miércoles, 25 de enero de 2017

APURANDO MIS ÚLTIMAS OPCIONES

 Lo primero que hice al llegar al albergue tras mi visita a Potosí, fue buscar a los huéspedes que me habían propuesto salir con ellos y una amiga la noche anterior.
 Mis pesquisas me llevaron a una habitación donde moraba el varón eslovaco. El entusiasmo con que su compañera me había ofrecido la invitación, contrastaba con la frialdad con la que el centroeuropeo atendió mi visita. Me dijo que no iba a salir, con lo cual deduje que iba a tener que contar únicamente con mis propios medios para la ofensiva nocturna. Por si acaso, le dije que en caso de que cambiara de idea, estaría en mi cuarto.
 Me tumbé en mi cama para reposar, y como me sucedió la noche anterior, me quedé dormido. Pero esta vez Morfeo se ensañó conmigo y no me abandonó hasta las dos de la mañana. La única siesta de enjundia que había tenido en todo mi viaje había llegado en el peor momento.
 Tras el primer instante de desesperación, me arreglé en un periquete y salí a las calles de Sucre a apurar mis últimas opciones.
 Me dirigí a un local cercano al albergue que, afortunadamente, aún seguía abierto. En la portería me comentaron que la discoteca tenía dos ambientes en dos plantas diferentes. Una entrada sencilla daba acceso al piso inferior, mientras que la completa, a ambos. Teniendo en cuenta que a esas horas no iba a tener mucho tiempo para hacer gran cosa, opté por la sencilla.
 La sala estaba a tope de gente, aunque me quedaba la duda de si el otro piso hubiera estado mejor. Intuía que la ley de Murphy estaba muy activa esa noche, y anticipándome a ella, volví a la portería y aboné la diferencia para hacerme con la entrada completa.
 La nueva sala ofrecía una actuación en vivo de música caribeña y el ambiente me parecía mucho más propicio. Llegaba la esperada hora de amortizar las clases de salsa y bachata que había tomado los dos meses anteriores.
 No habían pasado ni 3 minutos desde mi irrupción en la planta noble, cuando el grupo que hacía las delicias de los congregados se despedía de tan entregada audiencia. Además de no haber concedido ni un mísero bis, cuando la música en vivo terminó, las luces se encendieron y se empezó a desalojar el garito. Los dioses del pototeo no podían estar siendo tan crueles conmigo.
Todo se me ponía cuesta arriba

  Agotando mis últimos cartuchos, y ya a la desesperada, le entré a un par de chicas que aún no habían abandonado el local. Como buenas bolivianas, reaccionaron con simpatía.
 A la salida se juntaron con un par de amigos. Me comentaron que aún quedaba algún local abierto y me propusieron que fuera con ellos. Todavía había partido.
 Nos montamos en el coche de una de ellas y nos dirigimos al bareto en el que había estado la noche anterior. No tenía un gran recuerdo de él, pero dadas las circunstancias, en esos momentos me parecía la Studio 54 neoyorquina a finales de los 70.
 Mi gozo se volvió a ir al pozo cuando no nos dejaron entrar, ya que estaban a punto de cerrar.
 No se rindieron mis improvisados compañeros y nos recorrimos medio Sucre buscando locales, aunque fueran clandestinos, para seguir la fiesta.
 Pero no hubo manera. A esas horas ya no se podía entrar en ningún sitio. Los ánimos se fueron enfriando y nos acabamos rindiendo a la evidencia. La ciudad de Sucre se mostró inmisericorde conmigo y no me permitió una despedida a lo grande.
 Lo había intentado por todos los medios. Pero eso no impidió que una sensación amarga se me apoderase cuando volví al albergue a dormir.
  Esa sensación seguía conmigo a la mañana siguiente. Y en consonancia con ella, fui al cementerio. Antes de que los lectores de mi bitácora saquen conclusiones muy pesimistas, aclaro que el cementerio de Sucre fue una de las visitas que me recomendaron nada más llegar a la ciudad.
 Efectivamente, pude comprobar que el camposanto sucreño, independientemente del estado de ánimo, merece una visita. Una portada de estilo neoclásico da paso a unas ordenadas calles donde se pueden encontrar nichos de muy bella factura. Sus amplios jardines y el cuidado entorno lo hacen un lugar muy recomendado para el recogimiento que, en ese momento, tanto necesitaba.
 Por ello, tampoco es de extrañar que mi siguiente visita fuera una iglesia, y aprovechando la ocasión (era domingo), me quedé escuchando la misa, más como curiosidad cultural que como deber religioso.
  Mi último acto oficial en la ciudad, fue la visita al Parque Cretácico, museo situado a las afueras de Sucre. Para llegar al mismo, se ofertaba un billete que incluía la entrada, además del viaje de ida y vuelta hasta el centro en un llamativo autobús turístico.
 El Parque Cretácico consta de dos zonas: la primera cuenta con reproducciones de dinosaurios a tamaño natural, así como numerosa información en forma de gráficos, dibujos y textos. La segunda parte, para mi gusto la más interesante, es un barranco en cuya superficie se pueden apreciar una gran cantidad de huellas de dinosaurio.
Poco se imaginaba el animalico en su paseo que iba a dejar huella  en la Historia

 La bajada al barranco se hacía en grupo, dirigido por un guía y con la obligación de portar casco (facilitado por el museo).
 Por mucho que nos lo intentaron explicar, no alcancé a comprender cómo una superficie horizontal por donde habían caminado los dinosaurios, se presentaba ahora como una pared casi vertical. En todo caso, se trataba de una atracción curiosa e interesante. 
 Después de la visita a las huellas, aún debía esperar casi una hora hasta la salida del autobús del museo. No me apetecía estar allí como un pasmarote durante tanto tiempo, así que decidí volver por mis medios al centro. Poco después de salir del museo, vi un microbús urbano a punto de arrancar que parecía expresamente fletado para mí. Me hubiera dejado muy cerca de mi albergue. Pero eso hubiera sido demasiado fácil.
  Al paso por un concurrido mercado, vi un lugar que ofrecía menús a unos precios que no podía rechazar. Apenas bajé del vehículo me di cuenta de que había cometido un pequeño pero craso error. No tenía ni idea de dónde estaba y aunque tenía tiempo, no podía descuidarme mucho, ya que esa misma tarde tenía que tomar el vuelo de vuelta.
 Así que me olvidé de mi hambre y de los cantos de sirena de menús a 10 bolivianos y me centré en encontrar el camino de vuelta al centro.  Parecía que estaba bastante lejos, ya que la gente a la que preguntaba, ni siquiera sabía darme una orientación para volver andando. Tampoco me sabían dar razón de cuál de los microbuses que pasaban con gran frecuencia me acercaría a mi destino.  Me acabé subiendo a uno con un cartel que indicaba "Mercado Central". Casi me tuve que tirar en marcha cuando descubrí que iba en el sentido equivocado. Aprendiendo de mis errores, fui preguntando a todos los conductores que pasaban por la zona hasta que encontré el vehículo que me acercó al centro.
Animada calle sucreña

 En las inmediaciones del albergue me encontré a la pareja boliviano-eslovaca con la que había protagonizado la frustrada quedada. Por lo que me contó la chica, se habían dado una serie de acontecimientos que impidieron la cita. Parece ser que el día anterior estaban peleados entre ellos, por lo que el eslovaco no salió. Éste no debió entenderme muy bien cuando le visité y no transmitió nuestra conversación con eficacia. La boliviana y su amiga, aun así, salieron en mi busca por los baretos de Sucre, pero no me encontraron, básicamente porque yo estaba dormido. Como he dicho anteriormente, Murphy estaba particularmente activo esa noche. Para más INRI, y ahondado en la herida, me mostraron una foto de su amiga, digno ejemplar de la afamada belleza boliviana, a la que no tuve el gusto de conocer.
 Con el sabor amargo de la frustración, desalojé el albergue y cogí una furgoneta hacia el aeropuerto.
 Nada menos que tres vuelos me esperaban, ya que tuve que hacer 2 escalas en Bolivia, antes de cruzar el charco.
 En el control de seguridad del aeropuerto de Cochabamba, me apartaron de la fila para someterme a un reconocimiento más exhaustivo en busca de drogas. No iban mal encaminados, ya que me al registrar la mochila, encontraron coca. 
 Por fortuna (si no, estaría escribiendo esta entrada desde un penal boliviano), no se trataba del popular polvo blanco, sino de mate de coca, una infusión tan inofensiva como lo pueda ser una manzanilla. Por ello, la guardia de seguridad, aunque me puso alguna objeción, me dejó continuar mi viaje.
 En Santa Cruz también me separaron de la fila, esta vez para pasarme por un escáner de cuerpo entero. Y ya en el pasillo de entrada al avión, sufrimos una nueva inspección a manos (o patas) de perros adiestrados. No se andan con tonterías en los aeropuertos bolivianos. Las pocas o ninguna ganas que hubiera podido tener de traerme droga de Bolivia, han desaparecido para siempre.
 Un largo vuelo nocturno, en el que apenas pude dormir, me dejó en Madrid. De allí me permití el lujo de tomar un AVE que me condujo hasta Huesca, tras más de tres semanas de aventuras y desventuras por lugares tan alejados de mi casa como cercanos a mi corazón.

viernes, 20 de enero de 2017

VALE UN POTOSÍ

  Una de mis más valiosas aportaciones al mundo de los viajes es el haber creado el denominado "Turismo Nominal", que consiste en visitar ciudades que me llaman la atención no por su historia, monumentos o ambiente (aunque no carezcan de ellos), sino porque tengan nombres de cosas. Así, en una lista que no deja de crecer, ya he estado en Lagos, Braga, Bath (Baño), Cognac, León, Ostia, Brujas, o Cork (Corcho).
 En este caso, y dada su relativa cercanía con Sucre (por cierto, azúcar en francés), no podía dejar de visitar la Villa Imperial de Potosí, cuyo nombre se aplica en muchas frases hechas en español para reflejar que algo o alguien es muy valioso.
 El autobús que une las dos ciudades se lo tomaba con calma surcando poco a poco el árido paisaje mientras no paraba de ascender. No en vano, Potosí es una de las grandes ciudades situadas a mayor altura en todo el mundo, con sus 3900 metros sobre el nivel del mar. Afortunadamente, ya estaba bastante aclimatado a la altitud y no apareció el temido "soroche".

El mítico Cerro Rico domina la ciudad

 Tras un largo paseo desde la poco céntrica estación de autobuses por anodinas avenidas, y teniendo que remontar empinadas cuestas, llegué al corazón de la ciudad, dominada en la distancia por el mítico Cerro Rico. Se trata de una imponente montaña de la que se extrajeron miles de toneladas de plata en la época virreinal. Este hecho hizo que Potosí fuera una de las ciudades más opulentas de su tiempo. Y eso se deja notar en la gran cantidad de iglesias barrocas y elegantes mansiones que se pueden encontrar en su trazado urbano.
 Pero si la riqueza ha dejado huella en las calles de Potosí, también lo ha hecho el declive de la ciudad, una vez que se agotó la plata. El paseo por el casco histórico me sugirió un lugar en decadencia, como sumido en un sueño, agotado tras los excesos anteriores.

Esplendor y declive

 Cavilando sobre mis impresiones acerca del efecto que los avatares históricos habían dejado en las calles potosinas, acudí a un restaurante especializado en pollo a la parrilla, atraído por la irresistible oferta de un plato denominado "estudiantil". No importa que ya peine canas desde hace tiempo. Por un buen precio me haría pasar hasta por el mismísimo Licenciado Vidriera si hiciera falta.
 Siguiendo con la tónica crepuscular que impregnaban mis impresiones sobre la ciudad, el mercado central, lugar habitualmente muy bullicioso en todas las ciudades que había visitado en Bolivia y el Perú, aparecía casi vacío.
 Cuando ya estaba a punto de otorgar la extremaunción a la Villa Imperial, me fijé en que al final de unas escaleras que descendían a un valle había congregada una gran cantidad de gente. Una vez que llegué a ellos, comprobé que algo gordo se estaba tramando. Había decenas de puestos callejeros de comida y a ambas orillas de una avenida cientos de personas estaban esperando el paso de un desfile. Se trataba del Festival de los Ch´utillos, la fiesta mayor de la localidad, de la que no tenía ni idea y me encontré por puro azar.

Festival de Ch´utillos



 La cabalgata estaba formados por grupos ataviados con trajes típicos que desfilaban mientras ejecutaban danzas locales. Intenté seguir el flujo hasta que las aglomeraciones de espectadores hicieron recomendable que me apartara de la multitud, yendo a parar a una calle trufada de puestos callejeros entre los que pude encontrar algún chollo que otro.
 Definitivamente, la ciudad tenía otro aire, mucho más vivo y dinámico. Es posible que la languidez que había percibido en el centro se debiera a que la mayoría de la gente estaba presenciando el festival.

Gran animación


 Al paso por el mercado, y siguiendo las directrices dietéticas de Super Ratón, decidí vitaminarme e hipermineralizarme visitando la sección de jugos. Mientras saboreaba con deleite uno de maracuyá, me percaté de que se ofertaba uno de alfalfa. A pesar de haberme llenado el estómago con el primer zumo, no pude evitar la tentación de ir a por el segundo, que resultó muy sabroso. Millones de rumiantes no pueden estar equivocados.
 No podía abandonar la ciudad sin visitar la Real Casa de la Moneda, imponente edificio del siglo XVIII de estilo colonial. Entre sus muros se acuñaba la moneda producida con la plata de las minas cercanas, además de servir de archivo histórico. En una visita guiada, nos explicaron la historia del edificio, mostrándonos cómo evolucionaron las técnicas para la elaboración de moneda a lo largo del tiempo. Además, el museo exhibía una gran cantidad de objetos hechos en plata.
 Paradójicamente, mientras que cuando la actual Bolivia era parte de España producía moneda para toda América, en la actualidad, el país andino encarga la producción de su propia divisa a otros países. Hablar hoy en día de soberanía o independencia me parece muy relativo.
 Casi sin darle tiempo al guía para que acabara su explicación, abandoné el museo a toda prisa, esperando llegar a tiempo a la estación para volver a Sucre a una hora razonable. El "timing" fue perfecto, y el microbús que tomé nada más pisar la calle me dejó a tiempo para comprar el billete en la estación y montar en el autobús, que partió conmigo como único pasajero. Mi vana ilusión de tener todo el vehículo para mí se vino abajo cuando hizo una parada antes de abandonar la ciudad y se llenaron casi todas las plazas.
 Mi visita había empezado dubitativa, pero fue remontando, y acabó mereciendo la pena. Con más propiedad que nunca, puedo decir que la Villa Imperial vale un Potosí.






martes, 17 de enero de 2017

SUCRE

 Con el buen sabor de boca de la noche anterior abandoné la ciudad de la Paz a primera hora de la mañana. Ya le había cogido cariño. Viajar a salto de mata está muy bien, pero a veces apetece estar unos días en el mismo sitio y más si es en casa de un amigo.
  En estos tres días había tenido tiempo de planear cómo iba a trasladarme al aeropuerto. El taxi desde el centro salía un poco caro. En mis devaneos niunclavelistas se me ocurrió la idea de subir en teleférico (maletón incluido) a El Alto para desde allí coger un taxi mucho más barato. Hay que reconocer que el plan era original y espectacular. Pero al final descubrí una opción más sencilla. Cada media hora pasaba cerca de casa de mi amigo un microbús bastante económico. No es que se fuera muy cómodo en una furgoneta atestada de gente, pero sirvió muy bien a su propósito.
  Tras un vuelo de menos de una hora, que contrasta con las 12 horas que hubiera invertido viajando en autobús, aterricé en el aeropuerto de Sucre. 
 Esperando salir del avión, le pregunté a mi compañera de asiento si había transporte público al centro (bastante alejado, por cierto). Me dijo que sí, pero me propuso compartir un taxi que, aunque era algo más caro, nos dejaría en el lugar elegido. No pareció mal negocio, y más cuando encontramos otra pasajera para completar el lote.
  Dado que era mi último destino, seguí tirando la casa por la ventana para reservarme una habitación individual en un albergue, lo cual es como tener lo mejor de dos mundos: la intimidad del hotel y la posibilidad de conocer gente que ofrece un hostel.
Menú laurentino en Sucre

 Mis primeros pasos por las calles sucreñas me hicieron encontrarme con un hecho curioso que casi me llegó a emocionar. En un modesto restaurante se ofrecía "Pollo al Chilindrón", posiblemente el plato más típico de Huesca. 
 La ciudad de Sucre es la capital constitucional de Bolivia, aunque la sede del Gobierno esté en La Paz. Es una ciudad más pequeña que ésta, aunque su centro histórico colonial es mucho más reseñable, con una gran cantidad de iglesias y palacios.
Numerosas iglesias de bella factura

 De entre el abanico de museos que me ofrecía la ciudad, me decanté por la Casa de la Libertad, donde hice una visita guiada.
  Entre sus muros se firmó la Declaración de Independencia (las actas están expuestas allí) y fue el primer parlamento del nuevo estado. Alberga numerosas reliquias históricas que van desde la época virreinal hasta la actualidad. 
 Me llamó la atención un gigantesco busto en madera de Simón Bolívar, así como los retratos de todos los presidentes de la República desde su fundación.
  A poco que se tenga algo de interés en la Historia, es un lugar de visita más que recomendada.
Casa de la Libertad

 Se acercaba el atardecer, y nada mejor que subir a un mirador que dominaba toda la ciudad para contemplar el ocaso, práctica habitual durante mi periplo, siempre que hubiera un lugar adecuado para ello. El próximo viaje, o voy con pareja, o me la busco por el camino, que esto de ver los atardeceres solo, es un poco triste. Aunque lo de solo es un decir, ya que el mirador estaba copado por turistas armados con cámaras en busca del rayo verde.
¿No tenéis sol en casa o qué?

 Una vez que el Astro Rey se despidió de nosotros, descendí y me dirigí a la estación de autobuses para informarme sobre los horarios, ya que tenía pensado hacer una excursión al día siguiente. Durante la larga pateada, fui sorprendido por un apagón que, no sólo afectó a las farolas, haciendo que la calle quedara a oscuras, sino que también dejó sin suministro a los comercios. No duró mucho el incidente, pero fue realmente curioso ver cómo algunos establecimientos recurrían  a las velas para proseguir su actividad.
 A pesar de los tentadores precios de los restaurantes de la zona, decidí comprar algunas viandas para preparármelas en el albergue, y si era posible, socializar un poco.
 En la cocina había una pareja con la que no tardé en hacerme el encontradizo. Se trataba de dos franceses con los que compartí velada y, amablemente, me ofrecieron una copa de vino boliviano. Un buen caldo que ganó con la compañía.
  Antes de que los galos terminaran y se retiraran a sus aposentos, hizo acto de presencia otra pareja que se puso a preparar un guiso de enjundia.  Me interesé por su empeño culinario y me comentaron que estaban preparando “gulash”. La razón de tan centroeuropeo plato es que el hombre era checoeslovaco, mientras que su simpática amiga era local y no estaba alojada en el albergue. Hábilmente le pregunté por algún lugar para pototear en Sucre. Me indicó un par de garitos, y lo mejor de todo, me dijo que iban a salir al día siguiente y que se traerían a una amiga para que la pudiera conocer. Así da gusto.
 Me retiré a mi cuarto a descansar un poco y debido al cansancio acumulado, caí dormido. Me desperté a medianoche. Justo a tiempo para hacer una incursión nocturna. 
No tiene nada que ver con el relato, pero me hizo mucha gracia

 Me dirigí al bareto que me habían aconsejado y aboné la entrada solicitada, pensando que la iba a amortizar con creces.  Pero el aspecto que presentaba la discoteca no podía ser más desolador. La pista estaba vacía y apenas 6 personas se acodaban en la barra. Le pregunté a una camarera si esa iba a ser la tónica de toda la noche y me dijo que en un rato se animaría el cotarro. Confié en su palabra y me pedí una cerveza, que bebí muy poco a poco, estirándola hasta límites insospechados. Diferente estrategia seguía un individuo sentado junto a mí con el que pronto entablé conversación. Se trataba de un boliviano de una ciudad del sur (Tarija) que había venido a Sucre por motivos laborales, y al que el pototeo se le iba a apoderar. No tardamos en conocer a otro sujeto que resultó ser de Tarragona, aunque estaba viviendo en Sucre. El tarraconense era un individuo peculiar, de esos que son tan efusivos y "graciosos" que al poco tiempo ya empiezan a cargar. Me recordaba un poco al personaje de Torrente.
 No es lo que esperaba, pero mis dos acompañantes amenizaron la espera mientras iba entrando gente al local a un ritmo tan bajo como al que empleaba yo en beberme mi cerveza. El boliviano, sin embargo, iba pidiendo una tras otra, lo cual repercutía negativamente en su carácter, cada vez más inquieto e insistente. Vamos, lo que comúnmente se conoce como un "plasta".
 Debían ser más de las 2 cuando, por fin, el local presentaba una cierta animación. Lo malo es que el tipo de música (dance) y el ambiente no me hacían sentir cómodo. No veía ni de lejos la mágica atmósfera que había encontrado la noche anterior en La Paz. Además, mi compañero de barra estaba empezando a ponerse pesado conmigo, insistiendo en que abordara a las damas presentes. Ante mi inacción, se lanzó él con los resultados esperados, dada su escasa sutileza. Viendo que allí no iba a rascar bola, subió la apuesta y me comentó que conocía a unas "amigas" brasileñas  y paraguayas muy buenas en un local cercano. El plan no me podía resultar menos apetecible. 
 Dejando aparte juicios morales y preferencias personales, veía completamente absurdo haber hecho un viaje de tantos kilómetros para acabar recurriendo al amor mercenario, que no falta en nuestra geografía, y más en tan incómoda compañía. 
 Mientras tanto, mi compatriota había ido bebiendo y, a diferencia del boliviano, el alcohol no le había sentado tan mal, atemperando su carácter explosivo. Casi hasta me parecía entrañable. Aun así , no estaba el hombre para muchos trotes y costaba tener una conversación medianamente lógica con él.
 Viendo que no me acababa de encontrar a gusto, me marché intentando apurar mis opciones en otros ambientes más propicios. Pero los locales por los que pasé estaban echando el cierre, por lo que lo confié todo a la última noche, con la relativa tranquilidad que da el tener un plan ya apalabrado.

domingo, 8 de enero de 2017

POTOTEO PACEÑO

   Con las pilas cargadas me dispuse a seguir explorando la ciudad de La Paz. Mis pasos me llevaron al barrio de Miraflores, una zona residencial acomodada que cuenta como principal atractivo (por lo menos para mí, y eso que no soy muy futbolero) el pomposamente bautizado como Estadio Olímpico Hernando Siles. Se trata de un recinto donde acostumbra a jugar la selección de fútbol de Bolivia. Se encuentra situado a 3600 metros de altitud, por lo que se trata de uno de los estadios más altos del mundo. No es de extrañar que la voluntariosa pero modesta selección boliviana haya vencido con suficiencia en él a selecciones de la talla de Brasil o Argentina, aprovechando los problemas de los rivales para adaptarse a semejantes condiciones.
Estadio Olímpico Hernando Siles
 Me resultó curioso que estuviera rodeado de edificios, sin ninguna explanada cercana, por lo que tuve que subir colina arriba para sacarle una foto decente.
 Por lo demás, la zona no ofrecía mayor atractivo turístico que las vistas que ofrecía sobre la ciudad mientras ganaba altura.
 Ávido de más intensas emociones me dirigí al centro histórico, donde me sorprendio una concentración de protesta ante el palacio presidencial. Por lo que me contó mi amigo, el centro de la ciudad está a menudo impracticable por la habitual presencia de manifestaciones y demostraciones contra el gobierno. Como no me gusta inmiscuirme en asuntos ajenos y menos cuando hay gente con ganas de bronca, seguí mi camino.
Cuate...aquí hay tomate. Mejor largarse
 El centro histórico de La Paz no es muy extenso, aunque tiene algunos rincones de interés con buenos ejemplos de arquitectura colonial.
 En esa zona tenía interés en visitar un museo costumbrista. La entrada al mismo incluía el acceso a otros 3 recintos cercanos. Este cuatro por uno me cubicaba bastante.
 El Museo Costumbrista Juan de Vargas muestra objetos, fotos y dioramas de la historia de la ciudad. En ellos se reflejan tanto acontecimientos clave como escenas cotidianas. Me pareció muy interesante y entretenido. No captaron tanto mi interés, a pesar de tener su enjundia, los dos siguientes: Museo de Metales Preciosos (orfebrería y cerámica precolombinas) y Museo Murillo (dedicado al revolucionario independentista Pedro Domingo Murillo).
Patio de uno de los museos. No me acuerdo de cuál, pero es bonito (4 museos en 1 hora son muchos)
 Para postre me esperaba un tema al que los bolivianos son bastante sensibles. El Museo del Litoral Boliviano muestra objetos, fotografías y explicaciones sobre el conflicto bélico que el país andino tuvo con su vecino (que no amigo) Chile, a resultas del que perdió su territorio costero, quedándose sin salida al océano. Hoy en día, la reivindicación sobre esos territorios sigue vigente y provoca muchas tensiones diplomáticas entre ambos estados.
 Satisfecha mi hambre cultural, tocaba hacer lo propio con la física. Para ello me dirigí a un gigantesco mercado donde, aparte de poder comprar todo lo imaginable, se ubicaban numerosas cantinas que ofrecían menús a precios muy competitivos. Era complicado pasearse por delante de ellas para curiosear, ya que las dueñas eran muy insistentes para atraer clientes a su local. Como todos parecían tener precios y productos similares, me decanté por uno muy poco concurrido, por aquello de favorecer el reparto de la riqueza y estar más cómodo.
Sin estrellas Michelín. Ni falta que le hacen
 El "restaurante" no podía ser más humilde. Unas mesas, unas sillas, un fregadero y un infiernillo para calentar las ollas. Era como comer en una casa particular. Turismo gastronómico de bajo coste. Dos platos generosos en cantidad por 10 bolivianos (unas 225 pesetas).
 Seguí callejeando por las bulliciosas calles y plazas paceñas cuando me abordó un simpático joven para hacerme una encuesta sobre dietética. Como el tema me interesa, como acabo de dejar claro en mi anterior párrafo, accedí. El supuesto entrevistador no era sino un comercial de Herbalife (sé que les hago publicidad, pero no es muy positiva) que con gran oficio consiguió que en sólo 2 minutos me encontrara en su oficina mientras me ofrecía unos batidos con los que no me explicaba que hubiera podido sobrevivir hasta ahora sin caer víctima de graves desórdenes y enfermedades. Me costó bastante, pero conseguí salir de allí sin adquirir los milagrosos productos. Un niunclavelista que se precie no puede bajar la guardia ni un momento o te la lían.
 Mi siguiente evento era una conferencia magistral en la Universidad Mayor de San Andrés que, con el título de "Economía e Integración Regional", impartían dos pesos pesados de la geopolítica chilena. Uno de ellos fue candidato a las elecciones presidenciales y el otro es profesor en la Universidad de Nueva York.
 En la disertación se abogaba por estrechar las relaciones comerciales entre Chile y Bolivia para beneficio de ambos países. Me pareció un tema muy interesante, y me sirvió para conocer muchas cuestiones relativas a la problemática de la zona.
 No faltó en el turno de preguntas alguna un tanto capciosa relativa al asunto del litoral perdido por Bolivia a manos chilenas. Los ponentes (de ideología progresista, y pese a ello bastante coherentes) supieron salir relativamente airosos.
 Además de pasar una velada agradable, me gustó sentirme parte del ambiente universitario, aunque fuera sólo por un rato.
Conferencia magistral

 No quería irme de La Paz sin, por lo menos, salir una noche de baretos.  Mi amigo me llevó a uno que se caracterizaba por tener unas despampanantes camareras que lucían provocativos modelitos. Sin despreciar el bonito espectáculo visual que proporcionaban, comprobé, como era de esperar, que la clientela era mayoritariamente masculina. Pronto fuimos a otro local más animado y paritario. Mi amigo no estaba para muchos trotes y más teniendo que trabajar al día siguiente. Así que pronto me quedé solo con la idea de volver a casa en cuanto me acabara el trago que tenía entre manos.  Pronto lo extraordinario de los acontecimientos iba a hacerme cambiar de planes.
 Estaba tranquilamente sentado apurando mi cervezón sin meterme con nadie, cuando observé que un grupo mixto que estaba bailando se acercaba a mi, invadiendo mi zona de seguridad. Una de sus componentes se colocó justo delante de mí, echándome alguna mirada de soslayo. Uno de sus amigos me hizo un ademán con la cabeza incitándome a la ofensiva. No estando acostumbrado a estas situaciones tan claras desconfié un poco, pero como soy una persona que se crece ante las facilidades me levanté y le dije algo a la señorita, que me contestó amablemente. En ese momento comenzó una auténtica exhibición de buen gusto y saber estar de las mujeres del local sin precedentes en mi dilatada historia pototeadora. En apenas dos horas conocí a más chicas que en meses de incursiones nocturnas por Huesca. Acostumbrado a las generalmente correosas y altivas españolas, me parecía encontrarme en el paraíso, rodeado de las simpáticas y acogedoras paceñas. La ausencia de los endemismos ibéricos como las Clarisas, Rescatadoras y Cara Estaca, hacían de ese local un lugar perfecto para el pototeo como exaltación de la fraternidad humana.
 Pero tanto tiempo en la sombra me ha hecho perder chispa, y a pesar del gran número de interacciones, me llegó la hora de la retirada sin ninguna base sólida para profundizar en el conocimiento mutuo. Tampoco ayudaba el que me tuviera que marchar al día siguiente a primera hora, ya que alguno de mis contactos mostró interés por quedar a plena luz del día, siendo ya materialmente imposible. Me consolé con la idea de que aún me restaban dos noches más en Bolivia, donde visto el panorama, lo iba a dar todo. Esa noche me había devuelto la fe en el pototeo y casi en la humanidad.

 
 


 

martes, 3 de enero de 2017

LA PAZ

 El autobús no nos dejó en una terminal, sino en medio de una estrecha calle comercial. Lo que en principio supuso ciertos problemas de movilidad, se convirtió en una ventaja, ya que no estaba lejos de la casa de un amigo, donde iba a alojarme. Eso me permitió llegar andando tras un paseo de una media hora que transcurrió mayormente por la avenida principal de la ciudad. En mi primer contacto con La Paz, me di cuenta de que el nombre, muy bonito por cierto, no es acorde con el frenético y bullicioso ambiente de la ciudad.
 El piso de mi amigo estaba situado en la parte más noble de la ciudad, junto a las embajadas y la residencia del presidente de la nación (en este caso plurinación).
Estampa paceña
 A la mañana siguiente, mientras mi compañero trabajaba, me lancé a conocer la ciudad. Pero antes de ello quería dejar cerrado mi siguiente trayecto. Para ello me dirigí a la estación de autobuses que ofrecía un panorama desolador. La huelga que me impidió llegar a Copacabana por tierra, estaba extendida por todo el país, que tenía cortadas sus principales carreteras por furibundos huelguistas. Todas las rutas que salían de La Paz estaban anuladas. No se sabía cuánto iba a durar la acción colectiva de protesta (buen eufemismo) por lo que empecé a barajar otras opciones para alcanzar mi siguiente destino. Para ello me dirigí a la oficina de Boliviana de Aviación, que estaba a rebosar. Tras una larga espera me hice con un billete de avión que, aunque era bastante más caro que el de autobús, me iba a ahorrar más de 10 horas de travesía nocturna, algún que otro quebradero de cabeza e incluso quizá alguna amenaza a mi integridad física, habida cuenta que los huelguistas no se andaban con tonterías.
 A la hora de comer, cometí un pequeño, pero craso error al pedirme una cerveza con el menú, que me costó casi tanto como los dos platos y el postre. Recuerdo que hace un par de años conocí en Estambul a un zaragozano que se quejaba de que en Bolivia le habían tratado muy mal, y entre los agravios sufridos estaba el que en un bar le intentasen cobrar la cerveza a precio español. Mi experiencia en este viaje, amén de desmentir el mal trato al turista español (en mi caso fue todo lo contrario), sirvió para comprobar que la popular bebida fermentada es, comparativamente al resto de precios, muy cara en todos los lugares y para todos los públicos, sean autóctonos o de importación.
 La ciudad de La Paz se asienta en el fondo de un valle cuyas laderas se han ido poblando formando barrios cuyo nivel de humildad es proporcional a su altitud y distancia al centro. Para facilitar las comunicaciones entre estas barriadas con el resto de la ciudad, se ha construido un teleférico que no me quería ir sin probar. Me hice el recorrido completo de 2 de las 3 líneas y la verdad es que es una experiencia que merece la pena. Las vistas desde las cabinas sobre La Paz con las montañas al fondo son impresionantes.
Indescriptibles vistas desde el teleférico
 La vuelta al centro la hice andando, aprovechando para visitar una barbería y cortarme el pelo. 
 Para mí, viajar no sólo consiste en visitar momunentos y museos, sino también en hacer cosas cotidianas del día a día en otro contexto al que estoy acostumbrado. Mis temores acerca de la higiene en un local tan humilde desaparecieron cuando vi que el peluquero, en un alarde de profesionalidad, desinfectaba el material haciendo uso del fuego. Además me dio conversación y me dejó un corte que iba a causar sensación en la noche paceña. Desde luego que no se puede pedir más por 15 bolivianos (unos 2 euros).
 Ya por el centro, me encontré con una calle comercial y la seguí. Y si algo hay en la Paz son tiendas. En locales de edificios y en puestos improvisados. Si en una calle no paraba de encontrarme comercios especializados en ropas, a la vuelta de la esquina empezaban los puestos de comida, para pasar al rato a los de electrónica y llamándome poderosamente la atención la zona destinada a los remedios y objetos relacionados con la brujería, entre los que destacaban, y no precisamente por el buen rollo que me transmitían, los fetos de llama.  Tantas vueltas di siguiendo los diferentes gremios que acabé perdiéndome. Por suerte, en la Paz es muy fácil orientarse. Sólo hay que ir cuesta abajo para acabar llegando a la avenida principal que recorre longitudinalmente el valle que forma la ciudad.
Tiendas,gente, coches, y más tiendas.
 Para rematar mi conocimiento integral de la atmósfera paceña, me pasé por un local donde había visto anunciada una conferencia con el ambicioso título de "Conocer la causa de los problemas humanos, para así disolverlos". A pesar de que la mayoría de la gente estaría de acuerdo en disolver sus problemas, no pasaban de ocho los asistentes a la charla. Mi ilusión por encontrarme argumentos originales y sorprendentes se difuminó cuando la ponente se presentó como miembro de la Orden Rosacruz, una escuela de pensamiento de la que ya conocía sus planteamientos, al haber asistido a alguna conferencia de ellos en España. Aguanté pacientemente al final de la disertación, y abandoné la sala en cuanto vi que las preguntas de los asistentes eran contestadas siguiendo la "linea editorial" de la organización. "Cantaba" un poco irse estando tan poca gente, pero mi amigo me estaba esperando para cenar. 
 No estaba pasando un buen momento mi anfitrión, que al estrés de su trabajo y el ajetreo de la ciudad, se añadía el vivir a más de 3600 metros sobre el nivel del mar . Así que esa noche nos la tomamos con tranquilidad y aprovechamos para descansar. La Paz aún tenía mucho que ofrecerme al día siguiente.