, me presentó al chófer y me aseguró que a las 10, sin falta, pasaría por la mansión. Eso sí, no sin antes preguntarme si conocía a alguien para completar la expedición. Esto ya me acabó de escamar.
Vista desde la casa esperando al taxi: afortunadamente no era el de la foto
 Sin mucha fe, volví a la casa y seguí en plan reposo, ora echándome cabezadas, ora viendo la destacada actuación de los heroicos deportistas cubanos en los Juegos Olímpicos.
 A mediodía, contacté con mis anfitriones y les comuniqué que, como mínimo, me quedaría una noche más en su más que grata compañía.
 Como en Trinidad nos conocemos todos, no tardó en aparecer por la puerta de la casa una persona que también tenía un taxi y que me podía llevar al día siguiente. Mi patrona lo conocía y respondía por él, así que me quedé más tranquilo, y me planteé cómo aprovechar lo que quedaba del día en Trinidad. Mi afección gastro-intestinal y su consecuente ayuno no me había dejado con muchas energías, así que me lo tomé con tranquilidad y no me planteé ninguna de mis habituales y extenuantes excursiones.
 Ya llegaba la hora de dar señales de vida a mi familia tras unos cuantos días de viaje. El wifi en Cuba es bastante escaso, por lo que lo más socorrido es adquirir unas tarjetas por valor de 2 CUC, con una clave que permite conectarse una hora en ciertos lugares públicos. Esto lugares son fácilmente reconocibles por la gran cantidad de personas por metro cuadrado, dándole candela al móvil, que se congregan en sus inmediaciones.
 Para adquirir la codiciada tarjeta había una considerable cola tostándose bajo el tórrido sol tropical.
Me sumé a la misma para comprobar que, siguiendo la tradición, avanzaba muy lentamente. Como no hay mal que por bien no venga, me dio tiempo a socializar un poco y me hice colega de una simpática alemana. No sé si por mi macilento aspecto, se apiadó de mí y me vendió una tarjeta de las que ya tenía. Por lo visto iba a hacer acopio, e igual le daba comprar 6 que 7.
 Mientras estaba sentado en la plaza mandando mensajes, apareció la suiza que había conocido un par de días antes en el autobús, junto a su hija. Me pusieron los dientes largos contándome que habían estado en Playa Ancón, y que al día siguiente iban a pasear a caballo por los ingenios azucareros. El talento natural que despliego a la hora de viajar da muchas alegrías, pero también me pierdo muchas cosas por el camino.
La plaza Mayor se empezaba a llenar de turistas
 Quedamos para dar un voltio esa noche e intenté retornar al mundo virtual. Pero no hubo forma de volver a conectarme a internet. Parece ser que éramos muchos los que pugnábamos por la señal y mi móvil de antepenúltima generación partía en desventaja con el resto.
 La alternativa en el mundo real no era mala. Recorrí de nuevo las bonitas calles de Trinidad.
 A pesar de su cantidad de atractivos, la localidad no es muy grande, por lo que en un día da de sobra para recorrer sus lugares más interesantes. Pero además del propio casco urbano, en sus alrededores se pueden visitar sitios tan distintos como pintorescos. Amén de la ya citada Playa Ancón, se pueden recorrer a caballo antiguos ingenios azucareros de la época española o bañarse en las cascadas de un frondoso parque natural (Topes de Collantes).
Suculentos manjares tropicales
 Llegó la hora de la cena y, haciendo de la necesidad virtud, le encargué a la patrona una cena ligera a base de frutas tropicales. Suculentos manjares que le sentaron realmente bien a mis maltrechas entrañas.
 Mi incursión nocturna me llevó de nuevo a la plaza Mayor, tan animada y llena de turistas como el día anterior. Entre ellos se encontraban mis amigas helvéticas. Estuvimos un rato saboreando el concurrido y animado ambiente de Trinidad.
 Bailé algunos pasos de salsa con la hija, con lo que ya cumplí con los dos objetivos que cualquier turista que se precie tiene en mente cuando visita Cuba: bañarse en el Caribe y bailar salsa. Todo lo que llegara a partir de entonces, sería un añadido.
Fraternidad hispano-suiza
 Pasé la noche sin novedad en el frente (mejor dicho, en la retaguardia) y pude descansar en condiciones. Falta me iba a hacer, pues mi siguiente desplazamiento iba a ser en un medio tan incómodo como pintoresco.

domingo, 11 de septiembre de 2016

LE LLAMABAN TRINIDAD

 De Cienfuegos a Trinidad, apenas hay una hora y media en autobús. En este caso me tocó compartir el trayecto con un joven pamplonica que llevaba más de un mes en la isla. Eso le había servido para curtirse y descubrir todos los vericuetos que un turista espartano que se precie tiene que explorar. Ciertamente, una visita a Cuba exige un periodo de rodaje para adaptarse a tan singular entorno. Yo me vi obligado a realizarlo en un brevísimo espacio de tiempo.
 Al bajar en la estación de Trinidad, un grupo de enfervorecidas patronas estaban a la caza del inquilino desvalido. Las pude sortear, no sin apuros, tras explicarles que ya tenía reserva.
 En este caso se trataba de una casa colonial de techos muy altos, en la que me esperaba una enorme habitación.
Descomunal habitación (toda para mí solo)
 En ese momento, no pude disfrutar mucho de sus comodidades y grandes dimensiones, ya que, en cuanto dejé la maleta les pregunté a mis anfitriones cómo podía llegar a la playa. La costa estaba relativamente cerca de Trinidad y, según mi calendario, iba a ser mi única oportunidad en el viaje de tomarme un baño en el mar.
 Me explicaron que podía tomar un autobús o un taxi. Ni qué decir tiene que fui en busca del primero. Pero fue demasiado tarde. A esas horas (sobre las 4 de la tarde) ya no salía transporte público a Playa Ancón. El taxi me pedía 15 CUC por la ida y vuelta, pero se me ocurrió una idea mejor (o por lo menos más económica). Volví a la casa y le pregunté al dueño si me podía conseguir una bicicleta de alquiler.
 Dicho y hecho. A los 20 minutos, ya tenía en mi poder una anticuada pero fiable bicicleta. Me sorprendió la ausencia de manetas de freno (no tanto el que sólo tuviese una marcha). El sistema de frenado era cuanto menos sorprendente. Al pedalear hacia atrás, la bicicleta se detenía.
 Ya montado en mi improvisado medio de transporte, me sentí un aventurero en cuanto abandoné las calles de Trinidad en busca de la costa.
 Al rato llegué a un pueblo costero llamado La Boca, en el que había una playa no muy bonita, pero con gran ambiente local.
 Seguí mi camino, paralelo a la costa, mientras buscaba alguna playa paradisiaca, que es lo que uno espera cuando está en el Caribe. Me detuve en algunas, pero todas ellas estaban trufadas de rocas y distaban mucho de las fotos con las que las agencias de viajes nos hacen picar el anzuelo.
 Llegué a lo que parecía el final de la carretera y me di un baño exprés en las cálidas aguas caribeñas. No sólo para evitar la sustracción de la bicicleta, sino también porque tampoco la playa era gran cosa. Luego me enteré de que no había llegado a Playa Ancón (que era la que buscaba, y presuntamente la más competente).
 Me volví un tanto decepcionado, mientras veía cómo se nublaba el horizonte. En unos minutos empezaron a caer unas gotas, que se convirtieron en un aguacero de enjundia, para el que no estaba preparado.
 La vuelta se me hizo un tanto complicada. Además de la lluvia, tuve que vencer un desnivel que costaba con mi bicicleta de una marcha y algunas tallas menos. Por suerte, la lluvia cesó y pude llegar a la casa de Trinidad sin más incidencias.
Maravillosa arquitectura
  Satisfecho, aunque a medias, mi capricho playero, me centré en visitar la ciudad. En este caso, las calles empedradas, de trazado tortuoso, con casas de sabor colonial, me impactaron mucho más que las de Cienfuegos. El casco histórico de Trinidad está muy bien conservado, y es una visita que merece la pena.
 Aunque lo mejor del día me esperaba en la casa. Había encargado una cena, y cuando llegó el momento, me hicieron subir a una terraza. Allí me esperaba una mesa con una sombrilla decoradas con luces. Acostumbrado a entornos humildes y espartanos, eso me pareció el colmo del lujo. Además, la cena a base de pescado y productos tropicales resultó exquisita. Esto son los detalles que hacen la diferencia.
Animado ambiente nocturno
 Aún me quedaron ganas de ir a echar un vistazo al ambiente nocturno de Trinidad. En el centro había una plaza con escaleras donde se sentaban los turistas. Más arriba, un conjunto musical hacía bailar a muchos de ellos tocando sones cubanos. Al rato no me empecé a sentir bien del todo y me volví a descansar.
 Unos rugidos en mi tripa auguraban una noche complicada. Y así fue. Los excesos cometidos en forma de probatinas culinarias callejeras me empezaron a pasar factura, debiendo rendir visita a los "tigres" de la casa con gran frecuencia. A pesar de estar en tan incómodo trance, no pude evitar sentirme afortunado al tener que pasarlo a cubierto, y no viajando en autobús , por ejemplo.
 Mi primer día en Trinidad había sido bastante accidentado. Pero la bonita ciudad colonial me guardaba algunas sorpresas más, de muy distinto signo.




martes, 6 de septiembre de 2016

CIENFUEGOS

 Las más de tres horas en autobús de La Habana a Cienfuegos se me hicieron muy amenas gracias a la compañera de asiento que me tocó en suerte. Se trataba de una suiza de ascendencia española que andaba en busca de su hija, que llevaba más de un mes viajando por la isla. La helvética no paraba en Cienfuegos, así que nos despedimos, pensando en que quizá nos podríamos encontrar más adelante en nuestro periplo cubano.
 En la estación de autobuses me esperaban algunos infatigables caseros en busca de huésped. De no haber reservado con antelación, no hubiera sido mala idea jugármela y haberme dejado atrapar en sus redes. No sólo porque ofrecían tarifas bastante competitivas, sino porque me llevó un buen rato encontrar mi alojamiento en la ciudad caribeña.
 En mi reserva no aparecía ninguna dirección y la situación de la casa estaba mal situada en el plano de la página web. Con dichas pistas, ni siquiera el afamado Inspector Clouseau hubiera dado con ella.
 Fui dando tumbos, maletón en ristre, preguntando a la gente sin éxito. Hasta que , curiosamente, en la competencia (otra casa de huéspedes) encontré la ayuda definitiva. La clave es que yo les preguntaba por el nombre oficial de la dueña, y ésta era conocida por su diminutivo.
 Ya en la casa, me dijeron que mi habitación estaba ocupada, pero me podrían ofertar otra equivalente, aunque me advirtieron de que no era la de las fotos de la página de internet. Igual me daba, ya que en lo que me había fijado para la reserva era en la dirección (cercanía a la estación de buses). Aunque, por cierto, dadas las discrepancias en la versión digital y la real, tampoco se cumplía del todo.
 Una vez aposentado en mi improvisada, aunque correcta habitación, hice mi primera incursión en la ciudad. Cienfuegos fue fundada por colonos franceses. No sé si por esa razón (aunque pensándolo bien Burdeos también fue creada por franceses y me gusta), por sus distribución de calles en cuadrícula o porque su salida al mar era un quiero y no puedo, no me llamó mucho la atención.
Plaza de Armas presidida por el prócer Martí
 La Plaza de Armas, y un par de bulevares, amén de un malecón, todos ellos con presencia de casas de estilo colonial, tienen cierto interés. Pero creo que una mañana o una tarde pueden servir para apreciar los encantos arquitectónicos del lugar.  Ante lo limitado (para mi gusto) de éstos, tuve que centrarme en los gastronómicos.
 Había encargado que me sirviesen cena en la casa de huéspedes, a pesar de que los 10 CUC parecían un precio un tanto elevado. Pero cuando me empezaron a sacar viandas sin freno, los di por bien empleados. Y en esa casa no solo alimentaron mi estómago. Mi curiosidad fue convenientemente satisfecha en la conversación que tuve con las habitantes de la casa. Nada menos que 3 generaciones de una misma familia vivían bajo el mismo techo, con una cuarta en camino. Cada una de ellas veía la situación del país de distinta forma, aunque todas ellas destacaban por su espíritu de lucha para salir adelante con dignidad.
 Nada mejor que un paseo para digerir tan opíparo ágape. Bajé andando por el malecón, lugar de reunión para la juventud local, especialmente animado al ser sábado noche. Yo, en mi condición de no joven y forastero, me limité a observarlos y seguir mi camino hasta el extremo de la larga avenida, que era el final de la ciudad, limitada por una enorme bahía, a la que a duras penas se le divisaba salida al mar abierto.
Vistas de la bahía
 A la vuelta, paré en un kiosco para echarme un trago y un afable individuo, tras comprobar mi origen español, me comentó que había competido en los Juegos Olímpicos de Barcelona, en el noble arte del boxeo. La verdad que, ni por edad (le echaba 30 años como mucho) ni por complexión (yo le hubiera aguantado más de medio asalto) me encajaba. Pero por si acaso me escabullí disimuladamente, temiendo más el sablazo que el "crochet".
 A la mañana siguiente, pude encontrarme con unas calles bastante animadas. A los turistas despistados como yo, se le sumaba una numerosa parroquia local que acudía a pasear o a escuchar algunas orquestas callejeras, pudiendo elegir entre repertorio clásico o bailes caribeños.
Cuba y la música: matrimonio inseparable
 Habiendo descartado desayunar en la casa de huéspedes me dejé llevar por los cantos de sirena de las delicias callejeras que me ofrecía la ciudad en moneda local. Por momentos me sentí como un nuevo rico que, de repente se encuentra con dinero fresco en el bolsillo con el que comprar productos que nunca han estado a su alcance. Así, empecé con un inédito y delicioso jugo de tamarindo, al que siguió un suculento helado en la cadena Coppelia, una humilde pero contundente pizza a la que acompañé con un delicioso zumo de manzana, un vaso del suculento guarapo, para acabar con un tentador aunque no exento de peligro batido de mango con hielo picado. A mitad de éste se me encendió la luz de alarma. Hielo en un local semicallejero de Cuba...Si me hubiera visto la profesora de Higiene de los Alimentos, me suspende con efectos retroactivos (menuda era ella). Así que lo dejé a mitad, y me volví a casa a recoger la maleta y despedirme de Cienfuegos en busca de mi siguiente destino.
Yo tampoco renuncio a los míos: helado en Coppelia a 2 pesos
 Como he dejado entrever durante mi entrada, la ciudad me pareció correcta sin más en lo arquitectónico. Pero en la vertiente niunclavelista, superaba todo lo que había visto hasta la fecha.



jueves, 1 de septiembre de 2016

ATERRIZANDO EN CUBA

 A pesar de que Huesca cuenta desde hace algunos años con un flamante (por el poco uso) aeropuerto, en mis viajes siempre tengo que desplazarme bastantes kilómetros para coger mis vuelos. En este caso el trayecto a Madrid fue más cómodo que de costumbre al poder hacerlo en AVE, gracias a una tarifa más que competitiva. Pero no se lo agradezco a la RENFE, sino a los amables lectores españoles de este blog, por haber contribuido gustosamente a financiarme parte del importe del billete mediante sus impuestos.
 Las 10 horas de vuelo de Madrid a La Habana en una compañía de bajo coste (Evelop!) me infundían cierto temor. Nada más lejos de la realidad, ya que la tripulación ofertó un servicio digno de cualquier aerolínea de bandera.
 El aeropuerto de La Habana presenta el típico diseño funcional de cualquier aeropuerto del mundo, pero se respiraba un ambiente distinto, más informal y relajado. Esto se empezó a traducir en una espera superior a la habitual para recoger mi maleta de la cinta y se confirmó en cuanto acudí a una oficina de cambio de moneda. La cola no era muy grande, pero avanzaba muy lentamente, ante la desesperación de una turista española situada delante de mí, que parecía mostrar cierta urgencia por abandonar la isla. Ya empecé a darme cuenta que ir con prisas en este país sólo podía conducir a la frustración.
 Cuando llegó mi turno, la empleada me explicó que esa oficina era sólo para cambiar moneda nacional a extranjera, por lo que debía buscar otra oficina situada en el exterior del aeropuerto para cambiar mis Euros.
 Otra nueva espera que me sirvió para obtener CUC (divisa para turistas cuyo valor es similar al Euro), no siendo posible hacerme con moneda nacional. Ello sólo se podía hacer en la ciudad.
 Ahora tocaba buscar transporte hacia el centro. Mis pesquisas no consiguieron encontrar transporte público, por lo que intenté reclutar compañía para compartir un taxi. Toda la gente a la que pregunté venía con paquetes turísticos que incluían transporte, así que me enfrenté en solitario a algo que detesto: el regateo. Los taxistas insistían en que por menos de 25 CUC no me podían llevar, ya que era la tarifa oficial. Uno de ellos me llevaba por 24, y me dijo que las tarifas estaban expuestas en un cartel dentro. Lo comprobé, me di por vencido y accedí a que me llevara.
 El trayecto del aeropuerto a mi alojamiento me sirvió para darme cuenta de que había llegado a un lugar único, con una atmósfera totalmente genuina. Sobre todo me llamaron la atención dos detalles: los modelos de coches muy antiguos y las vallas que en vez de anunciar productos, promocionaban consignas políticas.
 Básicamente, en Cuba hay dos opciones de alojamiento: hoteles y casas particulares donde te alquilan una habitación. La segunda me parece mucho más interesante, y fue la que elegí. Para esta primera noche, se trataba de una casa no muy céntrica, pero situada muy cerca de la terminal de autobuses.
 En la casa me recibió una pareja tan provecta como entrañable. El hombre me enseñó la habitación que contaba con aire acondicionado, baño privado y, no menos importante, una nevera con una jarra de agua hervida y filtrada. El agua del grifo en Cuba tiene mucho peligro, como pude comprobar más tarde.
 La conversación con los dueños fue de lo más interesante. Tenían colgado un retrato del Che Guevara, y al hacer referencia al mismo, el hombre me contó que había participado en la Revolución junto a Raúl Castro.
 Se hizo de noche, pero no renuncié a mi primera incursión por la ciudad. Estaba situado en un barrio humilde y la iluminación era más que tenue, lo que hizo que diera mis primeros pasos con cierta prevención. No tenía ningún mapa, así que confié en mi talento natural y empecé a recorrer las oscuras y para mí inquietantes calles.
 Pronto empecé a relajar la guardia. A pesar de las apariencias, en ningún momento tuve sensación de inseguridad. Luego me enteré de que a los cubanos que delinquen contra turistas les cae un paquete de cuidado. Así que, bien mirado, en este caso no es ninguna desventaja "cantar a turista".
 Tenía previsto llegar al Malecón, pero sin orientación me limite a dar vueltas sin rumbo. Fui a dormir y a la mañana siguiente, tras un nutritivo desayuno servido en la casa y ayudado por el Astro Rey salí a patear La Habana con más criterio.
Plaza de la Revolución
 Empecé por la Plaza de la Revolución, gigantesca explanada estilo soviético con un enorme monolito y efigies de los líderes revolucionarios a gran tamaño en las paredes. Esto se empezaba a animar.
 Seguí mi camino, no sin antes ser abordado por un simpático individuo local, que no me quedó claro si lo hacía por las ganas de hablar o buscando sacarme algo. No tardarían en aparecer los que sin lugar a dudas buscaban lo segundo.
 Me interné en Centro Habana, zona con mucha solera, que, al ser menos turística que La Habana Vieja, no ha recibido apenas inversiones para su mantenimiento. Eso hace que muestre un aspecto muy descuidado.
 Con el egoísmo más absoluto del turista que sólo pasa de visita por un lugar, sin pensar en que hay gente que vive allí todo el año, me pareció un lugar muy interesante. No solo por ese aire arquitectónico desvencijado muy particular, sino por la gran vitalidad y ambiente humano que se palpaba.
Centro Habana:ambiente singular y espíritu revolucionario(al menos cara a la galería)
 Llegué al mítico Malecón. Pero a mediodía, y bajo un sol de justicia, sólo servía como lugar de paso y a ser posible que ese paso sea firme, puesto que empezaban a aparecer los simpáticos a la par que molestos jineteros.
 Apenas puse un pie en La Habana Vieja (centro histórico y turístico), me abordó un señor al que cometí el pequeño pero craso error de preguntarle por la Cadeca (casa de cambio de moneda). Aunque estaba a sólo dos calles insistió en acompañarme mientras me daba consejos para mi estancia en Cuba. Al dejarme en la cola, comprendí tanto derroche de amabilidad cuando me pidió un CUC o un Euro  para "echarse un café". En ese momento no tenía nada suelto, lo cual provocó una situación un tanto incómoda, de la que tomé buena nota para ir con más cautela.
 La fila contó con la ya habitual espera, amenizada por un sujeto que me ofrecía cambiar mis euros con un mejor tipo de cambio. Lagarto, lagarto..No gracias...Si eso, mañana...
 La media hora en la cola mereció la pena. No sólo conseguí CUC, sino también los codiciados Pesos Cubanos que me iban a dar muchísimo juego.
 Mi primera inversión con ellos fue adquirir guarapo (jugo de caña de azúcar) recíen hecho en un humilde local, por la módica cantidad de 1 peso. (1 CUC=25 pesos cubanos). A pesar de su ínfimo precio, el guarapo es una auténtica delicia, que recomiendo probar a todo el mundo que lo tenga a su alcance.
 Con el ánimo renovado por el néctar de los dioses, volví a la casa donde había dormido a recoger la maleta, me despedí de los amables inquilinos y me dirigí a la estación de autobuses para poner rumbo a la Perla del Sur.