jueves, 22 de diciembre de 2016

TRAS LA TEMPESTAD, LLEGA LA PAZ


 Llegaba la hora de abandonar el Perú para internarme en tierras bolivianas. Para ello contaba con un autobús que hace la ruta entre Puno y La Paz. Antes de subirnos, se nos entregaron unos formularios para rellenarlos, que serían necesarios al pasar por la frontera.
 Como suelo hacer, siempre que es posible, reservé butaca panorámica (parte delantera en el piso superior) para contemplar el recorrido, que en su primera parte discurría en paralelo a las orillas del Titicaca. 
 No me puedo quejar de la compañera que me tocó al lado. Nada menos que una estudiante de la Universidad de Oxford.
  Estábamos en plena discusión sociológica a cuenta del Brexit cuando a la salida de una curva nos encontramos de repente con un pastor, que estaba cruzando la carretera con un grupo de vacas.  El hombre se apartó rápidamente, pero la última res estaba demasiado cerca para que el vehículo no la arrollase, por lo que, además de frenar, el conductor se echó hacia la derecha. En unos segundos que se hicieron angustiosos, y más desde mi privilegiada posición, vi como el autobús esquivaba por poco al imponente animal, pero se iba irremediablemente hacia un quitamiedos.  El momento de tensión concluyó abruptamente con un golpe seco que sembró la inquietud entre la mayoría de los pasajeros, que no sabían lo que estaba pasando.
 Nos detuvimos unos 10 minutos a un lado de la carretera, hasta que una empleada nos explicó lo que había sucedido. El golpe había dañado el parachoques, pero no había afectado "órganos vitales " del autobús, por lo que podríamos continuar el viaje. También nos comentó que el conductor había tenido sus más y sus menos con el pastor. Por lo visto, el vehículo había golpeado a una de las vacas, hiriéndola, lo cual no sentó nada bien a su dueño, que incluso intentó apedrearnos, afortunadamente con mala puntería. 
Un poco de celo y a correr
 Con el susto en el cuerpo seguimos viaje como si nada hubiera sucedido. Se me ocurrió pensar cómo se hubiera resuelto la misma situación en Europa. Entre policía, peritos  y  otros gremios, seguro que nos hubieran retenido bastante más rato que esos 10 minutos. La burocracia no siempre mejora la vida. 
 Poco después el autobús se detuvo en el último pueblo antes de la frontera, donde pudimos cambiar moneda (soles a bolivianos) a una tasa muy razonable.
 Al llegar al puesto fronterizo, nos tuvimos que bajar para hacer el papeleo en las oficinas de inmigración, primero la de salida del Perú y después en la de entrada a Bolivia.  Los procedimientos administrativos se resolvieron sin mucho problema. Pero no todo iba a ser tan fácil.  Una empleada del autobús nos explicó que la carretera al siguiente poblado estaba cortada por unos huelguistas.  Se nos ofrecieron dos soluciones: hacer los 8 kilómetros caminando o hacerlo en barco por unos 2 euros al cambio.  La primera y niunclavelista opción me hubiera tentado en condiciones normales. Pero portar un maletón un par de horas andando por una carretera no resultaba muy tentador. Mucho menos comparándolo con una nueva travesía por el Titicaca, lago al que le estaba empezando  a coger cariño.
                         Resignación entre el sufrido pasaje


 Con ciertos problemas para transportar los equipajes por un camino que nos llevó a un improvisado muelle, conseguimos acomodarnos en dos barcas y proseguir el trayecto.

 Tras algo más de media hora de navegación, apareció ante nuestros ojos Copacabana. Se trata de una localidad turística que es, además, lugar de peregrinación mariana y base de operaciones para visitar la cercana isla del Sol (la mayor del lago Titicaca). Tuve que dejar para mejor ocasión conocer la isla y apenas pude recorrer un par de calles de Copacabana, ya que nos estaba esperando un nuevo autobús para seguir ruta.
Copacabana


 Seguimos un rato bordeando el lago, y cuando pensaba que me había despedido de él,  volvió a aparecer súbitamente cortándonos el paso.  Se trataba de un estrecho de algo menos de un kilómetro de ancho que, a falta de puente, había que cruzar en embarcaciones. Eso sí, nosotros por un lado (en unas barcas motoras) y el autobús por el otro (en barcazas).  Nuestro pasaje  (2 bolivianos, unas 50 pesetas) no iba incluido en el precio del autobús y había que comprarlo en una taquilla.  Mientras estaba esperando en la fila para adquirir el billete, apareció un turista español que, en un alarde de paternalismo, expresó a grandes voces que nos deberían cobrar más a los europeos, porque 2 bolivianos no nos suponían nada a nosotros. A este individuo lo mandaba yo a Cuba a que le hicieran unos cuantos rotos pagados en CUC.
A falta de puentes, buenas son barcazas

 En poco más de 10 minutos, atravesamos el estrecho y nos volvimos a montar en el autobús para seguir nuestra ajetreada travesía, amenizada en este tramo por una interesante conversación con una argentina de mediana edad y muchas ganas de hablar. 
 Al rato nos encontramos con que la carretera estaba en obras, por lo que el conductor se internó por caminos de tierra que nos llevaron a la periferia de El Alto, localidad que forma un continuo urbano con La Paz. 
 A pesar de haber viajado bastante y haber vivido más de 2 años en Slough, nunca me había encontrado con un entorno urbano tan estéticamente discutible. Aparte de la ausencia de pavimentación, las parcelas estaban situadas sin ningún orden, con zonas sin edificar entre ellas y viviendas con los ladrillos y pilares al descubierto, cuando no estaban a medio terminar. Completaban la escena una gran cantidad de perros sueltos por las calles. No debe de ser fácil vivir en un medio como aquél.
 Conforme nos acercábamos al centro de El Alto, se empezaba a vislumbrar una cierta distribución urbana, aunque los edificios seguían sin estar bien rematados. Empezaba a temer que toda la ciudad de La Paz fuese así.
  Mis temores se difuminaron cuando comprobé que el centro de El Alto, sin ser Florencia, tenía un aire más cercano a una ciudad convencional. 
 A partir de allí, empezamos a descender por una carretera para internarnos en las concurridas calles de La Paz. Tras un largo y accidentado viaje no podía esperar un nombre mejor para mi lugar de destino.

domingo, 18 de diciembre de 2016

SURCADO EL TITICACA

 A la mañana siguiente, nuestro anfitrión nos advirtió de que, debido al fuerte viento previsto, se esperaba un fuerte oleaje en el Titicaca. Por ello, debíamos cambiar nuestro itinerario, obviando visitar la isla de Taquile. Al ver nuestra cara de pena, accedió a incluirla en la ruta, pero tuvimos que adelantar un par de horas la salida.
 Nos pareció algo exagerado el hombre. Al fin y al cabo, estamos hablando de un lago, no del Gran Sol. 
 Nos tragamos nuestras palabras cuando a mitad de travesía, el barco se balanceaba más de lo que algunos estómagos de la expedición podían resistir. Pese a ello, la pericia del capitán hizo que pusiéramos pie en Taquile sin sufrir bajas. 
 Nada más llegar, nos encontramos con una empinadísima  cuesta, que nos condujo a una plaza de armas repleta de turistas y tiendas, especialmente de tejidos artesanales. Esa era la única área "civilizada" de la isla (suponiendo que a los turistas se nos considere como civilizados). Ciertamente las islas del Titicaca son un buen lugar para desconectar del mundanal ruido.
Plaza de Armas de Taquile

 Ya de vuelta, esperando a algunos rezagados del grupo, un par de valientes de nuestra expedición, se zambullieron en las aguas del lago. No resistieron más de un minuto en sus gélidas aguas, pero ahí queda la gesta. Si hubiera ido con la ropa adecuada, creo que me hubiera animado (no apetecía nada, sólo hubiera sido por engrosar mi historial), pero afortunadamente no tenía mi bañador a mano.
 Las aguas estaban algo más calmadas y pudimos tener una travesía más relajada en nuestra vuelta a Puno.
Marinero de agua dulce

  La experiencia de la cooperativa de Amantani me había decepcionado un poco. No sólo porque me habían "tangado" 5 soles de una hipotética tasa de visita a Taquile, sino porque los anfitriones habían pasado bastante de nosotros. En los  folletos promocionales se prometía hacer una fiesta con trajes regionales donde se juntaban todos los visitantes, de la que no tuvimos noticia. Por lo menos, tuve suerte con el grupo que me tocó, que hicieron que la experiencia valiera la pena. 
 Al llegar a Puno, nuestro grupo se dispersó y cada cual se fue por su lado.
  Afortunadamente, unos de los componentes (el suizo) se iba a quedar dos días más en la ciudad y además no tenía alojamiento, por lo que se vino conmigo al hotel que tenía reservado. Allí no tuvo problemas en encontrar una habitación libre.
 Mi nuevo compañero de fatigas me propuso un plan irrechazable para esa tarde. Ir al mirador del Puma, desde donde se tenía una inmejorable vista sobre la ciudad y el lago. Había una buena caminata, pero imprimí mi sello a la excursión y fuimos caminando. 
 Al principio la cosa fue relajada, pero pronto nos encontramos con unas rampas de enjundia, que nos llevaban a internarnos por barrios que siendo generoso bautizaré con el eufemismo de "humildes".
Mirador del Puma
 En lo alto de una colina, nos esperaba una colosal estatua de un puma furioso que parecía estar velando por la defensa de la ciudad. Las vistas desde allí eran soberbias, y justificaron con creces el esfuerzo invertido en llegar al mirador.
 Habida cuenta de que se acercaba el atardecer, la vuelta la hicimos por avenidas principales, con menos encanto, pero más seguras. 
 Así a lo tonto, desde el desayuno, no habíamos probado bocado (en este viaje mi disciplina alimentaria fue muy relajada). Mi compañero helvético tenía curiosidad por probar los "chifas" y yo, que empezaba a notar un gran vacío cósmico en mi estómago le acepté el envite. La ilusión con la que mi amigo saboreó su contundente plato me recordó a mis primeras incursiones en los restaurantes chinos, que para mí eran como abrir la puerta al exotismo del misterioso Oriente.
Mmmm..¡qué güeno!

 De vuelta al hotel, comprobamos en primera persona por qué Puno es considerada como la capital del folkore peruano. En un local cercano había una ruidosa banda de cumbia cuyo potente sonido hacía indeseado acto de presencia en la habitación de mi amigo. En mi caso, a pesar de no sufrir tan incómoda serenata, no me las iba a prometer tan felices.  En mi cuarto sonaba un molesto zumbido procedente de la azotea.  Subí a ver de qué se trataba y me encontré con un gigantesco calentador ubicado exactamente encima de mi pieza.
 Esperé a la hora de ir a dormir, y como quiera que el estridente ruido no cejaba en su empeño, bajé a comentarle el problema al conserje. Me dijo que no me preocupara, que enseguida apagaría el calentador. Así lo hizo, y pude dormirme sin novedad. Hasta que a primera hora de la mañana, el contundente zumbido vino a turbar mi sueño, no pudiendo ya retomarlo. Hice de la necesidad una virtud y aproveché para recoger el cuarto, hacerme la maleta y pasar a despedirme de mi colega helvético.
 A la hora de abonar mi habitación surgió un ligero incidente que me volvió a congraciar con mi, últimamente algo dejado de lado, niunclavelismo. La reserva la había realizado en una página que me mostraba el valor en euros. Pero había que pagar en soles. El recepcionista hizo sus cuentas que implicaban pagar un sol más que el cambio oficial (poco más de 30 céntimos de euro). Luché ese sol como un jabato hasta que el empleado cedió, no de muy buen grado.  Pocas veces me he sentido tan cutre, pero mi obstinación tenía una razón. Ese día debía abandonar el Perú y cambiar de divisa. Si hubiera pagado ese sol de más, hubiera tenido que cambiar un billete, y arrastrar toda la calderilla durante el resto de mi viaje. En todo caso, un hotel donde te sitúan en un cuarto con un ruido que te despierta antes de las 7 de la mañana, no merece que se le pague ni un céntimo de más.
 Al subirme a un moderno y acogedor autobús en la cercana terminal terrestre, poco me podía imaginar que lo que en teoría debería haber sido un viaje de rutina, se convertiría en toda una epopeya.







lunes, 12 de diciembre de 2016

SURCANDO EL TITICACA

 No resultaba muy operativo llevar mi maletón a navegar por el Titicaca. Por ello solicité al recepcionista del hotel que me lo guardara. Ello me obligó a «retratarme» y admitir que había reservado la excursión con otra compañía distinta a la que me había ofertado. Afortunadamente, se lo tomó con deportividad, no sin antes advertirme que los de la cooperativa no acababan de ser trigo totalmente limpio (no le faltaba razón).
En el puerto había unos cuantos agentes a la caza del turista despistado. Entre ellos había un grupo que me preguntó en un inglés de acento sospechoso sobre la cooperativa. Les indiqué la misma oficina que había visitado el día anterior y luego me los encontré en mi barco hablando en euskera y castellano entre ellos. Para los mal pensados, luego me explicaron que también habían creído que
yo no era español, aunque también les chirrió algo mi acento.
  Además del terceto vasco, completaban la expedición una pareja italiana, una barcelonesa y un suizo.
Isla de los"e-Uros"
 No habían pasado ni 20 minutos de travesía, cuando hicimos una visita a la comunidad de los uros. Éstos viven en islas flotantes hechas con cañas del lago. En esta caso, se trataba de un pequeño islote donde nos recibió un grupo de locales que nos tenían preparada una auténtica encerrona. Porque en un espacio de poco más de 100 metros cuadrados tuvimos que pasar una infladísima media hora mientras un grupo de vendedoras intentaban «colarnos» algún recuerdo.
Un uro nos dio una pequeña charla sobre cómo construían las islas y vivían en ellas, tras lo que nos ofreció un paseo en barca.
Había que tener mucha sangre fría para no aflojar los soles en tan limitado reducto. Yo no la tuve y acabé aceptando la oferta del paseo.
Ó sole mio!
 El gondolero veneciano versión andina hizo un breve recorrido que no llegaría a los 10 minutos por las cercanías de la ínsula sin ni siquiera cantarnos una serenata (de todas formas tampoco parecía tener un gran chorro de voz). Por lo menos , y como curiosidad, extrajo una caña del lago y nos ofreció unos fragmentos comestibles de la misma. Por lo visto, es parte habitual de su dieta.
Ya de vuelta al barco, proseguimos la travesía y al rato llegamos a «lago abierto». Allí me pude hacer idea de las colosales dimensiones del Titicaca, al comprobar que en algunas direcciones, no se veía tierra más allá del horizonte.
Tras un par de horas surcando las frías aguas lacustres, arribamos a la isla de Amantaní. El piloto de barco nos llevó a una casa y nos distribuyó en tres habitaciones. Su mujer nos ofreció un humilde almuerzo y al acabar, nos comentaron que ese día había una boda en la isla, invitándonos a presenciar la fiesta, que se estaba celebrando en una explanada.
¡Vivan los novios!
 Allí se había concentrado todo el pueblo elegante y folklóricamente vestido para la ocasión, con muchas ganas de juerga, convenientemente regada con grandes cantidades de cerveza.
Aunque el acontecimiento no dejaba de tener su interés antropológico y cultural, no éramos más que unos convidados de piedra, así que al rato nos fuimos a explorar.
En pleno ascenso hacia una colina coronada por el punto más elevado de la isla, nos abordó un paisano con la intención de que le abonáramos una tasa por visitar la isla. Nos pudimos zafar de él aludiendo a nuestra falta de efectivo, invitándole a que se pasara a la mañana siguiente por nuestra casa antes de abandonar Amantaní, para hacer el pago (no se pasó). Más allá de estar de acuerdo o no (más bien no) en que haya que pagar una tasa por poner el pie en una isla, el método y el lugar de cobro no parecen los más adecuados.
Espectacular ocaso
 En la cima nos encontramos unos restos arqueológicos (Santuario Pachatata) con un gran número de turistas esperando observar el atardecer que, visto desde un lugar tan estratégico (en mitad del inmenso lago), resultó espectacular.
 A la vuelta nos pasamos por la fiesta donde los asistentes bailaban al son de una orquesta de cumbia peruana traída desde tierra firme para la ocasión. Las cervezas habían empezado a hacer efecto en los parroquianos, acercándose algunos de ellos a hablar con nosotros e incluso compartiendo sus "Arequipeñas"(cervezas, conviene aclarar) con nuestro grupo. Esta hospitalidad nos animó a lanzarnos a bailar la cumbia como si fuéramos unos amantanianos más.
La fiesta continuaba
  Cuando más lanzados e integrados en la fiesta estábamos, se acercaron nuestros anfitriones para llamarnos a cenar.
 La fiesta seguía, pero después de la cena no nos quedaban muchas fuerzas y nos fuimos a la cama a una hora inusualmente temprana (no eran todavía las 10 de la noche). Pero antes de acudir a nuestros camastros nos tomamos un tiempo para salir al patio de la casa y percibir la mágica atmósfera del lugar.
 La noche despejada y la escasa contaminación lumínica hacían que el cielo se presentara repleto de estrellas. Bajo ellas, a casi 4000 metros de altura, rodeados de las frías aguas del Titicaca y a miles de kilómetros de nuestra vieja Europa, saboreábamos la impagable sensación de estar en un entorno totalmente diferente al que nos acompaña día a día.  Eso es, para mí, el auténtico sentido de viajar.