martes, 24 de octubre de 2017

TIRANA: ENCUENTROS CON EL "HOMO HOSTELIS" Y LA EMPRESARIA HOXHISTA

 Al bajar al vestíbulo del albergue de Durres se percibía cierto revuelo. Los empleados estaban nerviosos. Se había producido un corte de agua que impedía a los huéspedes realizar sus abluciones matinales. 
 Para solventar el problema, aplicando una solución de emergencia, el albergue hizo acopio de botellas de agua mineral que se dejaron en los baños.
 Intentando rebajar la tensión, bromeé con los recepcionistas diciéndoles que éste era el albergue más lujoso en el que había estado, ya que en ninguno me habían pemitido lavarme con agua mineral.
Ya estaba a punto de abandonar el hostel cuando me encontré con una “vieja” conocida. Se trataba de una pívot tasmana con la que había coincidido en el albergue de Nápoles unos días atrás. Y pensar que había cambiado Salou por Albania para no encontrarme conocidos en vacaciones...
 En la explanada a modo de estación de autobuses, a falta de dársenas numeradas, los conductores gritaban su destino a viva voz. 
  Un breve trayecto de poco más de 40 minutos me dejó en un apeadero de la capital albanesa. Tanto o más me costó llegar a mi albergue, paseo que me sirvió para ir haciéndome una idea de lo que me esperaba en la ciudad. Las esperadas amplias avenidas y enormes edificios socialistas convivían con numerosos cafés de estilo más actual, con nombres tan familiares y sorprendentes como "Serrano" o "Cataluña".
¿Chamberí? No, Tirana.

Cataluña alcanzando proyección internacional

 Un descamisado jovencito al que tuve que sacar de la cama,  a pesar de que ya era mediodía, me recibió cordialmente en el albergue. 
 El establecimiento era, como corresponde a mi condición, bastante humilde. Aunque contaba con un extra de gran importancia: aire acondicionado. Y esto no sólo era importante para sobrellevar las tórridas temperaturas estivales, sino también para evitar el infernal ruido de los temidos ventiladores. Además contaba con un patio ajardinado e incluía desayuno. No se puede pedir más por 8 euros.
 Lo primero que visité en la ciudad fue la plaza Skanderber, la clásica explanada interminable que no puede faltar en una ciudad ex-comunista que se precie. En ella me llamó la atención un inmenso mural de estilo socialista que adornaba la entrada al Museo Histórico Nacional y que no pude evitar visitar.  En él se hace un repaso exhaustivo de la historia de Albania desde la Prehistoria hasta la Segunda Guerra Mundial. 
 Precisamente me escamotearon el periodo de la Guerra Fría, que es mi favorito. Si a eso le sumamos que muchos de los letreros explicativos estaban sólo en lengua albanesa (apenas llevaba 3 días en el país y aún no me había hecho al idioma), el resultado es que el museo no acabó de satisfacer mis expectativas, totalmente infladas por el mosaico de la entrada. Afortunadamente, el estilo retro del inmueble y unos sillones comodísimos donde pude echarme una pequeña siesta le hicieron ganar puntos.
Plaza Skanderber y mosaico socialista llamándome a gritos
 De vuelta al albergue vi que se estaba tramando algo. Uno de los empleados me comentó que les habían invitado a una fiesta en otro hostel, invitación extendida a los huéspedes. Dado que mi agenda en Tirana estaba todavía bastante vacía, acepté.
  La primera parada de nuestra comitiva se produjo en un restaurante cercano. A pesar de que yo había almorzado con contundencia un rato antes, no pude evitar sumarme al festín de comida típicamente albanesa, tan sabrosa como económica, regada con unas "Tiranas"(cerveza local).
 No faltó otra "parada técnica" para repostar más cerveza en una terraza a medio camino. Es la consecuencia de ser guiados por unas auténticas esponjas.
  Sin más novedad, nos presentamos en el lugar de la fiesta, que estaba celebrándose en el jardín de una mansión. Lo que allí nos esperaba, aparte de una cerveza artesanal muy lograda, era un gran número de ejemplares de la subespecie "Homo Hostelis". Sus características son:
-Edad entre 20 y 25 años.
-Grandes bebedores de alcohol y en muchos casos, consumidores de drogas blandas.
-Mayoritariamente de países anglosajones. Se aceptan de otros países, siempre que hablen inglés a un nivel alto.
-Gente simpática y abierta al diálogo con desconocidos y otras subespecies, aunque no se profundice mucho en la relación.
 -Siempre hay algún miembro del grupo con algún aditamento en la cabeza (sombrero o gorra).
 Así, si hubiera aparecido en ese jardín de la nada, me hubiera sido imposible saber en qué parte del mundo estaba, ya que el ambiente generado por la subespecie es el mismo, independientemente del entorno.
 Aunque la mayoría de asistentes a la fiesta se adaptaba a la descripción antes detallada, me encontré con dos ejemplares un tanto exóticos:
 El primero, y para mi sorpresa, fue un compañero de habitación del albergue de Durres,con el que apenas había hablado allí (solamente para recuperar mi pasaporte cuando cayó entre su cama y la pared). Se trataba de un holandés cuyo plan de vacaciones para el mes de agosto consistía en pasar una semana en cada uno de estos destinos: Lituania, Albania, Moldavia y Túnez. Dudo que haya habido otra persona en la historia que haya seguido tan peculiar ruta.
 El otro se trataba de un vitoriano, que fue el primer español (no habría muchos más) que me encontré en Albania.
 En general, a pesar de que se habían formado grupos de conversación, no era difícil interaccionar con unos y otros. Eso no pareció satisfacer a un alemán que venía con nosotros. Me comentó que la cordialidad que se respira en estos ambientes es un tanto impostada. En ese momento se me ocurrió una frase que resumía la situación y que al germano le pareció bastante atinada: "Amigos para siempre, pero sólo por hoy".
 Tras un par de horas me cansé de divertirme tanto y volví al albergue.
 Lo que me esperaba allí fue mucho más interesante. La dueña del hostel estaba hablando con un amigo local. Me sacaron un cervezón de la bien surtida nevera y me invitaron a que me sumara a ellos, teniendo el, más que necesario para mí, detalle de cambiar el idioma albanés por el inglés.
 En poco tiempo, la plática derivó a un debate apasionante (estoy hablando en serio) sobre Enver Hoxha, el dictador que manejó el país con mano de hierro durante 41 años. Curiosamente, la dueña del albergue, que en la era comunista no hubiera podido ni soñar con montar un negocio como éste, defendía a Hoxha, mientras que su amigo estaba frontalmente en contra.
 Yo ni quité ni puse rey, ni ayudé a mi señor, sino que escuché atentamente e intervine sólo para preguntar detalles y animar la cordial disputa, que acabó mas o menos en tablas cuando el antihoxhista se fue a su casa.
 La conversación adquirió entonces terrenos más cotidianos y personales al quedarnos a solas la anfitriona y yo.
 Mientras observaba sus ojos chisposos y escuchaba el verbo desatado por las cervezas que se había bebido, me preguntaba si iba a tener alguna oportunidad más clara en mi azarosa existencia de pototear con una empresaria albanesa.
 Pero al diablillo que me empujaba a la acción se le oponía el angelito, que aplicando criterios pragmáticos, más que morales, me advertía de que si el ataque acababa en "cobra", corría el riesgo de acabar durmiendo en la calle.
 Al final se impuso lo evidente, y no comprometí la oportunidad de dormir plácidamente arrullado por la ligera y sutil brisa del aire acondicionado por la quién sabe cuan remota posibilidad de pasar unas horas (minuto más, minuto menos) de pasión hispano-albanesa.
 Además, conociéndome como me conozco, sé que una hoxhista y yo no habríamos acabado bien.
 

domingo, 15 de octubre de 2017

DURRES

 Debían ser poco más de las 5 de la mañana cuando una potente letanía en árabe me sobresaltó. El albergue estaba situado muy cerca de una mezquita, que a esa hora tan intempestiva llamaba a sus fieles para la primera oración del día.
Pero, ¿por qué no te callas?

 Tiene mérito que una religión que, entre otros preceptos obliga a levantarse a horas tan tempranas y prohíbe el alcohol tenga tantos adeptos y siga creciendo. No sería mala idea reciclar los imanes y derivarlos al sector comercial.
 En mi caso, ignoré la perorata del almuédano y seguí durmiendo un poco más, aunque ello me suponga renunciar a las 72 vírgenes celestiales que esperan a cada fiel musulmán a su muerte.  Aunque pensándolo bien, ese es otro motivo para no profesar la fe de Mahoma. Si una sola mujer ya me plantea problemas que me parecen irresolubles, no quiero imaginarlos multiplicados por 72, y encima si me pillan ya lo mayor que espero estar en la hora de mi deceso.
 Otro problema más terrenal ocupaba mis pensamientos esa mañana. La noche anterior se me había caído el pasaporte y había ido a parar al hueco entre la cama de mi compañero de la litera inferior y la pared. Lo necesitaba para ir a cambiar dinero, así que hasta que el alberguista no se despertó (y tardó bastante)  y pude mover la cama, me mantuve como un apátrida indocumentado sin recursos financieros.
Anfiteatro romano de Durres

  Una vez que pude conseguir la moneda local (Lek) me lancé a explorar la ciudad. 
 Todo aquel que busque un casco histórico en condiciones que se vaya olvidando de visitar Durres. Lo único destacable es un anfiteatro romano relativamente bien conservado. El resto carece de gancho turístico. 
 Pero yo no había ido a Albania a admirar estatuas y visitar catedrales. El hecho de que Durres fuera mi primer contacto con el universo albanés hacía que lo recorriera con los ojos abiertos como platos. Y lo primero que llamó mi atención fue comprobar que el país se está modernizando a pasos agigantados. Junto a humildes construcciones de más que dudoso gusto estético se erigen edificios de lo más moderno. Los tradicionales y un tanto cutres bares de sabor añejo conviven con "lounges" de lo más pijo.
Estética socialista

 Mis primeros pasos por las animadas calles durresinas no estaban exentos de temor. Al fijarme en la característica fisonomía de los varones locales, no me costaba imaginármelos con un chaleco, un gorro de lana y un AK-47.    
 Pero pronto me di cuenta de que no sólo no eran tan amenazadores como mi imaginación contaminada por el sensacionalismo bélico sugería, sino que se trataba de gente muy amable y acogedora con el visitante.
 Viendo que el centro de Durres no daba mucho juego, me dirigí a la costa en busca de la playa. Lo primero que me encontré no era digno de tal nombre, ya que se trataba más bien de un conjunto de pedruscos poco armónicos sobre los que batía débilmente un líquido de color  más tirando a marrón que a azul. 
"Playa" de Durres

 Conforme me alejaba del centro, la cosa iba mejorando ligeramente. Esta vez, los peñascos habían dejado paso a una arena gris que parecía sacada de una obra, salpicada de excrementos equinos que no amedrentaban a algunos valientes, que se solazaban en sus inmediaciones.
 Si moral tenían los primeros bañistas que me encontré, no se quedaban cortos los que decidieron que en tan agreste paraje era buena idea construir un moderno muelle recreativo con baretos y restaurantes de enjundia.
 A la tercera fue la vencida, y un rato después ya me encontré algo que puede entrar en la categoría de playa.
Así sí

 Mis exploraciones costeras me habían abierto el apetito, que pude saciar con contundencia en un humilde restaurante.
 Beneficiado por el ventajoso tipo de cambio €/Lek, me puse morado por muy poco dinero. 
 Tanto o más que la comida me gustó el trato familiar de la señora del local. A pesar de las barreras idiomáticas, culturales y generacionales, se interesó varias veces por si la comida era de mi gusto e incluso mostró una cierta decepción cuando vio que no pude terminarme las pantagruélicas raciones.
 El recepcionista del albergue me había comentado que al sur de la ciudad estaba poco menos que la madre de todas las playas. Así que aproveché que esa tarde iba a visitarla con otra compañera (laboral y sentimental) letona, para acompañarles en plan carabina.
 Esta vez nos tocó una buena caminata por inhóspitos lugares como una estación de tren semiabandonada, teniendo incluso  que atravesar una autovía. 
  La recompensa que obtuvimos a tal esfuerzo fue más bien magra. Si la playa que había visitado por la mañana era mala, la vespertina era aún peor. No ayudaba mucho que estuviera junto al puerto y sobre todo que estuviera copada por sombrillas y tumbonas de pago.
 Como buenos pobretones nos tuvimos que conformar con una zona libre en la que nos pudimos sentar en un duro suelo de hormigón que hacía las veces de orilla. Detrás de nosotros, un gran edificio abandonado a medio construir completaba el poco idílico panorama.
 Por lo menos el agua (que no era color turquesa ni mucho menos) estaba a buena temperatura, así que pudimos darnos un chapuzón en condiciones.
 Por la noche, ya en solitario (aunque el mítico Chanquete decía que uno nunca está solo del todo) me di una vuelta por el paseo marítimo. Estaba lleno de atracciones y puestos de venta callejeros. Numerosas familias aprovechaban la agradable temperatura para pasear por la zona. Me parecía estar en Cambrils una noche cualquiera de agosto. Y tampoco es de extrañar. Por mucho que los políticos se empeñen en dividirnos, las personas no somos tan diferentes unas de otras, independientemente del lugar donde nos ha tocado vivir.


 



jueves, 5 de octubre de 2017

SURCANDO EL ADRIÁTICO

  No quería abandonar Italia sin comerme un buen plato de pasta (original que es uno). Así que tras un exhaustivo escaneo por la ciudad, pude encontrar un restaurante con la cocina abierta a las 11 de la mañana, que además ofrecía precios ajustados.
  La carta contaba con nada menos que 12 tipos de espaguetis. Siguiendo mi arrriesgada política de innovación culinaria, aposté por unos desconocidos "Spaghetti alla Poveraccia". No es infrecuente en mis viajes que, al pedir un plato a ciegas, me encuentre con algunas sorpresas desagradables, destacando una sopa de tripas a la que me enfrenté en Rumanía. Esto se evitaría fácilmente preguntando al camarero qué lleva cada plato.
  Pero nada sustituye a la emoción de deleitarse con una maravilla gastronómica inesperada. En este caso no llegó a tanto, aunque la pasta acompañada de tomates a pedazos y alcaparras, servida con pan de focaccia pasó el corte con creces.
 Aunque el "desayuno" había sido bastante contundente, debía aprovisionarme para mi larga travesía marítima. Así que entré en un supermercado, que como era de esperar al estar abierto en domingo, estaba regentado por asiáticos (indios en este caso). Habiéndome conformado con cualquier cosa que me hubiese matado el gusanillo a bordo del barco, me encontré e hice acopio de un viejo conocido de mi etapa británica: el London Mix, aperitivo hindú tan sabroso como calórico, con lo que a Dios (en este caso Shiva) puse por testigo de que no volvería a pasar hambre en mi viaje.
 Absolutamente confiado, me presenté en el embarcadero una hora antes de la partida. Al mostrar el billete en la zona de embarque, el empleado me dijo que antes debía hacer el "check in" en la zona de registro, que estaba al otro lado del puerto, cerca de la entrada que había inspeccionado el día anterior, y a la que no pude acceder. Pero para eso estaba un autobús gratuito que hacía la ruta y que se cogía en una parada junto al embarcadero. Bueno, se supone, porque estuve un buen rato esperando y allí no aparecía nada ni remotamente parecido a un autobús, ni la marquesina mostraba ningún horario.
Arrivederci, Bari
  En mi misma situación estaba una pareja, con la que no tardé en contactar. Viendo que los minutos pasaban y no había ni rastro del autobús portuario, nos empezamos a poner tensos. El billete anunciaba que la facturación finalizaba una hora antes de la salida del barco, y ya habíamos cruzado el Rubicón.
 Viendome condenado a tener que quedarme más tiempo del esperado en el sur de Italia (vale, hay condenas peores...) paré un taxi  y les ofrecí a mis improvisados compañeros compartirlo. El taxista, parece que adivinando nuestra complicada situación se descolgó pidiéndonos 20 € por un trayecto de unos 3 km. El individuo de la pareja se negó en redondo, pero su compañera y yo le hicimos ver que perder el ferri sería mucho peor, así que se avino a negociar. "Logramos" que el taimado conductor nos hiciera el trayecto de ida, nos esperara y nos trajera por 15 €. Seguía siendo un atraco, pero al final, por 5 € nos asegurábamos no perder el barco.
 El "check in" no era otra cosa que llevar el billete impreso, entregarlo en la taquilla y recibir otro un poco más currado que permitía el acceso a bordo, para lo cual había que volver a la zona de embarque.  El por qué hace falta pasar ese trámite y recorrerte el puerto de arriba a abajo, en vez de hacerlo todo en el mismo sitio, lo desconozco. Aunque quizá sea para que individuos con pocos escrúpulos como nuestro taxista hagan negocio. No contento con lo que nos sacó a nosotros, a la vuelta cogió al vuelo a un par de pasajeros más que se unieron a nuestra carrera, sableándoles convenientemente, sin reducir nuestra gravosa tarifa.
 Mis improvisados compañeros estaban que trinaban. Venían del norte de Italia y les parecía fatal la informalidad que reina en el sur. A mí, a pesar de la inesperada "derrama", me hizo mucha gracia la situación.
 Ya no me hizo tanta que una vez a bordo del gigantesco ferri, se nos avisara de que iba a zarpar con 3 horas de retraso. La anterior ocasión que hice un trayecto marítimo de larga distancia salió puntual como un reloj. Claro, que esa vez fui de Alemania a Suecia...
Mobiliario espartano
 Siempre me han llamado la atención los grandes barcos. En este caso, la estampa desde el puerto del buque "Francesca"era imponente. No lo era tanto su interior, bastante austero, aunque muy amplio.
 Y a la fuerza tenía que serlo, porque allí no paraba de subir gente hasta que nos pusimos en marcha. Para ese momento, todos los bancos (duros e incómodos con ganas) estaban repletos y no eran pocos los pasajeros que viajaban tumbados en los pasillos.
 Las casi 8 horas de travesía a través del Adriático no se me hicieron muy pesadas, gracias a los paseos por el interior y la cubierta, además de las interesantes conversaciones con mis compañeros transalpinos.
Ocaso en el mar Adriático
 Ya era de noche cuando en lontananza se empezaron a vislumbrar las primeras luces de la ciudad albanesa de Durres. ¿Qué me esperaba en este misterioso país que ha estado tan aislado durante muchos años y del que tan poco se conoce? 
 Si al pensar en un albano kosovar me viene a la cabeza un temible guerrillero, ¿es entonces un albanés a secas medio guerrillero?
 ¿Lograría hacerme entender teniendo en cuenta que los albaneses no son muy políglotas y su lengua es absolutamente desconocida para mí? 
 Todas estas cavilaciones desaparecieron de un plumazo cuando al llegar al albergue, me atendió un simpático recepcionista en perfecto español (era uruguayo). Pronto me di cuenta de que lo más temible que me iba a encontrar en Albania iba a ser el ruidoso ventilador que, como si fuera una maldición que me perseguía, traqueteaba ruidosamente en mi habitación.