sábado, 22 de octubre de 2016

RUMBO A MACHU PICCHU

 Poco después del alba, con ligero viento de Levante, una furgoneta me recogió en la puerta del albergue, donde amablemente se habían ofrecido a guardarme la maleta hasta que volviera. No estaba yo como único representante del Casa Inn, sino que también venía una pareja de madrileños, con los que no me había cruzado aún durante mi estancia.
 En una operación que me recordaba a mi salida de Trinidad, en Cuba, la furgoneta fue dando vueltas por Cuzco recogiendo a gente por los diversos alojamientos de la ciudad, empleando para ello casi una hora. No faltaba quien se preguntaba, con bastante buen criterio, por qué no se había fijado un punto de encuentro, donde todos nos hubiéramos montado a la vez.
 Los primeros kilómetros los recorrí con los ojos como platos presenciando los paisajes y los pueblos que rodean al Cuzco. Siempre he tenido la impresión de que como se conoce un país es a base de recorrer sus carreteras, mucho más que visitando grandes capitales, cada vez más parecidas unas a otras. Para completar la inmersión en la idiosincrasia peruana, el conductor nos obsequió con un hilo musical que consistía en un repertorio interminable de estridente cumbia local.
Montañas nevadas
 Pronto la ruta empezó a ganar altura, mientras nos acercábamos a una cordillera. Los escenarios ganaban en dramatismo y belleza, llegando a superar los 5000 metros sobre el nivel del mar.
 Tras unas cuantas horas de trayecto, la furgoneta se metió en una pista y se detuvo junto a un restaurante. Los que habíamos reservado el paquete completo, íbamos a disfrutar allí de nuestra primera comida. Aquéllos que sólo habían solicitado el transporte se iban a tener que conformar con mirarnos cual niño pobre en las novelas de Dickens pegado a la ventana, mientras los ricachones se dan un banquete. Tampoco es que fueran las bodas de Camacho, pero la comida, sin ser nada del otro mundo (en este caso era del Nuevo Mundo), estuvo bastante bien.
A partir de allí, lo que había sido un agradable (a pesar de la cumbia) paseo, pasó a ser una incómoda y trepidante travesía. La ruta discurría por una pista de tierra que cresteaba por las laderas de un angosto valle. Esto no parecía asustar al intrépido conductor que circulaba con una tranquilidad pasmosa. No sucedía lo mismo con nuestra compañera madrileña, que pasó un muy mal rato cada vez que el vehículo se asomaba al abismo. En mi caso, aunque no estoy acostumbrado a circular en esas condiciones, me tranquilizaba el hecho de pensar que el conductor realiza ese trayecto a diario y se lo conoce al dedillo, sabiendo hasta dónde puede llegar la furgoneta. En todo caso, yo tampoco tenía mucho que hacer, más que dejarme llevar.
Camino de Aguas Calientes. Salgo guapo,¿eh?
 Tras unas tres horas de traqueteo, polvo y cumbia machacona, llegamos a una central hidroeléctrica donde nos dejó la furgoneta. Desde allí se puede tomar un carísimo tren o seguir una senda que en dos horas conduce al pueblo de Aguas Calientes. Ni qué decir tiene que opté por la segunda opción, no sólo por ahorrarme la abusiva tarifa, sino también por disfrutar de una agradable caminata atravesando un excepcional paisaje de montaña.
 Básicamente, el trayecto discurría por un valle en el que había que ir siguiendo las vías del tren, que cada cierto tiempo aparecía haciendo cundir el pánico entre los caminantes, especialmente si se encontraban atravesando alguno de los túneles que se encontraban en la ruta.
 Después de un par de horas de travesía, encajonado entre montañas, apareció ante nuestros ojos Aguas Calientes, lugar donde íbamos a pernoctar.


Aguas Calientes
  En la Plaza de Armas, bastante concurrida a esa hora de la tarde, se encontraban empleados de las agencias gritando a viva voz los nombres de las personas de las que se iban a encargar para coordinar los alojamientos. Ni que decir tiene, que ese método tan arcaico, aunque no exento de encanto, resultaba un tanto caótico.
 Al final, a base de dar vueltas y preguntar por acá y por allá, nos conseguimos agrupar en torno a nuestro líder, que nos llevó a un humilde hostal. En el establecimiento no había sitio para todos, por lo que "los elegidos" volvimos a la Plaza de Armas, donde nos endosaron a otro coordinador, que a su vez, nos dividió en varios subgrupos.
 Tras tanta fisión, Alfonso el protón (servidor) acabó como único representante de su grupo en una pensión demasiado humilde hasta para mis poco exigentes estándares.
 Me tocó en "suerte" una habitación con varias literas y camas de matrimonio, donde dormían varias parejas, a pesar de que aún no eran las 7 de la tarde. La única persona despierta de la habitación era una joven y simpática argentina que había viajado sola hasta allí.
 Una vez aposentado, salvando las dificultades de moverme en una habitación oscura, me volví a reunir con mi grupo primigenio para ir a cenar, lo cual seguía incuido en mi reserva. Compartí mesa con una pareja de peruanos y un costarricense, con el que al acabar el ágape me fui a dar un paseo por el pueblo.
Aguas Calientes es una localidad con poca historia, enfocada totalmente al turismo. No se puede decir que no sea agradable, pero carece totalmente de "alma". Eso sí, su entorno montañoso es absolutamente privilegiado y su situación estratégica, como última estación de tren antes del Machu Picchu hacen que sea un enclave muy visitado.
 La idea de acostarnos pronto para descansar y afrontar el madrugón del día siguiente, se alejó cuando nos encontramos a mi compañera de habitación junto a un grupo de 4 simpáticos chilenos (dos chicas y dos chicos).
 Nos metimos en un bar y tuvimos una animada conversación, mientras un camarero un tanto "empanado" iba sacando tragos sin parar. Yo con la sangre fría que me caracteriza dentro y fuera de las canchas, sólo me pedí una cerveza. El alcohol en altitud no me sienta bien, había que madrugar al día siguiente, y los precios en Aguas Calientes son precios "turísticos", más popularmente conocidos como "clavadas".
 Al filo de medianoche nos echaron (de buenas maneras, eso sí) del bar que cerraba y ante nuestra sorpresa, a la hora de pagar la abultada cuenta, nuestro compañero costarricense se nos había adelantado pagado todas las rondas. Gran detalle que sobrepasa la comprensión de una mente tan analítica como la mía. Un abrazo, Emel, una persona tan entrañable como generosa, que sabe que si se pasa por Huesca será tratado como se merece.
 Los dos muchachos chilenos y la argentina se quedaron hablando en un banco y yo me retiré al llamémosle albergue.
 Mi habitación estaba cerrada a cal y canto y yo no contaba con llave. La había solicitado al  llegar por la tarde y me habían dicho que no tenían copia para todos, pero que ya se encargarían de abrirme.
  Mis tímidas llamadas, que acabaron siendo violentos golpes en la puerta no obtuvieron respuesta. A poco más de 3 horas para el "toque de diana", la situación se ponía interesante. Para darle mayor dramatismo al momento, casi me tropiezo con un perro que andaba suelto por las oscuras escaleras del edificio, que se puso a ladrar furiosamente, dándome un susto de muerte.
 Bajé a recepción y no había nadie, por lo que volví en busca de mi compañera para informarle. Volvimos a la recepción con ella y los compadres chilenos. Uno de ellos llamó desde su teléfono al hostal. Tras algunos intentos, de un cuarto en la planta baja surgió una somnolienta niña de unos 11 años tan asustada como era de esperar en esas circunstancias. Le explicamos la situación y nos dejó una copia de la llave, de la que se hizo cargo la argentina.
 Por fin, pasada la una de la madrugada, pudimos asegurarnos un techo para lo poco que nos quedaba de noche. La habitación, muy poblada cuando tomé posesión de ella, aparecía extrañamente vacía, lo que explica que nadie me abriera cuando llamé.
 Como no hay mal que por bien no venga, la ausencia de huéspedes nos permitió un apacible, aunque muy corto descanso, muy necesario en vísperas del día en el que tocaba visitar una de las grandes maravillas de la Humanidad.


miércoles, 19 de octubre de 2016

TRAS LA HUELLA INCA EN EL CUZCO

 Mi primera mañana en Cuzco me hizo enfrentarme de bruces con una triste realidad. Cuando bajé a desayunar en el albergue, me atendió una niña que no debía pasar de los 10 años Si algo me impactó en mi viaje no fue tanto la pobreza, que también se deja ver por nuestras calles, sino el trabajo infantil.
 Afortunadamente la madre ya había vuelto a la hora de abandonar el albergue y abonar la factura. Temas de negocios es mejor tratarlos con adultos (los otros también, pero algo es algo).
 Y es que, en una astuciosa estrategia, había buscado otro albergue más céntrico y concurrido para la segunda noche, con la idea de conocer gente, algo que no había sucedido en el primero. Pero había podido descansar bien, que era lo que necesitaba tras enlazar tres vuelos sin haber dormido.
 Calculaba que mi nuevo alojamiento estaría a unos 20 ó 25 minutos andando del primero, lo cual hizo que desechara la idea de tomar un taxi, más por evitar el insidioso regateo, que por el precio (en teoría bastante razonable) que iba a tener que pagar.
 Ya llevaba unos 10 minutos avenida abajo cuando me paré a observar mis progresos sobre el plano. Me costó un buen rato ubicarme, hasta que me di cuenta de que había tomado el sentido contrario de la calle, por lo que me estaba alejando de mi objetivo. Tuve que desandar lo andado y encarar una amplia e insulsa avenida que parecía que no acababa nunca, todo ello bajo el poderoso sol peruano, que parece que no, pero pega de lo lindo. Cansado de la monótona avenida, me desvié un poco para acabar desplazándome por unas bulliciosas calles llenas de puestos de venta de todo tipo, que dificultaban sobremanera el manejo de mi ya más que trotada maleta.
 Así, lo que en un taxi hubiera supuesto unos 10 minutos como mucho (y un regateo), se convirtió en un agónico peregrinaje de más de 40 minutos. Allí aprendí que el niunclavelismo tiene un límite, que se llama sentido común.
  Mi segundo albergue en el Cuzco era más del tipo “para mochileros”, con un luminoso patio que hacía las veces de zona común. Fui atendido por una simpática doceañera (vamos mejorando). Esta vez la habitación era compartida, pero sólo había una persona más, que en ese momento se encontraba ausente.
 Ya libre de maletones y mochilas, salí a dar un voltio por el centro de la ciudad, para acabar subiendo unas empinadas cuestas que me iban a llevar a un conjunto arqueológico de gran interés. Se trata de 4 yacimientos incas situados en el entorno del Cuzco que se pueden visitar con guía y acomodado en un autobús, o hacerlo a tu aire. Yo, como buen liberal, me decanté por la segunda opción.
Saqsayhuamán
 Al primero de los yacimientos se puede ir andando desde el centro, aunque para ello hay que superar unas rampas de enjundia. Notaba que me cansaba el doble que en condiciones normales, hecho sin duda achacable a la elevada altitud sobre el nivel del mar a la que me estaba moviendo.
 No se pueden visitar los 4 lugares por separado, sino que hay que comprar un bono que da acceso a todos ellos. También existe la posibilidad de adquirir otro bono que permite la entrada a nada menos que 16 yacimientos por la región, pero no iba a tener tiempo de verlos, así que me quedé con el billete básico.
 Saqsayhuamán (caray con el nombrecito) resultó ser el más interesante de todos, ya que, aparte de tener unas murallas muy bien conservadas, contaba con bonitos miradores sobre la ciudad. En sus alrededores también se puede visitar una enorme estatua de Jesucristo, bastante parecida al mítico Corcovado carioca.
Q'enqo
 Un paseo de unos 15 minutos me condujo a Q'enqo, ilustre conjunto de rocas ceremoniales, que no me dijo gran cosa.
Más complicado resultaba acceder a las otras dos ruinas, que estaban muy cerca la una del otra, pero a casi 5 km de la segunda. Por suerte había un autobús que hacía una ruta por la zona y dejaba muy cerca.
Pukapukara
 El hecho de haber ido sin guía y de no ser muy ducho en el arte incaico hace que no pueda decir mucho sobre estos dos yacimientos cuyos nombres eran Pukapukara y Tambomachay. Dejo, eso sí alguna foto para que los lectores del blog se hagan una idea. Mil disculpas a los sufridos incas, que después de la currada que se habían pegado para construir todo eso, merecerían un poco más de reconocimiento, pero yo soy más de gótico y barroco.
Tambomachay
 Para volver, repetí la operación de tomar el autobús, pero en lugar de bajarme en el primer yacimiento y volver bajando por terreno conocido, seguí la ruta pensando que me dejaría en la Plaza de Armas. Viendo que la furgoneta no dejaba de caracolear por las laderas que rodean a la ciudad y que cada vez iba más llena, decidí bajarme en cuanto entramos en un terreno más o menos llano. No tenía ni idea de dónde estaba, pero gracias a mi talento natural, pude llegar tras un rato a la Plaza de Armas siguiendo el lento pero infalible método del ensayo/error.
 Para el día siguiente se me había antojado ir al Machu Picchu (antojos que tiene uno), por lo que busqué la oficina que me habían recomendado en el primer albergue, ya que ofrecían una oferta interesante. Antes de comenzar mi viaje, había curioseado un poco el precio de las excursiones a la gran maravilla andina, y al ver que no bajaban de 200 euros, lo había descartado. Pero sobre el terreno, la cosa tenía otro color.
 No encontré la oficina que buscaba, pero no hubo problema. En otro local cercano, de las decenas que hay, obtuve un paquete similar al mismo precio, que incluía el transporte, varias comidas, una noche de alojamiento y la entrada al Machu Picchu. Todo ello por menos de la mitad que los temidos 200.  El que estuviera dispuesto a gastarse tamaña barbaridad, obtenía un viaje de ida y vuelta en tren hasta la cima. Demasiado fácil, y sobre todo, demasiado caro.
 Ahora que ya tenía asegurada la excursión, no podía faltar el complemento indispensable para llevarla a cabo: el típico gorro andino que adquirí en un mercadillo callejero por unos humildes 7 soles (unos 2 €).
 Repetí cena en el comedor vegetariano del día anterior (¿quién da más y mejor por menos?) y fui pronto a descansar, ya que el día siguiente prometía ser movido. En el cuarto del albergue me encontré con mi compañero, un simpático alemán, que aún me cayó más simpático cuando pude comprobar que no roncaba y me dejó dormir plácidamente.


jueves, 13 de octubre de 2016

CUZCO: UNA CIUDAD A LA ALTURA

 La ciudad de Cuzco está situada a unos 3400 metros sobre el nivel del mar. Si, como era el caso, se llega a ella desde alturas mucho menores, aparecen ciertas molestias denominadas “mal de altura” o “soroche”. A eso le sumamos que había llegado sin apenas dormir, lo que hizo que no me enfrentara a mi primera disputa en las mejores condiciones. 
  A diferencia de lo que sucede en otras ciudades, el aeropuerto de Cuzco está situado en el casco urbano. Pero en este caso, mi alojamiento se situaba a más de media hora andando, por lo que creí conveniente coger un taxi. Para tener una referencia, le pregunté a mi vecino del último vuelo cuánto me costaría la carrera, y me dijo que 7 “lucas” como mucho.
 A pesar de emplearme a fondo con las pocas fuerzas que atesoraba en ese momento, no conseguí bajar de 20 soles (algo más de 5 euros) en mi brega con los taxistas que me aguardaban en el aparcamiento del aeropuerto. Por si no hubiera tenido bastante con semejante tajada, durante el trayecto,el taxista me ofreció alojamiento y excursiones. Todavía no sabía que si algo es fácil de conseguir en Cuzco, es una excursión, por lo que anoté su teléfono y le dije que le llamaría en caso de decidirme por su oferta de ocio, no así la de alojamiento que ya estaba reservada. 
  Habiendo calculado de antemano que no estaría para mucha juerga, había reservado una habitación individual, en un lugar tranquilo, algo alejado del bullicioso centro.
Espectaculares vistas desde mi cuarto
 La habitación contaba con dos camas aunque, en principio, iba a ser el único ocupante de la misma. También ofrecía unas espectaculares vistas a las montañas cercanas.
 La recepcionista me trató con gran amabilidad, respondiendo a mis cuestiones sobre la ciudad, y ofreciéndome todo tipo de visitas y excursiones. Allí me di cuenta de que la ciudad y sus alrededores iban a dar muchísimo juego.
 Por motivos de espacio, y teniendo en cuenta que en mi primera semana de viaje transitando por Cuba no la iba a necesitar, prescindí de llevar conmigo ropa de abrigo. Pero las noches en el altiplano andino son frías, así que lo primero que hice una vez instalado en el albergue fue buscar ropa de abrigo. Bien aconsejado por la recepcionista, me dirigí a un mercadillo callejero tan bullicioso como variado. El sistema capitalista se expresaba en todo su esplendor, constrastando con la limitada oferta comercial que había encontrado en Cuba.
 No tardé en encontrar un puesto con cazadoras de diversos tipos. Aunando austeridad con practicidad, adquirí una de segunda mano por 30 soles (unos 8 euros), que no me iba a otorgar ningún trofeo a la elegancia, pero que cumplió con creces su misión de protegerme del frío andino durante el resto de mi periplo.
 Siguiendo con mi tónica de humildad acudí a otro mercado, en este caso de comida. En él pude mitigar la nostalgia por mi país y por el último que había visitado de una tacada, pidiéndome un contundente plato de arroz a la cubana. El popular plato difería del español en la presencia de plátano frito junto al resto de los habituales arroz, huevo frito y tomate. Este nuevo ingrediente, aparte de darle un toque muy americano, le sentaba bastante bien.
 Era curiosa la disposición del mercado, ya que los puestos se reunían por gremios muy especializados. En el  puesto donde comí yo y en los que le rodeaban sólo cocinaban arroz. También existía la zona de los escabeches y otra a la que me dirigí después para culminar mi ágape: la de los jugos de frutas. En este caso, elegí el de papaya y maracuyá. No se andaban con tonterías en el puesto y me hicieron un jugo tan descomunal que, de haber tenido unos ingredientes más habituales en mi dieta, lo hubiera dejado a medias.
 Las dos dependientas que me atendieron en el mercado tenían ganas de conversar y les llamaba la atención que fuera español. Me extrañó, porque por la ciudad se veían unos cuantos, pero luego pensé que no serían muchos los que frecuentasen ese mercado.
Plaza de Armas
 Mal dormido, pero bien comido, me dirigí por fin al centro de Cuzco, en el que destaca la imponente Plaza de Armas. En Hispanoamérica es común llamar así a la Plaza Mayor de cada localidad. En este caso, la gran cantidad de iglesias y edificios coloniales que la circundaban, el buen estado de los mismos, y su disposición rodeada de colinas, hacían que la plaza me causara una gran impresión. Y por lo visto,no sólo a mí, ya que estaba repleta de turistas. 
 Y donde hay turistas, hay quien intenta sacar beneficio. No se llegaba al nivel de La Habana, pero pasear bajo los soportales de la plaza y sus alrededores había de hacerse sorteando innumerables comerciantes ofreciendo excursiones, prendas de abrigo, comida y hasta masajes.
  La doble condición de capital del imperio incaico y cabecera de la administración virreinal en la época de dominio español, han dejado en el Cuzco un legado arquitectónico impresionante, que hace una delicia pasear por su centro histórico.
 Pero como no sólo de arte vive el hombre, una vez recuperado de un "mini síndrome de Sthendal" me centré en la búsqueda de un lugar donde cenar. Uno de los platos más típicos del Perú es el cuy, un gigantesco roedor que, en principio no me apetecía mucho degustar.  Esta ligera aversión, tornó en rechazo absoluto cuando ese día vi algunos ejemplares despellejados a la venta en un puesto callejero. Ya por extensión, se me quitaron las ganas de comer carne por un tiempo. Por eso me causó una gran alegría encontrarme con un comedor vegetariano.
 El lugar era humilde, pero la comida era abundante, muy rica y por sólo 5,5 soles (1,5 €) ofrecía dos platos, pan e infusión.
Cuzco de noche
 Aún me di una vuelta por la ciudad de noche que, a la belleza de sus edificios históricos iluminados sumaba el impresionante panorama de las luces de las viviendas de las colinas que la rodean.
 Con la certeza de que aún me quedaba mucho que hacer por Cuzco y su región, me dirigí al albergue donde pude tomarme un merecido y necesario descanso.

domingo, 2 de octubre de 2016

CUANDO SALÍ DE CUBA

 Mi vuelo salía a primera hora de la tarde, por lo que aproveché la mañana para darme un paseo por La Habana Vieja.  Aunque podía haber llegado en unos 20 minutos andando, no quise irme sin probar a coger un «almendrón» .  Tras ver pasar dos completos, pude probar la sensación de viajar en un coche de los 50 en pleno siglo XXI. Lo que para mí fue toda una experiencia, para los ocupantes que montaban y bajaban se trataba de un mero trámite en su complicado quehacer cotidiano.
Vistas de La Habana desde el albergue
 Lo primero que hice al llegar al centro fue visitar una librería, a ver si me hacía con alguna obra que despertase mi espíritu revolucionario. El catálogo de obras no era muy extenso, pero me pude hacer con un libro de ensayo histórico a muy buen precio. Curiosamente en la Plaza de Armas, a no mucha distancia, había un mercadillo de libros usados a un precio mucho mayor que los nuevos de la librería.
 Durante mi paseo por las viejas calles de la ciudad no dejé de desaprovechar grandes oportunidades como la de comprar "auténticos" puros habanos, el "mejor" ron de Cuba o contar con un guía "oficial" para conocer los entresijos de la ciudad. Pero la falta de tiempo y el no querer cargar con tan valiosos obsequios en el resto de mi viaje, me hizo rechazarlos. Le hice mucho más aprecio a otro viejo conocido: el guarapo, del que me tomé dos vasos como despedida, bien acompañado por un turista de rasgos asiáticos tan devoto como yo del delicioso jugo de la caña de azúcar.
 Para volver al albergue, intenté tomar un "almedrón", pero estaban muy cotizados, por lo que lo hice andando.
Nada más entrar en la zona de Centro Habana, me reencontré con un viejo conocido. Se trataba del hombre al que en mi primera incursión en la capital tuve la poco feliz idea de preguntarle por la casa de cambio de moneda. Tras haberme acompañado a ella, me había pedido “una ayuda”, que no pude satisfacer por ausencia de monedas. El hombre se acordaba de mí y me saludó. Esta vez no tenía excusa, y aceptando con deportividad mi derrota, sin esperar que me lo pidiera, le retribuí la ayuda prestada en su momento. Eso sí, le di sólo medio CUC, que uno tiene una reputación que mantener.  A pesar de tan magro beneficio (o quizá por eso mismo), se explayó conmigo dándome consejos que empezaron siendo desinteresados para acabar ofreciéndome un taxi al aeropuerto o unos puros.
 Al explicarle que no fumo, me dijo muy convencido que no tendría problemas para venderlos en mi próximo destino. Si yo fuera tan roqueño como él, quizá lo hubiera logrado, pero no es el caso.
Entrada de la bahía con la Fortaleza de San Carlos al fondo

 Una vez que recogí mis cosas del albergue me dirigí al aeropuerto. Gracias a los sabios consejos del casero, me pude ahorrar gran parte de las abultadas tarifas de los taxis oficiales. Aunque la maniobra era algo más incómoda. Se trataba de andar unos 20 minutos hasta una parada cerca de la Plaza de la Revolución y coger un autobús urbano que me dejaba en las inmediaciones del aeropuerto. La maniobra contaba con el inconveniente de cargar con el maletón en el proceso, y un cierto componente de riesgo. Pero la diferencia de precio (1 peso cubano vs 24 CUC) hacía que valiera la pena intentarlo.
 El primer paso fue como la seda. Mi llegada a la parada coincidió con la partida de la "guagua" en una sincronización perfecta.
 El autobús estaba repleto, por lo que el trayecto fue algo incómodo. Pero en peores me las había visto.
 Al salir del casco urbano perdí toda referencia y se acrecentaron mis dudas sobre si pararía en el lugar correcto. Afortunadamente un amable cliente local (creo que yo era el único "guiri") me avisó a la hora de bajarme.
 No iba a ser tan fácil la cosa, ya que el autobús me había dejado en plena carretera, y había que andar un trecho hasta la terminal. Pero, ¿qué terminal? A pesar de mis intentos, no había podido conectarme a internet para mirar de qué terminal salía mi vuelo.
 Un letrero que decía "Terminal 1, vuelos nacionales", me hizo astuciosamente decidirme por la 2, a la que arribé tras un agradable paseo de unos 15 minutos.
 Buen intento, pero en los paneles de esa terminal no aparecía ni rastro de mi vuelo. Pregunté a un empleado que me indicó que debía ir a la 3. Para ello tenía tres opciones: andar no sabía cuánto ni por dónde, esperar a un autobús que pasaba cada hora, o coger un taxi.
 La lucha contra el destino es una batalla perdida, así que me rendí y tomé un taxi, que por una carrera de unos 10 minutos me cobró 10 CUC.  A pesar de todo, hice bien, ya que en momento que me monté en el oneroso taxi, comenzó a llover rabiosamente, como si el país llorara por mi marcha.
José Martí despidiéndome (la interpretación del arte es subjetiva)
 Cuando salgo de un país, intento acabar con pocas monedas, ya que las casas de cambio no se suelen hacer cargo de ellas. En este caso, esa discutible política, se extendía en la Cadeca del aeropuerto a los pesos cubanos y a los "billetes pequeños" de CUC, por lo que me quedé sin poder cambiar con una no desdeñable suma de divisa cubana, cuya convertibilidad es casi imposible fuera de las fronteras del país antillano.
 Mi vuelo fue bastante más plácido y previsible que mi trayecto hasta el aeropuerto, aunque no estaba exento de complejidad.
 En sólo 10 minutos (con la trampa del cambio de hora incluido) llegué al aeropuerto de San Salvador donde hice una escala de poco más de dos horas. En él abundaban los reclamos para visitar El Salvador como si fuera algo parecido al paraíso. ¿A quién creo yo?¿A los documentales sensacionalistas o a la publicidad del aeropuerto? En todo caso, para mi estadística personal cuento a El Salvador como país visitado, a la espera de mejor ocasión para profundizar mi conocimiento del mismo.
 De San Salvador tomé otro vuelo, bastante más largo, a Lima. Mi idea original era visitar la capital del Perú. Pero me pareció una ciudad un tanto abrumadora por su tamaño y febril actividad, además de complicarme bastante la logística.
 Por ello, me limité a visitar su aeropuerto, llegando al mismo de madrugada, y partiendo a primera hora de la mañana para volar al sur del país. Este último trance fue "pecata minuta" al lado de lo que había pasado y en poco más de una hora, puse el pie en la legendaria ciudad de Cuzco.