domingo, 11 de marzo de 2018

ATENAS

 Habiendo ya tomado el pulso a Grecia, ya estaba preparado para visitar el corazón de la Cultura Helénica.
 Curiosamente una de las alberguistas (una joven sueca) con la que había coincidido en la cena de la noche anterior, también se dirigía a Atenas en tren, a la misma hora y en el mismo vagón que yo.
 Como aperitivo a lo que me esperaba, en mi trayecto ferroviario, pasé junto a las faldas del mítico monte Olimpo.
 Mis primeros pasos por la capital helena fueron un poco desconcertantes. Lejos de encontrarme con seres mitológicos o filósofos aristotélicos, las primeras calles que recorrí estaban repletas de inmigrantes pakistaníes. Por momentos me daba la sensación de estar en Slough en vez de en Atenas.
 Al rato me interné por barrios un tanto más occidentalizados hasta que pude encontrar, no sin algún rodeo, mi albergue.
 Allí me esperaba una concurrida habitación con nada menos que 14 camas. A pesar de tal cantidad de huéspedes, la jugada salió redonda, ya que se trataba de una estancia muy amplia, y además contaba con un susurrante aire acondicionado.
 Lo primero que hice nada más tomar posesión de mi litera fue intentar frenar los afanes expansionistas de mi compañero asiático de la cama inferior. Cual si fuera el Japón de los años 30, toda el área que rodeaba al lecho estaba invadida por sus ropas. Haciendo uso de la defensa de mi soberanía recién adquirida, retiré una toalla que colgaba de mi cama, pero por motivos obvios, me abstuve de descolgar uno de sus calzoncillos del pomo de una ventana.
La Acrópolis llamándome a gritos (en griego clásico)

 Una vez marcado mi territorio, salí a conocer la ciudad. Convenientemente, el albergue estaba situado en una zona muy céntrica. Así, en apenas 5 minutos de apacible paseo, pude ver cómo en el horizonte se dibujaba la mítica Acrópolis. Tuve que echar mano de mi proverbial sangre fría para resistirme y no correr hacia ella. Para visitarla en condiciones, debería esperar a la mañana siguiente.
 Me dirigí al corazón moderno de la ciudad, que no es otro que la Plaza Sintagma, célebre por las concentraciones en las que los sufridos atenienses protestaron por las durísimas políticas económicas que impuso el gobierno, a instancias de la Unión Europea.
 Esta vez la plaza estaba tranquila, y lo más reseñable era el cambio de guardia delante del Parlamento. Yo preferí otros planes, y en una oficina de turismo pregunté por el Estadio Olímpico. 
 Pero ¿cuál? Porque Atenas ha sido sede de dos juegos Olímpicos modernos (1896 y 2004). En la oficina fueron tajantes: la zona olímpica más reciente estaba muy a las afueras y era una odisea llegar. En cambio, una humilde pateada me permitía visitar el estadio antiguo.
 No tardé mucho en alcanzar los aledaños del Estadio Panatenaico. Apenas le quedaba media hora para cerrar, y además, se podía ver desde fuera. El diablillo niunclavelista me tentó, pero por una vez me desmelené y aflojé los 3 € de la entrada. 
 La verdad es que fue una buena inversión, ya que la vuelta de honor que di al estadio fue legendaria. Por supuesto, me vinieron a la cabeza las imágenes de la llegada en el mismo escenario de los míticos Abel Antón y Martín Fiz, encabezando la Maratón del Campeonato del Mundo de Atletismo de 1997.
Estadio Panatenaico

 En el estadio, que por cierto está impecablemente conservado, me encontré a tres simpáticas gallegas que me comentaron que iban a subir a la colina Licabeto, un promontorio que domina la ciudad. Como no tenía nada planeado, les copié la idea.
  Y si todos los caminos conducen a Roma, también parece que lo hagan a Licabeto. En la cima de la colina no cabía un alfiler. Aun así, la exigente caminata valió la pena. Desde la cumbre se obtenía una impresionante panorámica de 360 º sobre la ciudad, sobre la que ya empezaba a oscurecer.
Lo que esperas encontrarte en Licabeto


Lo que de verdad te encuentras

 Aproveché la bajada para visitar Kolonaki, el barrio más exclusivo de Atenas. A pesar de mi espartaneidad, me suelo mover bien en estos ambientes. Siempre que no haya que sacar la cartera, claro.
 Y bien que me tocó sacarla a la mañana siguiente, ya que la tarifa mínima para visitar la Acrópolis y sus faldas era de 20 euracos. Pero decenas de miles de turistas (que son los que calculo que había por la zona) no pueden estar equivocados. Con ese magro consuelo esperé pacientemente mi turno en la cola y accedí al mítico conjunto arquitectónico que, marabuntas aparte, es espectacular. Teatros, templos, altares, santuarios, estatuas...
 Tal cantidad de monumentos bien merecerían todo un día de meticulosa inspección, y si es posible, asesorado por alguna eminencia en la materia.  En este caso, me conformé con un recorrido inferior a dos horas guiado tan solo por mi talento natural.
¿Cómo estaba la Acrópolis? ¡¡Abarrotá!!

 Lástima que para acceder a tan magno lugar tuviera que adoptar dos filosofías que detesto: el borreguismo y el clavelismo.
 Más apropiado para mi filosofía vital era mi próximo destino, ya que tenía entre ceja y ceja visitar Maratón.
 Como calentamiento tuve que pegarme una pateada de las buenas para llegar a una estación de autobuses no demasiado céntrica. Aprovechando el paseo y que estábamos a plena luz del día, me desvié un poco de mi ruta para visitar el controvertido barrio de Exarchia.
 Como he comentado en anteriores entradas, había recibido críticas de muy distinto signo signo sobre dicha zona. 
  No niego que es un lugar genuino con cierta personalidad. Se le considera un barrio anarquista, y la ocupación de inmuebles está a la orden del día. Como suele suceder, no se cuida igual lo que se adquiere legalmente que lo que se "okupa".  Las paredes del barrio están llenas de graffitis, o mejor dicho, es un grafitti continuo, generalmente de escaso valor artístico (por lo menos lo que yo entiendo como arte). La impresión general que transmite la zona es de suciedad  y desorden. Y me temo que en otras horas del día a ello se le sume el bullicio. Definitivamente, no es el lugar donde yo me buscaría una casa para vivir con mi hipotética pareja y mis aún más hipotéticos niños pequeños (a menos que fuesen anarquistas).
Exarchia. Una imagen vale más que 1000 pintadas.

 En el apeadero de autobuses tuve algún problema para encontrar el transporte que me llevara a Maratón. Tuve que preguntar algún conductor, cuando tenía delante de mis narices un letrero donde indicaba muy claramente cuál era el autobús que hacía la ruta de Μαραθώνας. Si hubiera estudiado letras puras en el bachillerato no me pasarían  estas cosas.
 El hecho de que en el coche de línea yo fuera el único no griego me hizo sospechar. ¿Cómo es posible que alguien visite Atenas y no redondee la jugada acudiendo a Maratón? Y sobre todo...¿por qué una amable pasajera me avisó cuando llegamos a la playa de Maratón pensando que, evidentemente, tenía que bajarme allí?
 La respuesta llegó cuando me di cuenta de primera mano de que el municipio de Maratón no es más que un conjunto de casas con muy poco encanto, situadas a orillas de la carretera. A poco que hubieran hecho los urbanistas del lugar, hubiera sufrido en mis carnes el síndrome de Stendhal,  al recorrer una ciudad con tan insigne nombre. Pero más bien lo que sufrí fue una pájara emocional.
Calle de Maratón. Y eso que le saqué el lado bueno...

 Pero aún se podía salvar la papeleta. Me enteré de que en el poblado había un museo de la Maratón que fue para mí como un chute de glucosa en plena carrera. El recinto atesora gran cantidad de trofeos, camisetas, un recorrido resumen por todas las maratones olímpicas y fotos con bibliografías de los mitos maratonianos. Sólo la ausencia de los ya mencionados Martín Fiz y Abel Antón le impidió al museo alcanzar la excelencia.
 Ya de vuelta a Atenas, me fijé en que la carretera está balizada y los hitos kilométricos marcaban la distancia de la carrera de Maratón a Atenas. Por lo visto, la ruta que siguió Filípides coincide aproximadamente con la de la actual carretera. Viendo el secarral que atravesábamos, "amenizado" de vez en cuando con alguna nave industrial, le doy mucho más valor a la hazaña que realizó el mítico soldado ateniense y que le costó la vida.
 Seguí con mi ruta turístico-deportiva dándome un garbeo por las inmediaciones del estadio del equipo de fútbol del Panathinaikos. Las numerosas e inquietantes pintadas que cubrían sus fachadas y la fama de que sus aficionados son más que viscerales, me hizo agradecer que no fueran horas de partido.
 Menos tendría que temer, aunque más que lamentar, tras visitar el complejo olímpico, esta vez de los Juegos de 2004. Está situado a las afueras de la ciudad, y es accesible tras un largo trayecto en metro. Es triste decirlo, pero el estadio de 1896 (que ya estaba construido en la Grecia Antigua) presenta un aspecto mucho más saludable. La mayoría de recintos están en desuso y es un poco desolador recorrer la zona. Pero había que hacerlo.
Aspecto poco alentador del complejo olímpico.

 A la vuelta, alargué la ruta de metro y acabé en la zona del Pireo (el puerto de Atenas). Ya era de noche, por lo que me limité a redondear mi jornada deportiva viendo por fuera el estadio de fútbol de Olympiakos (mucho menos amenazante en su aspecto que el de su eterno rival Panathinaikos) y el Pabellón de la Paz y la Amistad. Nombre cachondo donde los haya, ya que en esta mítica cancha de baloncesto se llegan a juntar más de 10.000 aficionados conocidos por recibir al equipo rival poco pacífica y amistosamente.
 Había sido una jornada un tanto extenuante. Para mi última jornada en Grecia necesitaba un destino algo más plácido que la inmortal pero bulliciosa Atenas.